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DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

«RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»

 

CITAS BÍBLICAS:  Hch 2, 1-11 * 1Co 12, 3b-7. 12-13 * Jn 20, 19-23

Damos fin con este domingo a la Cincuentena Pascual. Han sido cincuenta días en las que hemos celebrado el acontecimiento primordial de nuestra fe: la Resurrección del Señor Jesús. Un acontecimiento que no es ajeno a nuestra vida, ya que, como dice san Pablo, “Si hemos muerto con Él, sabemos que también resucitaremos con Él”.

El Señor Jesús, hombre como tú y como yo, conoce nuestra debilidad. Conoce también la fuerza de la seducción del pecado y, conoce, por experiencia, la fuerza de la tentación. Sabe también, que el pequeño rebaño que ha elegido se encuentra sin Él, totalmente indefenso ante la sagacidad del maligno. También conoce que, cuando se han presentado las dificultades, sus discípulos lo han abandonado a su suerte.

Cuando han estado con él, su presencia ha dado fortaleza a aquellos que le seguían, que han entrado en tristeza ante el anuncio de su partida. Por eso les ha dicho: «No os dejaré huérfanos». Y también, «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté con vosotros, el Espíritu de la Verdad».

Hoy, diez días después de su Ascensión a los cielos, el Señor Jesús cumple su promesa derramando abundantemente sobre su Iglesia el Espíritu Santo. Él va a tener como misión reunir y fortalecer a los que el miedo ha dispersado, haciéndolos testigos ante el pueblo de la Resurrección del Señor Jesús.

Todo lo que la Iglesia lleva a término en medio del mundo es obra del Espíritu Santo. Por su acción hallan cumplimiento todas las promesas del Señor. Por su impulso podemos llevar a la práctica las enseñanzas que Él nos ha dejado. Sin Él, nos veríamos incapacitados para obrar el bien.

Muchas veces nos hemos referido a la misión para la que nos ha elegido el Señor. Nos toca continuar y actualizar su obra redentora en cada generación. El amor y la misericordia que él demostró tener hacia el pecador, hacia aquel que se equivoca, lo hemos de hacer presente hoy nosotros. Tú y yo, estamos llamados a ocupar su lugar. Él nos ha elegido para que los demás, viéndonos a nosotros lo vean a Él.

El Señor nos dijo un día: «Amaos como yo os he amado». Y, ¿cómo nos ha amado Él? Nos ha dado por completo, hasta la última gota de su sangre para que tú y yo, que no teníamos remedio, que no teníamos salvación, pudiéramos salvarnos. Nos amó hasta el extremo cuando éramos sus enemigos. No nos exigió que cambiáramos de vida para poder amarnos. Nos amó en nuestro pecado y en nuestras miserias y nunca nos rechazó. Pues bien, ahora nos dice: «De la misma manera que yo os he amado, gratuitamente, sin exigiros nada, amaos unos a otros».

Tú, viendo cual es la misión que el Señor pone en tus manos le dices: Señor, ¿Cómo voy a amar así, si soy un egoísta, si solo pienso en mí mismo, ¿cómo voy a amar a los que me hacen daño y me fastidian, si a duras penas me amo a mí mismo?

La respuesta del Señor es el envío del Espíritu Santo. Él es el que realiza en nosotros el querer y el obrar. Él es fortaleza en nuestra debilidad, sabiduría en nuestra necedad. Él viene a realizar en nosotros todo aquello que es voluntad del Señor y que nosotros, tarados por el pecado, somos incapaces de hacer. Él está continuamente presente en su Iglesia. Invoquémosle, pidamos que venga en nuestra ayuda, y todo lo imposible se hará posible.

DOMINGO VII DE PASCUA – ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-

DOMINGO VII DE PASCUA – ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-

«VOSOTROS SOIS TESTIGOS DE ESTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 1, 1-11 * Ef 1, 17-23 * Lc 24, 46-53

Estamos llegando al final del Tiempo Pascual. El pasado jueves se cumplieron cuarenta días de la Resurrección del Señor, y por eso, correspondía celebrar su Ascensión al Cielo. Sin embargo, y dado que actualmente ese día se considera laboral, la Iglesia ha trasladado esta solemnidad al presente Domingo VII de Pascua.

El Señor Jesús completa con este hecho su estancia física entre nosotros. Salió del Padre, llevó a cabo la misión que se le había encomendado y ahora se dispone de nuevo a regresar al Padre. Es bueno que apliquemos a nuestra vida este periplo. Tú y yo también tenemos nuestro origen en el Padre que nos creó. Estamos durante un período más o menos largo en este mundo, y luego, cuando el Señor lo disponga, regresaremos de nuevo al Padre.

El acontecimiento que celebramos es pues el paradigma de la historia que Dios-Padre ha diseñado para nosotros. Es importante no perder esto de vista para eludir un peligro que sin duda nos acecha: establecernos en este mundo considerando nuestra estancia en él como definitiva, olvidando que somos extranjeros y que nuestra verdadera patria es el cielo. Tener esto presente es muy importante, porque llegados a este punto da comienzo nuestra misión como discípulos del Señor. Hoy el Señor Jesús nos lo recuerda cuando nos dice: «Vosotros sois testigos de esto». ¿Testigos de qué? Testigos de su resurrección, testigos del perdón de los pecados que a través de él nos ha otorgado el Padre. Testigos de su amor y misericordia. Testigos de que con su victoria sobre la muerte ha abierto para nosotros las puertas del cielo, de la vida eterna que el Padre nos reserva a cada uno.

De todo esto, preguntarás, ¿cómo puedo ser testigo si soy un pobre pecador, egoísta, incapaz de perder la vida por nadie? La solución radica en que toda esta misión no descansa en nuestro esfuerzo. El Señor Jesús ha subido al cielo, se ha sentado a la derecha del Padre y se le ha otorgado todo poder. Es ese poder el que suple nuestra debilidad. Es su fuerza y no la nuestra la que lleva a cabo la obra. A nosotros nos toca ser dóciles a sus inspiraciones y no oponer resistencia a su acción. Por otra parte, nos ha prometido el envío del Espíritu Santo, que será fuerza en nuestra debilidad y consuelo en nuestros sufrimientos. Su sabiduría nos hará saber discernir lo que conviene y lo que hay que evitar. Será Él, en fin, el que transformará nuestra condición pecadora llevándonos a la santidad.

Si nuestra cabeza ya está en el cielo, tengamos la certeza de que, como sucede en el parto de un niño, nosotros, que somos su cuerpo, seremos arrastrados por Él hacia la vida.

DOMINGO VI DE PASCUA -C-

DOMINGO VI DE PASCUA -C-

«LA PAZ OS DEJO, MI PAZ OS DOY» 

 

 CITAS BÍBLICAS: Hch 15, 1-2.22-29 * Ap 21,10-14.22-23 * Jn 14,23-29

Hoy, ante su partida inminente, el Señor Jesús continúa dando las últimas recomendaciones a sus discípulos. En esta ocasión les habla de la importancia que tiene escuchar su palabra y guardarla en el corazón. La Palabra de Dios es distinta a nuestra palabra. A nuestras palabras se las lleva el viento, mientras que la palabra de Dios permanece y actúa en la vida de aquel que la escucha transformando poco a poco su vida.

Guardar la Palabra en el corazón supone aceptarla como palabra de vida. El Señor nos invita a guardarla porque para nosotros es imposible llevarla a cabo con sólo nuestro esfuerzo. Los evangelios, en particular el de san Lucas, nos dicen que a María también le sucedía algo semejante y que, por eso, guardaba todas estas cosas en el corazón. Sin duda también tenía dificultad para entender, por ejemplo, la respuesta que el Niño Jesús les da cuando lo encuentran en el Templo, después de haberlo buscado con angustia durante tres días.

La Palabra es viva y eficaz, pero no siempre es posible entender su significado. El Señor Jesús lo sabe y por eso promete enviar desde el Padre al Espíritu Santo, para que abriendo las mentes de los discípulos les enseñe todo, y les vaya recordando todo aquello que han escuchado de su boca.

A nosotros nos ocurre lo mismo. Es necesario no cuestionar la Palabra o la predicación pretendiendo interpretarla o entenderla con solo nuestra razón. Es necesario dejarla caer en nuestro corazón como lluvia fina que lo vaya empapando, para que llegue a dar fruto en el momento oportuno.

El Señor no solo nos habla por la Palabra o la predicación, lo hace también mediante los acontecimientos que tienen lugar en nuestra vida. Alegrías, disgustos, enfermedades, dificultades de todo tipo, etc., son aprovechadas por Dios para hablarnos en el día a día. En estos casos también es necesario tener el oído abierto para interpretar cuál es la voluntad de Dios, qué es lo que le agrada, y qué es lo que quiere decirnos a través de aquello que nos sucede. El discernimiento que necesitamos para ello, también se nos da en esta ocasión a través de la acción del Espíritu Santo.

En la última parte del evangelio el Señor dice a los discípulos: «La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la del mundo». Él, conoce las tribulaciones por las que van a pasar los discípulos. Sabe que van a enfrentarse a acontecimientos difíciles de entender, por eso la Paz que les ofrece es totalmente distinta de aquella que ofrece el mundo. Viene a ser como si les dijera: no temáis, tened mi Paz. Mi Paz no viene de fuera, es una Paz que nace del corazón. 

También a nosotros nos ofrece el Señor su Paz. Una Paz que es capaz de hacernos pasar por encima de acontecimientos adversos, como enfermedades, muertes, disgustos familiares, paro, dificultades económicas, etc., etc., que son capaces de hacernos caer en tristeza y hasta en desesperación. Para esas situaciones de poco sirve lo que nos ofrece el mundo. Su paz es efímera. En cambio, es el Señor el único capaz de darnos consuelo en esos momentos difíciles. Él es capaz de hacernos experimentar que todo lo que viene de su mano es bueno, y va orientado hacia nuestra salvación. Con Él, las cruces de cada día no nos aplastan, sino que sirven para experimentar que Él es el único capaz de hacernos caminar sobre las aguas encrespadas del mar de la vida, sin hundirnos. Esta experiencia nos ha de transformar en portadores de Paz. Ha de hacer que, a través de nosotros, la Paz del Señor llegue a todos los que nos rodean.

 

DOMINGO V DE PASCUA -C-

DOMINGO V DE PASCUA -C-

«AMAOS COMO YO OS HE AMADO»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 14, 21b-27 * Ap 21, 1-5a * Jn 13, 31-33a. 34-35

El evangelio que nos propone la Iglesia para este quinto domingo de Pascua nos sitúa en el Cenáculo, momentos después de haber salido Judas con la intención de llevar a cabo la entrega del Señor Jesús, a los miembros del Sanedrín. El Señor sabe de antemano todo lo que se le viene encima y desea antes de que suceda, hacer a sus discípulos una última recomendación. Él ha sido enviado al mundo para que, a través de él, los hombres conozcan al Padre. Una misión que de ahora en adelante tendrán que continuar sus discípulos. ¿Cómo? podemos preguntarnos. Dios es amor, un amor que hay que hacer visible a los hombres. ¿De qué manera la gente llegará a conocer el amor de Dios? Nos lo dice hoy el Señor Jesús: «Amaos unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros».

Cada vez que entre los discípulos se dé el amor, se hará presente Dios-Padre, porque, como ya hemos dicho, Dios es amor. Por eso, lo más importante, lo único que puede poner de manifiesto la presencia de Dios, será el amor entre los hermanos. De ahí que éste sea el nuevo mandamiento que nos da el Señor Jesús, la señal de la presencia de Dios entre los hombres: el amor.

¿Qué características presenta ese amor? ¿Cómo es? Es el amor que nos ha mostrado en su vida el Señor Jesús. Es un amor que ama sin límites, que perdona sin límites, que no pone condiciones, que no exige ninguna correspondencia. Dios nos ama a fondo perdido sin esperar para amarnos a que nosotros le amemos. Él desea que nosotros le amemos porque en amarle radica nuestra felicidad plena, pero nos deja completamente libres sin hacernos ninguna coacción. El amor del Padre se hace visible en la vida del Señor Jesús, y de un modo especial en la Cruz. Desde ella, ruega al Padre excusando nuestro comportamiento y pidiendo para nosotros su perdón.

Como discípulos del Señor hemos recibido la misión de continuar haciendo presente en medio del mundo ese amor. Aunque podemos experimentar el amor de Dios de una manera individual, el Señor nos ha llamado formando comunidad para que su amor se haga visible entre los hermanos, por eso hoy, poco antes de su consumación nos da el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado». Ese amor implica sobre todo perdón sin condiciones. Él nos amó siendo sus enemigos, no puso condiciones para amarnos y derramó sobre nosotros el Espíritu Santo para que lo que para nosotros es totalmente imposible, amar hasta la muerte, se pudiera hacer patente en medio de los que nos rodean. La salvación de los demás radica, precisamente, en que ellos descubran la presencia de Dios viendo su amor en medio de nosotros.

Podemos considerarnos dichosos porque para que podamos amarnos así, el Señor nos ha dado a conocer con anterioridad su amor. Somos, muy afortunados. Por eso, hoy nos dice: “Ves como yo te he amado, pues ahora, ve tú y haz lo mismo con tu prójimo”.


DOMINGO IV DE PASCUA -C-

DOMINGO IV DE PASCUA  -C-

«MIS OVEJAS ESCUCHAN MI VOZ, Y YO LAS CONOZCO Y ELLAS ME SIGUEN».

 

CITAS BÍBLICAS:  Hch 13, 14.43-52 * Ap 7, 9.14b-17 * Jn 10, 27-30

En este cuarto domingo de Pascua la Iglesia nos muestra al Señor Jesús encarnando una figura entrañable: la del Buen Pastor. El hecho de que el pueblo de Israel haya sido tradicionalmente un pueblo de pastores hace que los israelitas conozcan de primera mano, la especial relación que existe entre el pastor y las ovejas de su rebaño. El pastor ama a sus ovejas. Las conoce a todas por su nombre. Conoce sus caprichos y preferencias. Las cuida con mimo buscando para ellas los mejores pastos y los manantiales de aguas más limpias y frescas. Finalmente, las defiende de los lobos rapaces llegando incluso a dar la vida por ellas.

No es de extrañar, por tanto, que el Señor en el Antiguo Testamento, elija en distintas ocasiones esta relación para poner de manifiesto el amor que como pastor siente hacia las ovejas de su pueblo Israel. También el pueblo siente esta relación y se complace en presentar al Señor como a su pastor. Lo vemos, por ejemplo, en el salmo 23 cuando el salmista exclama: «El Señor es mi pastor, nada me falta».

No nos ha de extrañar, pues, que el Señor Jesús guste presentarse ante sus discípulos como el pastor que ama tiernamente a sus ovejas, y que está dispuesto a entregar su vida por ellas. De igual modo que el pastor conoce a sus ovejas, él nos conoce a cada uno por nuestro nombre. Para Él no somos un número más. De manera que sabe cuáles son nuestras necesidades, nuestros sufrimientos, nuestros caprichos y nuestros pecados. Conoce también que nos pesan las dificultades de la vida, y está siempre dispuesto a echarnos una mano y a cargarnos sobre sus hombros. Él, en el sendero de nuestra vida camina delante, va abriendo camino para que nosotros siguiendo sus huellas no nos perdamos.

Hemos visto cuáles son los cuidados y los mimos que el Señor dedica a las ovejas de su rebaño. Ahora llega el momento de ver cuál ha de ser la respuesta de las ovejas a los cuidados y desvelos del Buen Pastor. La virtud principal que podemos observar en las ovejas es la docilidad. Las ovejas obedecen al pastor de una manera ciega. No cuestionan sus decisiones. Tienen plena confianza en él. ¿Podemos afirmar que tú y yo, ovejas del rebaño del Señor, seguimos sus huellas y nos dejamos llevar Él sin poner en duda sus indicaciones? ¿No actuamos, con frecuencia, como las cabras que quieren buscarse la vida y no les gusta someterse al pastor?

La oveja que está junto al pastor es la que recibe sus cuidados y sus mimos. La cabra, sin embargo, es altiva, montaraz y no quiere someterse. Es orgullosa y autosuficiente. Como busca su vida lejos del pastor, difícilmente puede beneficiarse de sus cuidados. ¡Cuántas veces nosotros actuamos así! No nos gusta que nos digan lo que hemos de hacer. Nos consideramos personas adultas que saben perfectamente lo que han de hacer, sin necesidad de que nadie se lo diga. Obrando así, nos exponemos a no recibir ayuda en los momentos de dificultad. No seamos necios. No seamos como las cabras. Caminemos junto a nuestro Pastor y agradezcamos sus cuidados. 

DOMINGO III DE PASCUA -C-

DOMINGO III DE PASCUA -C-

«PEDRO, ¿ME AMAS MÁS QUE ESTOS?»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 5, 27b-32.40b-41 * Ap 5, 11-14 * Jn 21, 1-19

Los apóstoles, han recibido a través de las mujeres y de María Magdalena el encargo del Señor de marchar a Galilea: «Id, les ha dicho, avisad a mis hermanos que salgan para Galilea; allí me verán». Ellos siguiendo estas instrucciones han partido hacia Galilea. Hoy, el evangelio, nos los muestra junto al lago a la espera de acontecimientos.

De momento Pedro dice: «Me voy a pescar». Los demás responden: «Vamos nosotros contigo». Cuenta el evangelista que después de estar bregando toda la noche no consiguen pescar nada. Al amanecer cuando ya se acercan a la playa, un hombre desde la orilla les pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos responden que no. Entonces el desconocido les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Dicho y hecho. Echan la red y al sacarla hay tal abundancia de peces que amenaza romperse. Juan dice a Pedro: «Es el Señor». Pedro, sin pensarlo más, se ata la túnica y se arroja al mar.

Hoy, el Señor, a través de este pasaje nos hace dos indicaciones. En primer lugar ha prometido a sus discípulos encontrarse con ellos en Galilea. ¿Qué significa Galilea? Galilea es la región de Israel más septentrional, más al norte. Ya casi es territorio de gentiles. El profeta Isaías la llama precisamente «Galilea de los gentiles». El Papa Francisco dijo en una ocasión que era el lugar idóneo para anunciar el Evangelio. El Señor, pues, nos invita a ser sus testigos entre los gentiles que nos rodean. Es precisamente en la evangelización donde nos vamos a encontrar con Él. Por eso, también hoy, como entonces a Pedro, nos invita a echar las redes. No podemos permanecer indiferentes ante la multitud de personas, entre ellos muchos de nuestros amigos y familiares, que viven de espaldas a Dios. Es necesario que, a través de nosotros, también a ellos les llegue la noticia de la salvación. A esto, precisamente, nos llama el Señor como a discípulos suyos.

En la segunda parte del evangelio san Juan nos muestra el diálogo que el Señor Jesús mantiene con Pedro. Por tres veces, recordándole sus tres negaciones, le pregunta: «Pedro, ¿me amas más que estos?». Ya conocemos el resto del diálogo. Para nosotros, lo importante es que también hoy el Señor nos pregunta: «Juan, María, Antonio, Lucía, José… ¿me amas? ¿Me amas más que éstos?». ¿Soy de verdad la persona más importante en tu vida, o sólo piensas en mí cuando me necesitas?

En la respuesta que demos a estas preguntas nos va la vida. Si nos detenemos y vamos analizando nuestros actos nos daremos cuenta de cuántas veces al día el Señor no es para nosotros lo primero, lo más importante. Plantearnos esta pregunta quizá nos produzca, como al que esto escribe, desasosiego, porque, ciertamente queremos al Señor, pero ¡son tantas las veces que lo que hacemos no está de acuerdo con lo que decimos con la boca! Pedro, cuando el Señor insiste por tercera vez, no tiene más remedio que reconocer que también él ha sido infiel al Señor, por eso, vencido, responde: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero».

  Nuestras negaciones, pues, no han de hacernos desesperar. El Señor conoce demasiado cómo somos. Conoce nuestra debilidad, nuestras flaquezas, y no se escandaliza de nuestros fallos. Nos ama todavía más, precisamente, porque no somos perfectos. Por eso, nuestra respuesta a su pregunta ha de ser semejante a la de Pedro: “Señor, tú lo sabes todo. Tú conoces mis caídas y fracasos. Conoces cuántas veces por temor o por respeto humano no he salido en tu defensa; pero tú sabes, también, que, en mi debilidad, en mi pobreza, al menos, quiero quererte, Señor. ¡Ayúdame!"

 

 

ACTUALIDAD ECLESIAL: MUERTE DEL PAPA Y FUTURO CÓNCLAVE

ACTUALIDAD ECLESIAL: MUERTE DEL PAPA Y FUTURO CÓNCLAVE

ACTUALIDAD ECLESIAL: MUERTE DEL PAPA Y FUTURO CÓNCLAVE

 

La Iglesia Católica, la tuya y la mía, ha vivido durante estos días pasados un acontecimiento de gran importancia: la muerte del papa Francisco, que ha conmocionado no sólo a los creyentes, sino que ha tenido también una gran respuesta a todos los niveles incluyendo el estamento político.

           Hoy, lo que a nosotros nos concierne, es elevar al Señor nuestras oraciones para que por una parte use de misericordia con el papa Francisco, y por otra, le conceda disfrutar a su lado del premio merecido por el servicio que durante su vida ha prestado a la Iglesia.

A nivel eclesial, lo que ahora se nos presenta es el gran acontecimiento del cónclave, del que saldrá elegido el nuevo sucesor de Pedro.

No podemos caer en la tentación de pensar que, como la obra es de Dios, sin duda el Espíritu Santo pondrá al frente de su Iglesia a la persona adecuada. Esta es una manera muy simple de razonar que está lejos de la realidad. Entramos en el binomio de lo que es voluntad de Dios y de lo que Dios permite. No nos equivoquemos. La elección del nuevo papa está sin ninguna duda en manos de los cardenales, que son hombres con sus virtudes y sus defectos.

El Espíritu Santo, sin duda, ya se está empleando a fondo inspirando en los electores el nombre de la persona adecuada, pero respetando en todo momento su libertad. De manera que una cosa es lo que él inspira a cada elector, y otra es lo que el elector decida. Esto significa que el nuevo papa puede que no sea necesariamente aquel que el Señor desea. Sin embargo, nos ha de tranquilizar saber que el Señor aprovecha todos los acontecimientos que permite, siempre en nuestro provecho y con vistas a nuestra santificación                    

Podemos preguntarnos: ¿Qué es lo que ahora, a nosotros, miembros de la Iglesia nos concierne? La respuesta es sencilla. No podemos cruzarnos de brazos esperando el desarrollo de los acontecimientos. Somos miembros vivos de la Iglesia y por tanto debemos involucrarnos en todo aquello que a la Iglesia compete. Tenemos para ello una poderosa arma: la Oración. Nos tranquiliza conocer el trabajo que, sin duda, ya está llevando a cabo el Espíritu Santo, pero nosotros haremos bien en pedirle que no sólo inspire a cada elector el nombre de la persona adecuada, sino que haga algo que es quizá más importante. Que conceda a cada cardenal el don de la docilidad. Dicho de otro modo, que lo haga dócil a sus inspiraciones, de manera que la persona elegida no sólo sea la que Dios permite, sino también la que Dios quiere.

Involucremos también en nuestra oración a nuestra Madre la Virgen María. Ella es Madre de La Iglesia y también Madre de los Apóstoles. Pongamos en sus manos a los cardenales electores, para que toque sus corazones y les conceda la sabiduría y disponibilidad necesarias, a fin de que elijan para la Iglesia a la persona adecuada.

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

«PAZ A VOSOTROS...  RECIBID EL ESPÍRITU SANTO» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 5, 12-16 * Ap 1, 9-11a.12-13.17-19 * Jn 20, 19-31 

El evangelio de hoy nos sitúa en la tarde del domingo de la Resurrección del Señor. Los discípulos están reunidos en una casa, probablemente en el Cenáculo, con las puertas cerradas. Están conmocionados por todos los acontecimientos que han vivido en los días anteriores y tienen miedo a los judíos.

Aunque las mujeres y María Magdalena afirman haber visto al Señor Resucitado, el resto de los discípulos no acaba de dar crédito a esta noticia. De repente, y sin necesidad de abrir ninguna puerta, aparece Jesús en medio y les saluda diciendo: «Paz a vosotros». A continuación, les muestra sus manos y el costado como muestra de que efectivamente se trata de él. Ellos, dice el evangelista, se llenan de alegría al ver al Señor. Éste repite de nuevo su saludo: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Exhala su aliento sobre ellos y prosigue diciendo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Por suerte para los discípulos y también para ti y para mí, la actitud del Señor es totalmente distinta a la que nosotros hubiéramos adoptado. En su corazón no cabe la revancha. Su corazón todo misericordia, se pone en el lugar de aquellos pobres hombres y comprende que el miedo pudo más que el amor. Por eso, no hay ningún reproche, no les echa en cara en ningún momento su comportamiento. Al contrario, les da el regalo del Espíritu Santo, haciéndoles partícipes de un don que es exclusivo de Dios: el perdón de los pecados. Deja en sus manos atar y desatar, perdonar y retener. ¡Podemos imaginar amor más grande!

Tú y yo, que nos llamamos cristianos, hemos recibido del Señor la misión de hacer presente en este mundo su perdón, el perdón de Dios. ¿Cómo se enterarán tus familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, e incluso tus enemigos de que Dios les perdona? Si tú, que te llamas discípulo de Aquel que es todo misericordia, usas con ellos de misericordia, y en vez de exigirles les perdonas de corazón. Como ves, grande es nuestra responsabilidad. El Señor quiere que a través de nosotros hagamos visible su perdón, a aquellos que nos rodean. Nada podemos objetar a esta voluntad del Señor, porque hemos sido testigos una y mil veces de la misericordia que Él ha tenido con nosotros, cada vez que hemos pecado. Si el Señor te ha perdonado, haz tú lo mismo.

En la segunda parte del evangelio, san Juan nos dice que en esta primera aparición del Señor faltaba uno de los apóstoles, Tomás, que se niega a aceptar el testimonio de sus compañeros cuando le dicen que han visto al Señor resucitado.

Ocho días después vuelve a visitarles Jesús estando Tomás entre ellos. Tampoco hay para el incrédulo ningún reproche. El Señor le muestra sus manos y su costado con las señales de los clavos y la lanzada. Tomás exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dice: «¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Alegrémonos porque, sin duda, en estas últimas palabras el Señor nos llama dichosos a ti y a mí, y a tantos otros que han seguido sus huellas sin haberle visto personalmente.