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DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«EL CIELO Y LA TIERRA PASARÁN, MIS PALABRAS NO PASARÁN»

 

CITAS BÍBLICAS: Dan 12, 1-3 * Heb 10, 11-14.18 * Mc 13, 24-32 

Éste es el penúltimo domingo del año litúrgico. A través de los distintos domingos del año que está a punto de terminar, la Iglesia nos ha hecho recorrer toda la historia de salvación. Es lógico, pues, que el Señor Jesús en el evangelio de hoy nos hable de la parusía, de su segunda venida, que tendrá lugar al final de los tiempos.

Sabemos que el universo en el que vivimos no es eterno. En un determinado momento de la historia fue creado por Dios, y en otro que desconocemos llegará a su fin. Hoy el Señor Jesús anuncia su segunda venida. En la primera entró en la historia a través del vientre virginal de María por obra del Espíritu Santo. Vino en humildad y pobreza tomando una carne mortal como la tuya y la mía. Llevó a cabo la obra de salvación que el Padre le había encomendado anunciando su amor y su misericordia, para finalmente entregar su vida en la Cruz por tus pecados y los míos. Hoy, sin embargo, anuncia su segunda venida en poder y gloria, para devolver a Dios-Padre su reino.

El evangelio nos habla de las calamidades y tribulaciones que precederán a la segunda venida del Señor. Hasta ese momento los hombres habrán disfrutado de un larguísimo tiempo de gracia, para poder volver el rostro hacia Dios. Sin embargo, entonces, el Señor se mostrará con poder para hacer justicia a los pobres, a los perseguidos, a los que han padecido hambre y sed, a los humildes que nadie ha tenido nunca en cuenta, etc., que serán reunidos por los ángeles de un extremo al otro de la tierra.

Cuando oímos hablar del final de los tiempos, es posible que lo consideremos como algo muy lejano. Creemos que, de momento, no nos atañe demasiado. Sin embargo, estamos en un error. Es fácil que nosotros no seamos testigos del final que anuncia el Señor. Sin embargo, no lo dudemos, para cada uno de nosotros hay dispuesto un final, que va a tardar más o menos pero que, necesariamente, llegará. Cuando se acerque es posible que nos demos cuenta de su proximidad, o que, por el contrario, llegue, como dice el Señor en otro lugar, como ladrón en la noche.

Seríamos necios si tratáramos de ignorar este hecho. La vida se nos presenta a todos como un problema que necesariamente tenemos que resolver. Para resolverlo necesitamos una serie de datos. Si uno de esos datos es falso el resultado será también falso. Quiere decir esto que, en el problema de nuestra vida, la tuya y la mía, hay un dato con el que debemos contar necesariamente, la muerte. Si no lo hacemos, el resultado final será totalmente falso, y el día en que se nos presente la muerte nos llevaremos el susto del siglo.

Hemos de ser sagaces. Hemos de estar alerta. El Señor, al final del evangelio nos invita a observar los signos de los tiempos. «Fijaos en la higuera, nos dice, cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca». No cerremos, pues, los ojos a los acontecimientos de cada día que nos hacen presente nuestra limitación, nuestra finitud. No vamos a quedarnos como simiente. También para nosotros existe el día D y la hora H. No lo perdamos de vista, pero al mismo tiempo no vivamos obsesionados por el hecho de que hemos de morir.

Tengamos en cuenta que para los creyentes la muerte es una puerta que se abre a la vida eterna, a una vida feliz que no tiene término. En ella, como dice el Apocalipsis, ya no habrá ni muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas. Es la vida eterna que ha ganado para nosotros el Señor Jesús, y que se nos regala gratuitamente.

 

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

ESA POBRE VIUDA HA ECHADO EN EL CEPILLO MÁS QUE NADIE»

 

CITAS BÍBLICAS: 1Re 17, 10-16 * Hb 9, 24-28 * Mc 12,38-44

En el evangelio de este domingo, una vez más, el Señor nos invita a la humildad. Ya hemos afirmado en muchas ocasiones que, por tener nuestro corazón vacío del amor de Dios a causa del pecado, buscamos con todas nuestras fuerzas, ser. Necesitamos afianzar nuestra personalidad. Necesitamos convencernos a nosotros mismos de nuestra valía y mostrarla delante de los demás. Eso no ocurriría si nuestro corazón se encontrara repleto del amor de Dios, pues entonces, nada de este mundo apeteceríamos, teniendo en nuestro interior la misma fuente de la felicidad.

Quizá esto se entienda mejor con un ejemplo. Después de habernos saciado con una comida exquisita, variada y abundante, no nos apetece comer nada más. Estamos saciados. Ésta es la situación del cristiano cuando tiene el corazón repleto del amor de Dios. Nada necesita, y por el contrario, se encuentra dispuesto a ayudar al prójimo en su necesidad.

También los escribas y fariseos a los que hoy critica el Señor Jesús necesitan a toda costa que los consideren. Por eso, aparentan una santidad que no poseen. Quieren hacerse notar y destacar sobre los demás. De ahí los amplios ropajes que visten, el ansia de ocupar en los banquetes los primeros lugares, etc. Su actitud en la vida es totalmente contraria a la humildad, por eso el Señor no se complace en su forma de vida. El Señor se complace en el humilde que, al ser consciente de su pequeñez y de su pobreza, acude a Él pidiéndole ayuda.

Esta manera de obrar del soberbio y del humilde, queda patente en la segunda parte del evangelio de hoy. El Señor Jesús se halla sentado enfrente del cepillo del templo. Observa a todos aquellos que van echando limosnas. Los ricos, obrando igual que los escribas y fariseos, echan grandes cantidades de dinero. Lo hacen, diríamos en lenguaje taurino, dejándose ver, para provocar así la admiración de los presentes. Es su forma de buscar el ser, de intentar llenar el corazón con el aprecio de los demás. Otros, sin embargo, pasan desapercibidos porque su aportación a las necesidades del templo es muy pequeña. 

Entre estos últimos se encuentra una pobre viuda que, acercándose al cepillo, deposita solo dos reales. El Señor, que está observando, llama a sus discípulos y les dice: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Recordamos aquí, una vez más, lo que dice la Escritura: «Dios se complace en el humilde, pero mira desde lejos al soberbio». Por eso dirá el Señor en otro lugar del Evangelio refiriéndose a aquellos que se enaltecen obrando el bien para ser vistos por los demás: «Ya han recibido su recompensa».

Este evangelio, por una parte, nos llama a la humildad. ¿Qué es la humildad? La humildad es la verdad. La humildad consiste en reconocer sin temor nuestra pequeñez, nuestras limitaciones. Si lo hacemos así adoptaremos en nuestra vida la actitud de los niños pequeños que todo lo esperan de sus padres. Viven confiados porque tienen la certeza de que nada les va a faltar. Tú y yo, también tenemos un Padre que está atento a todas nuestras necesidades. Solo hace falta que nosotros lo creamos y pongamos nuestra confianza en Él.

Por otra parte, el evangelio de hoy nos invita a no juzgar por las apariencias. Somos muy dados a ello. Como creyentes no tenemos ningún derecho a juzgar el comportamiento de los demás, porque nos exponemos a ser injustos. Dejemos el juicio en manos de Dios, que ve nuestro corazón y, como dice el salmo, comprende todas sus acciones.

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«ESCUCHA, ISRAEL, EL SEÑOR NUESTRO DIOS ES EL ÚNICO SEÑOR»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 6, 2-6 * Heb 7, 23-28 * Mc 12, 28b-34

El evangelio de este domingo nos presenta una cuestión fundamental para nuestra vida de fe. Necesitamos tener claro cuál es el mandamiento primero y más importante de la Ley. Al escriba del evangelio de hoy le pasa lo mismo, y por eso se acerca a Jesús a preguntarle. Él, seguramente, conoce la respuesta correcta, pero quiere asegurarse y por eso recurre al Señor. La respuesta que el Señor Jesús le da es indiscutible y no tiene vuelta de hoja: «El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». El segundo, continúa diciendo, es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

No sé muy cierto lo que nosotros hubiéramos contestado al hacernos esta pregunta. Vivimos en una sociedad en la que eso de amar a Dios no ocupa, ciertamente, el primer lugar en la vida de las personas. Tenemos muchas preocupaciones a las que damos prioridad y relegamos lo del amor de Dios a un segundo plano. Sin embargo, lo cierto es que lo único que puede dar sentido y plenitud a nuestra vida, es amar a Dios y ponerle como centro, como a lo más importante de nuestra vida.

Somos inconscientes y no nos damos cuenta de que nuestro origen es Dios, ya que de Él hemos salido, y hacia Él, como a nuestro fin, caminamos. Tú y yo no hemos aparecido en el mundo de la noche a la mañana como las setas. Tenemos un Creador que, pensando en nosotros, en ti y en mí, nos ha amado, siendo fruto de su amor nuestra existencia.

El fin que Dios perseguía al crearnos, no era otro que hacernos partícipes de su inmensa felicidad, teniendo en nuestro corazón su amor. Nos hizo capaces de experimentar el amor, y a la vez nos dio la posibilidad de poder amar. No quiso, sin embargo, que le amáramos a la fuerza, por eso, junto a la vida nos dio el gran regalo de la libertad. Un regalo que, como sabemos, no supimos aprovechar adecuadamente, y que sirvió para que, en vez de buscar la felicidad en el Creador, la buscáramos en las criaturas. Hoy, el evangelio nos recuerda que la razón última y primordial de nuestra existencia, radica en tenerle a Él como al primero, y amarle con todo el corazón.

Queremos aclarar que, en nuestro lenguaje, la palabra mandamiento tiene un sentido que hace referencia a obligación. No estamos obligados a amar a Dios a la fuerza, sino que amarle ha de ser para nosotros una necesidad. Los mandamientos en su origen no son obligaciones, sino palabras de vida que, como señales de tráfico, nos ayudan a encontrar el camino de la verdadera felicidad.

No queremos terminar sin hacer referencia al segundo mandamiento, que es a su vez consecuencia del primero. Si tu corazón está repleto del amor de Dios, si eres plenamente feliz, te será muy fácil amar a tu prójimo como a ti mismo. Hay una frase que podemos aplicar aquí: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca”. Si tu corazón está repleto del amor de Dios, ese mismo amor te hará amar a tu prójimo sin ninguna limitación. 

 



DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«HIJO DE DAVID, TEN COMPASIÓN DE MÍ»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 31, 7-9 * Heb 5, 1-6 * Mc 10, 46-52 

Una vez más la Palabra de Dios viene en nuestra ayuda arrojando luz sobre nuestra existencia. El Señor Jesús está saliendo de Jericó con sus discípulos. A la entrada de la ciudad junto al borde del camino se encuentra un ciego pidiendo limosna, que ante el ruido que arma la gente pregunta de qué se trata. Le contestan que es Jesús el Nazareno que pasa con sus discípulos. En cuanto oye que se trata de Jesús, empieza a gritar con todas sus fuerzas: «Hijo de David, ten compasión de mí». La gente de su alrededor le regaña por el escándalo que está armando, pero él, en vez de callar, grita con mayor fuerza: «Hijo de David, ten compasión de mí».

Jesús se detiene y dice: «Llamadlo». Los que están junto al ciego le dicen: «Ánimo, levántate, que te llama». Él, soltando su manto, da un salto y se acerca. Jesús le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él, sin dudarlo responde: «Maestro, que pueda ver». La respuesta del Señor no se hace esperar. Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha curado». Y en aquel momento el ciego Bartimeo recobra la vista. El evangelista añade, «y lo seguía por el camino».

Hemos afirmado al principio que esta palabra arroja luz sobre nuestra existencia. Veamos cómo. Aunque para algunos resultará difícil vernos reflejados en la figura de este ciego, lo cierto es que tú y yo también somos ciegos y estamos en el camino de la vida pidiendo limosna. Pedimos una limosna de amor. Pedimos a gritos que los demás nos quieran, que cuenten con nosotros, porque de esto depende nuestra felicidad. No hay felicidad mayor que sentirse amado por otro, y poder a la vez amarlo devolviéndole su amor. Para esto hemos sido creados. Para amar y poder a la vez experimentar el amor.

Seguro que más de uno protestará diciendo, yo no estoy ciego. Veamos si es cierto. ¿Cuántas veces has pedido la felicidad a la familia, a los amigos, al dinero, a las riquezas, a tu trabajo, a los negocios, a las diversiones, al sexo o al culto a tu cuerpo? Dime pues, ¿cuál ha sido el resultado? Sin duda, has experimentado una felicidad momentánea que al final no ha podido satisfacerte plenamente. Necesitas más. Necesitas tener el corazón lleno, y ninguna de estas cosas ha logrado llenarlo por completo. Eres, por tanto, ciego, porque te empeñas en buscar la luz y la felicidad donde no está. Dices, cuando tenga dinero, cuando tenga trabajo, cuando me case, cuando… y llega esto, y sigues igual de vacío.

Hoy, para ti y para mí, como un día para el ciego, pasa por el camino de nuestra existencia Alguien que puede de verdad curarnos, dar sentido a nuestra vida. Lo que pasa es que para que nos cure son necesarias tres condiciones. En primer lugar, hemos de estar convencidos de nuestra ceguera. Tener la experiencia de que nada ni nadie ha conseguido hacernos felices de verdad. En segundo lugar, es necesario descubrir, como el ciego, que Aquel que pasa por nuestra vida tiene el poder de curarnos. Finalmente, es necesario gritar. Gritar con insistencia pidiendo ayuda: «Hijo de David, ten compasión de mí», para que el Señor se detenga y nos pregunte: «¿Qué quieres que haga por ti?». Nuestra respuesta no puede ser otra: «Maestro, que pueda ver». Que experimente que sólo en ti está de verdad la vida y la felicidad.

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«EL HIJO DEL HOMBRE HA VENIDO PARA SERVIR Y DAR SU VIDA POR TODOS»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 53, 10-11 * Heb 4, 14-16 * Mc 10, 35-45 

La semana pasada el evangelio arrojaba luz sobre un problema que nos afectaba a todos. Se trataba de nuestra relación con el dinero. Influenciados por nuestro hombre viejo, el hombre de la carne, vimos que todos buscamos nuestra seguridad en los bienes materiales, las riquezas, y, sobre todo, el dinero. Lo hacemos, porque todos tenemos ansia de ser, todos tenemos necesidad de lograr en la vida una situación estable y segura.

Íntimamente ligado a nuestra relación con las riquezas, aparece un nuevo problema en la vida, cuya solución no está al alcance de nuestra mano. Podremos observar en el evangelio de hoy, que ni los propios discípulos del Señor se vieron libres a la hora de afrontarlo. Veamos cómo nos lo cuenta san Marcos. El Señor va de camino con sus discípulos cuando se le acercan Santiago y Juan. Tienen la pretensión de que el Señor Jesús les conceda el privilegio de poder sentarse en su reino, uno a su derecha y el otro a su izquierda. No estará demás recordar, a fin de entender la actitud de estos hermanos, que los que siguen al Señor piensan que será él, el que liberará al pueblo de la dominación de los romanos e instaurará el nuevo Reino de Israel. Es lógico, por tanto, que quieran asegurarse un lugar preeminente en este reino.

«No sabéis lo que pedís», les responde el Señor, y les enumera la serie de acontecimientos que le va a tocar vivir, preguntándoles si ellos también serán capaces de asumirlos. Sin dudarlo, contestan: «lo somos». Los otros diez, entre tanto, al conocer la pretensión de los dos hermanos, se indignan contra ellos. El Señor aprovecha la ocasión para explicarles que en el Reino va a suceder lo contrario de lo que ocurre en el mundo. Nada de opresión y tiranía. «Entre vosotros, les dice, el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por todos».

Lo que les ocurre a los dos hermanos es, aunque a veces no seamos conscientes de ello, lo mismo que te ocurre a ti y me ocurre a mí. Tenemos necesidad imperiosa de reafirmar nuestra personalidad. Necesitamos que los demás nos consideren, que nos den la importancia que creemos merecer. El origen de esta necesidad de reafirmar nuestra persona está íntimamente relacionado con el pecado. Tú y yo estamos creados para experimentar el amor y a la vez poder amar. La condición para que esto se pueda dar es tener en el corazón el amor de Dios. Por el pecado de origen nuestro corazón ha quedado vacío del amor de Dios, dejando un hueco que necesitamos llenar con urgencia. Para conseguirlo, buscamos las riquezas, el dinero, pero, sobre todo, el amor, el reconocimiento y consideración de los demás. Yo necesito destacar para que los demás me tengan en cuenta. Lo mismo les ocurre en el fondo a Santiago y Juan, pretenden dominar para lograr ser considerados por los demás.

El Señor ha dispuesto que ninguno de los sucedáneos de amor a los que acudimos logren satisfacernos, para que tengamos que encontrar en él, la verdadera felicidad y el sentido de nuestra vida. San Agustín dice: “Señor, nos has hecho para ti, y nuestro corazón no hallará descanso mientras no descanse en ti”.


DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«MAESTRO BUENO, ¿QUÉ HE DE HACER PARA HEREDAR LA VIDA ETERNA?»

 

CITAS BÍBLICAS:  Sab 7, 7-11 * Heb 4, 12-13 * Mc 10, 17-30

El evangelio de este domingo demuestra en la práctica una frase que el Señor Jesús pronuncia en el Sermón del Monte. Dice así el Señor: «No podéis servir a Dios y al dinero». 

Hoy, en el evangelio de san Marcos, ante la pregunta que le formula uno de sus oyentes sobre qué hacer para heredar la vida eterna, el Señor lo remite a la práctica de los mandamientos, enumerándolos todos sin hacer mención al primero. Él, le responde: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño». El evangelista sigue diciendo que Jesús, mirándolo con cariño, le dice: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme». Ante esta respuesta, se va pesaroso porque es muy rico.

Nos encontramos ante el binomio “amor a Dios y riquezas”. Si recordamos el Shemá veremos que dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Cuando dice con todas tus fuerzas hemos de entender que habla de todos los bienes que poseemos, tanto materiales como espirituales. Amar a Dios con todas nuestras fuerzas, con todos nuestros bienes, es signo de que, efectivamente, lo amamos con todo el corazón y también con toda el alma. No le sucede así al personaje del evangelio, que quiere seguir al Señor sin renunciar a sus bienes. Dicho de otro modo, antepone el valor de sus riquezas al amor de Dios, por eso no quiere desprenderse de ellas.

Ampliando la frase del Sermón del Monte a la que hemos aludido al principio, veremos que el Señor dice: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se dedicará a uno y despreciará al otro». No hay vuelta de hoja. Ahora se entiende perfectamente la respuesta del Señor a la pregunta ¿qué debo de hacer para heredar la vida eterna? Dicho en román paladino, “no es posible nadar y guardar la ropa”.

Quisiera que nos diéramos cuenta de que ese personaje del evangelio de hoy somos tú y yo, que tenemos nuestro corazón pegado al dinero, pegado a nuestros bienes materiales. Mucho hablar de Dios, pero lo cierto es que tenemos puesta nuestra seguridad en la cartilla o en la cuenta de nuestro banco. No dudo de que Dios sea importante en nuestra vida, pero Dios está un poco lejos y lo que nosotros hoy podemos tocar, nos importa y nos da seguridad, son las cifras de nuestra cuenta bancaria.

Que esto sea realidad no nos ha de abochornar. Esta situación es normal debido a nuestra naturaleza dañada por el pecado. Este evangelio de hoy ha de iluminar esta situación, nos ha de sacar del error, y nos ha de empujar a reconocer ante el Señor nuestra debilidad, manifestándole que queremos que Él sea lo primero en nuestra vida, pero que para ello necesitamos su ayuda, necesitamos la fuerza del Espíritu Santo.


DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«LO QUE DIOS HA UNIDO, QUE NO LO SEPARE EL HOMBRE»

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 2, 18-24 * Heb 2, 9-11 * Mc 10, 2-16

Hemos dicho con frecuencia que la Palabra de Dios siempre es actual, de manera que siempre halla cumplimiento en nuestra vida. Unas veces vemos con claridad como lo que nos dice ilumina situaciones concretas por las que estamos atravesando. En otras ocasiones necesitamos la ayuda de la Iglesia para aplicar a nuestra vida las palabras del evangelio. Esa es precisamente la finalidad de la Homilía.

Hoy, el evangelio trae a nuestra consideración un tema que no puede ser más actual. La pregunta que los fariseos presentan al Señor podemos hacerla nuestra, perfectamente, también hoy. «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?» El Señor Jesús, antes de contestar, les formula a su vez una pregunta: «¿Qué os ha mandado Moisés?» Moisés, en la Ley, efectivamente, permitió dar a la mujer un acta de repudio, sin embargo, el Señor aclara este particular diciendo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne». Dicho de otra manera, aunque suscite discusiones y no sea políticamente correcto, podemos afirmar, sin equivocarnos, que una unión lícita y real entre un hombre y una mujer es, por voluntad de Dios, indisoluble. Para un matrimonio verdadero no existe la posibilidad del divorcio. La voluntad de Dios desde el principio no admite discusión. Esta afirmación no hace solo referencia al matrimonio cristiano, sino también a la unión natural entre un hombre y una mujer.

Existen dos razones de peso para que la voluntad divina respecto al matrimonio sea esa. El matrimonio entre un hombre y una mujer es el embrión de donde nace una familia. Es necesario, por tanto, que se dé en beneficio de los cónyuges una relación afectiva y de intereses, estable. Por otra parte, esa comunidad de amor será el lugar idóneo en donde los hijos, fruto del matrimonio, encontrarán el ambiente adecuado para su desarrollo integral. Concluimos, pues, sobre todo para los que nos consideramos discípulos del Señor, que la palabra divorcio no puede tener cabida en nuestro lenguaje.

Todo lo expuesto puede provocar opiniones encontradas. Sin embargo, como hemos visto en las palabras del Señor, la voluntad de Dios sobre la unión matrimonial está claramente definida desde el principio. Lo que ocurre es que para aceptarla han de hallar también cumplimiento las palabras que nos dice Señor Jesús al final del evangelio: «Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no estará en él». Nos preguntamos, ¿cómo actúa al respecto un niño pequeño? El niño pequeño acepta a pies juntillas todo lo que le dice su padre, jamás se le ocurre cuestionar lo que se le dice. Somos los adultos los que, por nuestro orgullo e insensatez, nos atrevemos a cuestionar o a querer interpretar la verdad que procede de Dios.  


DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«QUIEN NO ESTÁ CONTRA NOSOSTROS ESTÁ A NUESTRO FAVOR»

 

CITAS BÍBLICAS:  Núm 11, 25-29 * Sant 5, 1-6 * Mc 9, 38-43. 45. 47-48

En el evangelio de hoy vemos a Juan un tanto escandalizado por lo que acaba de presenciar. Nada menos que uno que no pertenece al grupo de los discípulos, se ha atrevido a echar demonios invocando el nombre, el poder, de Jesús. Ellos han querido impedírselo, y así se lo han comunicado al Señor. Estaban celosos porque creían tener la exclusiva, sin darse cuenta de que aquel que realizaba prodigios en nombre del Señor Jesús, lo hacía, porque creía en Él. Por eso, la respuesta del Señor les deja desconcertados. Jesús les dice: «No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a nuestro favor».

También en nuestra vida de fe puede darse esta situación. Tenemos el peligro de creernos poseedores de la verdad pensando que tenemos la exclusiva y, por ello, atrevernos a juzgar o menospreciar a otros que no viven su fe como nosotros. Hemos de darnos cuenta de que los caminos que dentro de la Iglesia llevan al Señor son muy diversos. El Señor llama a cada uno de un modo diferente. Lo importante es atender a esa llamada teniendo en cuenta que hemos de seguirle a través del carisma, del don concreto, para el que nos llama. Todos trabajamos en la misma viña, por lo tanto, todos debemos respetar el trabajo de los demás, viendo en él la obra del Señor.

Después de esta primera parte del evangelio de hoy, el Señor nos habla de un peligro muy serio que tenemos los creyentes. Hemos de estar prevenidos para que nuestro comportamiento no escandalice a los más débiles en la fe. El Señor dice: «El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Quizá pienses, ¿De qué pequeñuelos les habla? Los pequeñuelos a los que hace referencia el Señor son, por una parte, aquellos que están dentro de la Iglesia pero tienen una fe muy endeble, y por otra, aquellos que han vivido su vida fuera de la Iglesia y que, ahora, quizá porque han visto un signo en un creyente o por algún acontecimiento de la vida, se están acercando a la Iglesia y empiezan a interesarse por las cosas de Dios.

El peligro que corremos es que unos y otros, vean en nuestro comportamiento algo que no es digno de la vida de un cristiano, y saquen la conclusión de que no es lo mismo hablar que dar trigo. Por eso, escandalizados, se aparten definitivamente de la Iglesia. Nuestra responsabilidad es, pues, muy grande. Quizá no somos conscientes de cómo los de fuera de la Iglesia observan nuestro comportamiento, para comprobar si nuestras obras coinciden con las creencias que decimos profesar.

El Señor, para estos casos, utiliza expresiones muy duras: «Si tu pie te hace caer, córtatelo… Si tu ojo te hace caer, sácatelo… Mejor es entrar cojo o ciego en el Reino de Dios, que ser echado al abismo con los dos ojos o los dos pies».

No olvidemos cuántos dones nos ha regalado el Señor sin merecerlo. Nosotros somos los primeros beneficiarios. Sin embargo, lo que el señor pretende es que a través de nosotros, otros puedan aprovecharse de esos dones. Estemos, pues, alerta, y no perdamos de vista las palabras del Señor: «A quien más se le dio más se le exigirá».