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DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO ES UN DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS»

 

 CITAS BÍBLICAS: 2 M 7, 1-2.9-14 * 2Tes 2, 16—3,5 * Lc 20, 27-38

El evangelio de este domingo aborda para nosotros una cuestión que es de vital importancia: el hecho de la resurrección y, por consiguiente, la existencia de la vida eterna.

En el Israel del tiempo de Jesús dentro de los creyentes destacaban tres grupos sociales: Los fariseos, los escribas y los saduceos. Los dos primeros creían en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Los saduceos, judíos de la clase alta, formada sobre todo por miembros de la casta sacerdotal, negaban, sin embargo, la resurrección. Estos diferentes puntos de vista en el terreno religioso eran motivo de enfrentamiento y controversia.

En el evangelio de san Lucas de este domingo nos encontramos con un grupo de saduceos que, con no muy buena intención, plantean al Señor Jesús una importante cuestión. En Israel existía la llamada ley del levirato que obligaba al hermano de un fallecido a casarse con la viuda, con objeto de perpetuar el nombre y la descendencia del fallecido, de manera que el primer hijo de este matrimonio era considerado como hijo del desaparecido. Plantean al Señor el caso de siete hermanos que sucesivamente estuvieron casados con la misma mujer, sin alcanzar ninguno de ellos descendencia. Preguntan al Señor: «si los siete estuvieron casados con ella, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer?». La respuesta del Señor es clara. «En la resurrección ni los hombres tomarán mujer, ni las mujeres marido. Todos serán como ángeles». A continuación, tomando pie de la Escritura les dice: «Moisés, en el episodio de la zarza ardiente, llama al Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Este pasaje nos hace presente un aspecto fundamental de nuestra vida, porque es el hecho de la resurrección el que da sentido a nuestra existencia. La razón última de nuestra vida depende de la existencia o no, de la resurrección y la vida eterna.

Dice el génesis que Dios-Padre nos creó a su imagen y semejanza. Quiere decir esto que, como él, no somos seres creados para la destrucción, sino para la vida. Dios, que nos ama intensamente, ha dispuesto para nosotros una existencia eterna. Negar la resurrección y la vida eterna aboca al hombre hacia el absurdo, haciéndolo igual a cualquiera del resto de seres vivos. Esto no es cierto, aunque los ateos y agnósticos no lo crean, porque Dios-Padre ha depositado en ti y en mí una semilla de inmortalidad que se revuelve ante la idea de que estamos hechos para el sepulcro

Hoy, en una sociedad descreída y atea, es para nosotros un consuelo saber que, aunque vivamos un tiempo en esta tierra, somos ciudadanos del cielo en donde el Señor nos ha preparado una vida eterna y plenamente feliz. Esto, no ha de ser impedimento para que vivamos totalmente integrados en nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que no ha de desaparecer del horizonte de nuestra vida, la razón última de nuestra existencia, que hace que caminemos hacia la plenitud, hacia la vida eterna para la que hemos sido creados por Dios.

 

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

 

En este domingo XXXI del tiempo ordinario celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Las lecturas pueden elegirse entre las que ofrece el volumen IV del Leccionario, por eso no haremos el comentario de ninguna en particular, y nos centraremos en profundizar lo que significa para nosotros la muerte y esta Conmemoración.

Nos encontramos ante un acontecimiento que escapa por completo al control del ser humano: La Muerte. Nada podemos hacer ante ella y ninguno de nosotros podrá escapar a su acción. Queramos o no, todos moriremos. Sin embargo, hay algo en nuestro interior que se rebela ante esta realidad de la que no podemos escapar. Esto sucede porque en los planes de nuestro Creador, no fuimos creados para la muerte sino para la vida. No estamos hechos para acabar en el sepulcro, sino para vivir eternamente. «Dios, dice el libro de la Sabiduría, no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera». Él, en un rasgo de su amor, y para que participáramos de su inmensa felicidad, nos dio un ser semejante al suyo, para que unidos con Él, fuéramos felices por toda la eternidad.

El amor por su criatura llegó al extremo de regalarnos la libertad para que no tuviéramos que amarle a la fuerza. Nosotros, tú y yo, usando mal de esa libertad nos apartamos de él por el pecado. Dimos la espalda a la vida y nos quedamos sumergidos en la muerte. Sin embargo, sus planes de amor para con nosotros no se alteraron. Continuó amándonos a pesar de ser hijos rebeldes, y dispuso, para restaurar el orden primero, hacer que su propio Hijo se revistiera de una carne mortal como la nuestra, con el fin de poder penetrar en la muerte para destruirla. Derramando hasta la última gota de su sangre compró la libertad para todos los hombres, de manera que, para experimentar la salvación, sólo tuvieran que acogerse a su misericordia.

Hoy, la Iglesia, hace presente a todos aquellos que, sin distinción de raza, credo o condición, aceptando la inagotable misericordia del Señor y su perdón, lavaron sus túnicas en la Sangre del Cordero y gozan de su presencia en el cielo. Ocurre, sin embargo, lo mismo que cuando un antídoto nos libra de la muerte después de haber consumido un veneno mortal, algunos de nuestros órganos quedan dañados y requieren un cuidado particular. También nuestros pecados perdonados dejan en nosotros huellas que requieren ser borradas. De ahí que la Iglesia, en este día y en otras celebraciones, ofrezca al Señor sufragios para que estos hermanos nuestros, logren una total visión del Señor disfrutando plenamente de la vida eterna.

Recordemos, finalmente, que muchos de estos que necesitan de nuestra oración, son o pueden ser, nuestros familiares, padres, hermanos, parientes, amigos y conocidos, que necesitan que los recordemos ante el Padre, para que Él les dé plenamente la felicidad eterna, y sean los que nos reciban cuando nosotros nos presentemos ante su presencia.

Resumiendo, aunque parezca lo contrario, en este día no celebramos la muerte, sino que celebramos la vida. Celebramos que, por el gran amor que Dios-Padre nos tiene, el Señor Jesús ha destruido la muerte haciéndonos partícipes de su resurrección y de su vida eterna.

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«¡Oh Dios!

¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 35, 12-14.16-18 * 2Tim 4, 6-8.16-18 * Lc 18, 9-14

En estas últimas semanas el leitmotiv o motivo central de los pasajes del Evangelio, ha sido la oración. El Señor Jesús nos ha ido dando a conocer cómo y cuándo debemos orar. Hoy, sigue amaestrándonos a través de la Parábola del Fariseo y el Publicano. Fundamentalmente quiere darnos a conocer cuál ha de ser nuestra actitud a la hora de ponernos en oración.

Nos presenta para ello a dos personajes que se acercan al Templo a orar. Uno de ellos es un fariseo, hombre religioso y justo, cumplidor de la Ley, que puesto en pie se dirige al Señor enumerando las buenas obras que realiza en su vida, al tiempo que le da gracias por ser distinto a los demás hombres. No es adúltero, ni rapaz, ni injusto, ni como ese publicano del fondo del templo. Ayuna dos veces por semana y paga religiosamente el diezmo de sus ganancias.

Al decir ese publicano, ha hecho referencia al segundo personaje de la parábola. Se trata de un publicano, un pobre hombre que teniendo presentes sus muchos pecados, se ha quedado postrado en el mismo dintel de la puerta incapaz de entrar en el recinto del templo, y que golpeándose el pecho dice una y otra vez: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

El Señor Jesús, resumiendo la actitud de estos dos personajes, nos dice que el publicano bajó justificado a su casa, mientras que el fariseo, no.

Fijémonos en estos dos personajes. Si juzgamos con criterios humanos, veremos que el fariseo dice la verdad. Es cierto que se esfuerza por cumplir estrictamente la Ley, pero también es cierto que, para él, la salvación no es un don gratuito recibido de la mano de Dios, sino que es algo que cree haber ganado con su esfuerzo. Por otra parte, al menospreciar al publicano incumple la segunda parte del Shemá, que dice «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Para Dios, que se complace en el humilde y mira al soberbio desde lejos, no puede en modo alguno ser grata su oración. El Señor Jesús resume esta parábola y afirma como enseñanza: «Todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado».

No es necesario esforzarnos mucho para entender qué es lo que el Señor quiere enseñarnos con esta parábola, a fin de que comprendamos cómo ha de ser nuestra oración. Tú y yo somos como el publicano. Somos pecadores y no tenemos salvación si no nos acogemos a la misericordia infinita de Dios. Si el Señor no nos perdona estamos perdidos. Es necesario, por tanto, reconocer ante Él, con humildad, nuestros pecados. Él, como el padre del Hijo Pródigo, espera con impaciencia nuestro regreso. Su corazón amante no puede resistirse a la oración humilde de sus hijos. Hagamos nuestra también la oración del publicano reconociendo nuestra pobreza y diciendo humildemente: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«HAZME JUSTICIA FRENTE A MI ADVERSARIO»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 17, 8-13 * 2Tim 3, 14—4, 2 * Lc 18, 1-8

El medio que el Señor nos da para ponernos en contacto con él Padre es, sin duda, la oración. Es él mismo el que, en el evangelio, nos apremia a utilizarla cuando nos dice: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá». Sin embargo, es posible que en nuestra vida de fe no ocupe el lugar relevante que merece, por no ser conscientes de la fuerza que tiene ante nuestro Padre-Dios. Si recurrimos a la Escritura comprobaremos que la oración es la única arma de que disponemos, capaz de cambiar los planes que Dios tiene para cada uno de nosotros. Podemos comprobarlo en el libro del profeta Isaías cuando habla del Rey Ezequías, que al conocer a través del profeta que ha llegado el momento de su muerte, dirige con insistencia su oración al Señor pidiendo la salud, y éste, cambiando los planes que tiene sobre el rey, le concede quince años más de vida.

Todos nosotros tenemos, más o menos, la costumbre de rezar, aunque, con frecuencia, nos da la sensación de no ser escuchados, porque con nuestra oración no obtenemos aquello que pedimos. Hay dos razones que explican por qué esto sucede así. En primer lugar, nuestra falta de fe. No acabamos de estar convencidos de la fuerza de la oración. San Marcos en su evangelio pone en boca del Señor estas palabras: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis conseguido y lo obtendréis». Entonces, ¿qué pasa aquí? Pues que pedimos de manera rutinaria y sin estar convencidos de alcanzar lo que pedimos. Otra razón para no obtener lo que pedimos, es que pidamos algo que sea contrario a nuestra salvación. En este caso el Señor no atenderá nuestras súplicas, pero nos dará otras gracias diferentes.

Hoy el Señor Jesús viene en nuestra ayuda mostrándonos una de las cualidades que ha de tener nuestra oración. En la parábola que nos propone aparece una viuda. Ser viuda en tiempos de Jesús era una gran desgracia. La mayoría de las viudas no disponían de medios para poder vivir ellas y su familia. Con la muerte del esposo quedaban por completo desamparadas y sin medios de subsistencia. Por eso vemos en la Escritura que son objeto del cuidado especial del Señor.

A la viuda de la parábola, un desaprensivo le ha robado los bienes necesarios para poder vivir ella y sus hijos. Pide justicia al juez porque su vida depende de que se le restituya lo que le pertenece, pero éste solo atiende a aquellos que le sobornan con sus regalos. Por eso, no teniendo otro medio a su alcance, puesta a la puerta del tribunal insiste cada día gritando una y otra vez: «Hazme justicia frente a mi adversario». El juez injusto, harto de las molestias que le acarrea la actitud de la viuda, por fin la escucha y le hace justicia. La insistencia machacona de la viuda ha dado resultado.

¿Qué hemos de hacer tú y yo para que el Señor nos escuche? Pedir con insistencia. Así ha de ser nuestra oración. Quizá alguno pregunte: Si el Señor sabe lo que necesito ¿a qué vine tener que pedirlo? Ciertamente el Señor conoce nuestras necesidades, pero desea que se las expongamos en la oración de manera insistente. Con ello quedará patente la necesidad y el interés que tenemos en lo que pedimos, y además reconoceremos su poder para ayudarnos. Si no fuera así, y el Señor nos concediera sus gracias sin pedirlas, somos tan necios que en vez de pensar que venían de sus manos, las atribuiríamos al azar o a la suerte.

El Señor Jesús termina comparando al juez injusto con Dios, porque si siendo un malvado ha hecho justicia, ¿cómo «Dios no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar. ¿Pero cuando venga el Hijo del Hombre encontrará esta fe en la tierra?» Dicho de otro modo ¿seremos capaces de continuar creyendo en el poder de Dios y en su preocupación por cada una de sus criaturas?  

 

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«JESÚS, MAESTRO, TEN COMPASIÓN DE NOSOTROS» 

 

CITAS BÍBLICAS: 2Re 5, 14-17 * 2Tim 2, 8-13 * Lc 17, 11-19

La lepra era en tiempos de Jesús una de las enfermedades incurables más terrible, que se manifestaba por la aparición en el enfermo de pústulas purulentas por todo el cuerpo, que hacían que la carne y los miembros se fueran desprendiendo a pedazos. Junto a esto, los enfermos sufrían un total rechazo de la sociedad por temor al contagio, viéndose obligados a abandonar su casa y su familia, refugiándose en grutas apartadas de las ciudades junto con otros enfermos. Cuando se veían forzados a salir de aquellos lugares para buscar alimentos, tenían la obligación de señalar su presencia agitando una campanilla y gritando a la vez: ¡Impuro, impuro!

Hoy san Lucas, en su evangelio, nos presenta a diez de estos enfermos que se acercan al Señor Jesús para implorarle a gritos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». El Señor, al verlos les dice: «Id a presentaros a los sacerdotes». Quizá alguno no entienda esta respuesta y se pregunte. ¿Por qué en vez de curarles les manda presentarse a los sacerdotes? La respuesta es muy sencilla. La ley de Moisés ordenaba que en el caso de que un leproso se viera libre de la lepra, era indispensable que se presentara a los sacerdotes que eran los encargados de testificar, que efectivamente aquella persona se encontraba libre de la enfermedad.

Los leprosos se ponen en marcha, y durante el camino observan con asombro que su carne está completamente sana. Uno de los diez, un samaritano, antes de ir al sacerdote, regresa dando gritos alabando a Dios, y postrado en tierra a los pies del Señor Jesús, le da las gracias.

El Señor viendo con extrañeza que solo uno de los enfermos ha regresado, dice: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y dirigiéndose al samaritano le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Como siempre que se proclama la Palabra de Dios podemos preguntarnos, ¿qué quiere decirme el Señor a través de este evangelio? ¿Qué aplicación tiene para mi vida de fe?  La Iglesia, desde siempre, ha considerado los pecados como una lepra que cubre toda nuestra piel. Una lepra de la que no podemos librarnos nosotros solos. Tú y yo conocemos nuestras malas inclinaciones y nuestros fallos. Reconocemos que con frecuencia somos infieles al Señor y no hacemos aquello que le agrada. Nuestro egoísmo hace que vivamos encerrados en nosotros mismos si preocuparnos demasiado por los demás. Somos también esclavos del sexo que nos hace caer en el pecado, ya sea mediante la vista, el deseo o las acciones. Quisiéramos librarnos de estas tendencias pecaminosas, pero cada día comprobamos nuestra impotencia.

Sólo hay uno que tiene poder para limpiar esta lepra. Sólo hay uno capaz de perdonar nuestros pecados sean cuales fueren. Para el Señor nada hay imposible. Él tiene poder para que domines tu mal genio, o para librarte de ese vicio que quieres corregir sin conseguirlo, y que te amarga la vida.

Tres cosas necesitas hacer para verte curado de tu lepra. En primer lugar, reconocer sin ningún miedo que eres leproso, que eres pecador, que no haces las cosas bien. Si no lo reconoces, nunca se te ocurrirá acudir al médico que puede curarte. En segundo lugar, reconocer, como los leprosos, que hay uno con poder para librarte de la lepra. Uno que siempre está dispuesto a perdonar tus pecados por grandes que sean, si acudes a Él reconociendo tu debilidad y tu impotencia. Finalmente, y en tercer lugar, estar dispuesto dar gloria a Dios como el samaritano, dando a conocer a los demás que el Señor ha sido bueno contigo y te ha curado. Te ha liberado de tu esclavitud y ha perdonado todos tus pecados.

 

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«SI TUVIÉRAIS FE COMO UN GRANITO DE MOSTAZA...» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hab 1, 2-3;2, 2-4 * Tim 1, 6-8;13-14 * Lc 17, 5-10

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Los apóstoles acuden al Señor para decirle: «Auméntanos la fe». La respuesta del Señor Jesús no puede ser más clara: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar».

 ¿Qué nos da a entender esta respuesta del Señor? Si sus palabras son ciertas, y desde luego lo son, lo primero que se nos ocurre pensar es que la fe es un don muy escaso. ¿Cuántos de nosotros, que somos creyentes y acudimos regularmente a la iglesia, somos capaces por el tamaño de nuestra fe de mover montañas, o a hacer, como dice hoy el evangelio, que una morera se arranque y se plante en el mar? ¿Quién de nosotros tiene la fe suficiente como para hacer esto? Me atrevo a decir que nadie.

Antes de nada, será interesante reflexionar sobre lo que nosotros entendemos por fe. Para muchos la fe es creer en lo que no se ve. Los que aprendimos el Catecismo para la primera comunión, recordaremos que decíamos que “la fe es creer en todas las verdades que manda la santa Madre Iglesia.” Sucede que estas definiciones hablan de una fe meramente intelectual. Una fe que reside en la cabeza, en la inteligencia, y no salva de nada. Es una fe que no sirve para afrontar los momentos difíciles de la vida. Nos preguntamos ¿es mala esta clase de fe? Ni mucho menos, es muchísimo mejor que ser ateo y no creer en nada.

La fe de la que habla el Señor en el evangelio es otra cosa. Es una fe vivencial. Una fe capaz de mover la montaña que supone para una joven madre de familia numerosa, quedarse sin marido, sola y sin recursos.

Es la fe que da fuerzas para continuar viviendo sin caer en la desesperación, a aquella persona que le diagnostican un cáncer terminal que la llevará a la tumba en escasos meses. La fe de estas personas no está basada en cosas aprendidas de memoria, sino que nace de la certeza de que existe un Dios que es Padre, que nunca abandonará a su suerte a ninguno de sus hijos.

 La fe que salva es la de tener la experiencia en la vida del encuentro con el Señor Resucitado. Cristo no solo está en el cielo. Cristo está, como Él lo dijo, continuamente entre nosotros, camina junto a nosotros. Conoce nuestros sufrimientos y nuestros desánimos. Haber experimentado su presencia y su poder en los momentos difíciles de la vida, cuando la ayuda de los demás es inútil, es lo que nos da fuerzas para continuar viviendo esta vida sin perder la esperanza. A esa fe se refiere el Señor en el evangelio. Esa es la fe que mueve montañas y que es capaz de plantar una morera en el mar.

Esta fe es un don, un regalo gratuito del Señor que no podemos conseguir con nuestro esfuerzo, y que sólo se obtiene a través de la escucha de la Palabra de Dios y la predicación de la Iglesia. Si descubrimos con humildad que no tenemos fe, podemos pedir al Señor en la oración que nos la conceda.

La segunda parte del evangelio nos hace presente la misión a la que como discípulos nos llama el Señor. Somos los trabajadores de su campo, que es la familia, la sociedad, el mundo. Él nos ha regalado los medios, las herramientas. Nos ha dado la vida, la inteligencia, la salud, los bienes materiales, etc. Nada de lo que tenemos nos pertenece. Todo es suyo. Por eso nada podemos exigir al terminar nuestra tarea. Una tarea que no hubiéramos podido completar sin su ayuda. Entonces, si de nada podemos presumir, es lógico que con humildad hagamos nuestra la última frase del evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

DOMINGO XXVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

 

CITAS BÍBLICAS: - Am 6, 1a. 4-7 * 1 Tim 6, 11-16 * Lc 16, 19-31 

El evangelio de este domingo trae a nuestra consideración la realidad del infierno. Una verdad que es dogma de fe, pero que ha pasado en la predicación de la Iglesia a un segundo plano, quizá para contrarrestar el abuso que de todo lo referente al infierno se hizo tiempo atrás en la vida de la Iglesia. Soy testigo de cómo vivíamos amedrentados cuando por nuestra fragilidad caíamos en el pecado. El horror a la condenación eterna nos oprimía el corazón, llegando incluso a impedirnos conciliar el sueño. Ignorábamos la misericordia divina y su gran amor hacia el pecador.

            A partir del Concilio Vaticano II hemos ido conociendo la misericordia infinita del Señor que, odia al pecado porque, como padre amoroso, odia todo aquello que hace infeliz a sus hijos. Él sabe que el pecado, y el maligno que induce a cometerlo, hacen nuestra vida infeliz, y con el veneno que nos inculcan, producen en nosotros la muerte. De ahí que nuestro Padre odie radicalmente al pecado, y ame profundamente al pecador.

            La existencia del infierno es una necesidad y a la vez un rasgo que demuestra el profundo amor de Dios para con el hombre. La salvación es, aunque no podamos alcanzarla con solo nuestro esfuerzo, una opción que entra dentro de la libertad que el Señor nos ha otorgado. Significa esto que, para salvarme, es necesario que yo acepte libremente esa salvación acogiéndome a la misericordia infinita del Señor. Su voluntad es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, pero si elijo libremente la condenación, el Señor no me salvará a la fuerza. Su ayuda, su gracia, sus inspiraciones, no me faltarán. Él hará todo lo posible para que yo cambie de actitud, pero nunca lo hará hasta el extremo de violentar mi libertad. Hemos de tener en cuenta que Dios no castiga al pecador arrojándolo al infierno, somos nosotros los que nos condenamos rechazando su salvación. El Señor nos corrige permitiendo acontecimientos que nos ayuden a cambiar de dirección, que nos empujen a la conversión sin llegar nunca a violentar nuestra libertad  

            Las consideraciones anteriores vienen al caso porque en el evangelio de hoy, san Lucas nos narra la parábola del rico Epulón y Lázaro, en donde se nos hace presente la existencia del infierno para aquellos que desean vivir a espaldas de la voluntad de Dios. Las circunstancias de la vida han sido muy distintas para Lázaro y para el rico Epulón. El primero ha conocido durante su vida la carencia de todo lo necesario para subsistir. Ha conocido el hambre, el sufrimiento, la enfermedad, la soledad… Epulón, por el contrario, ha nadado en la abundancia. Ha tenido de todo, riquezas, amigos, bienes de todo tipo… Sin embargo, en su comportamiento no ha tenido la sabiduría y astucia que veíamos en el administrador infiel. No ha sabido ganarse amigos con las riquezas injustas. Solo ha pensado en sí mismo y, por lo tanto, en el momento de su muerte no ha hallado ningún valedor.

            El destino de estos dos personajes ha de ser sin duda totalmente opuesto. El Señor, que se complace en el pobre, que con frecuencia se erige como defensor del huérfano y de la viuda, y de todos aquellos en los que en vida se ha cebado la desgracia, compensa a Lázaro dándole una existencia feliz en su presencia. El Señor, que es justo y quiere hacer justo a Epulón, al quien también ama, le ha puesto cerca a Lázaro para que use con él de misericordia, cosa que no hace dejándose llevar por su egoísmo que lo aleja de Dios que es amor, sumergiéndose por tanto en el fuego eterno.

            La justicia del Señor consiste en hacernos justos a los que somos injustos. Lo ha hecho lavando nuestros pecados con la Sangre de su Hijo, pero nos ha dado la libertad para que nosotros aceptemos o rechacemos esa salvación. En este mundo estamos de paso. Caminamos hacia la vida eterna. Nuestra salvación consiste en creer y aceptar la misericordia de nuestro Padre Dios. Para los que voluntariamente rechacen esta misericordia, Dios ha dispuesto un estado, un lugar, en donde puedan renegar de Él por toda la eternidad.

(El nombre del rico de la parábola no figura en la Escritura, hemos utilizado el que tradicionalmente se le ha atribuido)

DOMINGO XXV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO PODÉIS SERVIR A DIOS Y AL DINERO»

 

 CITAS BÍBLICAS: Am 8, 4-7 * 1Tim, 2, 1-8 * Lc 16, 1-13

Al final del evangelio de este domingo, san Lucas, pone en labios del Señor Jesús estas palabras: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».

El Señor para indicar cómo debe ser el comportamiento de un discípulo, no hace una enumeración de los tipos de pecados. No habla del sexo, ni de respetar la vida de los demás, ni tampoco alude a la mentira o al falso testimonio, etc., sino que únicamente hace referencia a la relación que tenemos con el dinero. Sin duda será interesante averiguar cuál es la razón para obrar así.

El hombre, huérfano del amor de Dios por el pecado, necesita encontrar la razón de ser a su existencia. Sería absurdo pensar que aparecemos en el mundo igual que las setas, de la noche a la mañana, sin que nadie las siembre. El mundo, por su parte, nos brinda una explicación presentándonos a las riquezas como aquello por lo que vale la pena vivir. Contrapone, entonces, el amor de Dios con el dinero, dos cosas que son totalmente incompatibles.

En varios pasajes del evangelio se pregunta al Señor Jesús cuál es el mandamiento más importante de la Ley, a lo que él responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Amar al Señor con todo el corazón y con toda la mente significa amarlo con todo nuestro ser, y amarlo con todas las fuerzas significa amarlo con todos nuestros bienes, con todas nuestras riquezas. Está claro que, cuando en nuestro corazón predomina la preocupación por el dinero, no queda espacio para el amor de Dios. Por eso el Señor nos dice: «No podéis servir a Dios y al dinero».

Con todo lo que estamos diciendo sobre las riquezas no queremos decir que sean malas en sí mismas. Todo lo que somos y tenemos proviene de Dios, pero hay que tener en cuenta un orden de valores que hay que respetar.

Hoy, el Señor, en el evangelio nos dice: «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas». ¿Cómo interpretar estas palabras del Señor? ¿Cuál es ese dinero injusto? Muy sencillo. Hemos de convencernos de que no tenemos nada que no hayamos recibido. Quizás pienses: con mi esfuerzo y mi trabajo he conseguido una posición social y unas riquezas. Nadie me ha regalado nada. Sin embargo, yo te digo: mira a tu alrededor. Fíjate cuántas personas son tan inteligentes como tú, tan trabajadoras o más trabajadoras que tú, y cuánto se esfuerzan por conseguir lo que tú tienes y no pueden conseguirlo. ¿Eres tú más guapo que ellas? No me digas que han tenido mala suerte. La suerte o el azar no existe. Existe, desde luego, la Providencia de Dios. Recuerda las palabras de Job que tenía muy presente que todas sus riquezas provenían de Dios cuando afirmaba: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó».

A través de la parábola del evangelio, el Señor nos invita a hacer lo mismo que el mal administrador, aprovechando las riquezas que hemos recibido de sus manos y de las que solo somos meros administradores. Con esas riquezas podemos conseguir aquí amigos, que un día testifiquen delante de Él a nuestro favor. «El amor, dice san Pedro en su primera carta, cubre multitud de pecados», y una manifestación eminente del amor es la limosna. También leemos en el Libro del Eclesiástico: «El agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados».

No seamos, por tanto, necios. No permitamos que nuestro corazón se pegue demasiado al dinero. Hagamos caso al Señor cuya palabra es fuente de vida, que nos dice: «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas».