DOMINGO IV DE CUARESMA -C- Laetare

«PADRE, HE PECADO CONTRA EL CIELO Y CONTRA TI...»
CITAS BÍBLICAS: Jos 5, 9a. 10-12 * 2 Cor 5, 17-21 * Lc 15, 1-3. 11-32
Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma que recibe el nombre de Domingo de Laetare. Esta palabra, que significa “alegraos”, hace referencia al inicio de la antífona de entrada: “alégrate, Jerusalén”, “alegraos los que por ella llevasteis luto”. Es como un oasis en el desierto, rompiendo un poco la austeridad penitencial de la Cuaresma. Es una palabra de ánimo porque la Pascua está más cerca. Veremos esto reflejado en la liturgia que cambiará el color morado de los ornamentos, por el color rosa.
Hay algo más que nos va a regalar la iglesia en este ciclo litúrgico C, en el que se proclama el evangelio según san Lucas. Se trata de la Parábola del Hijo Pródigo que es uno de los pasajes más entrañables y consoladores de todos los evangelios.
El Señor Jesús, que vino a la tierra para librarnos de la muerte y del pecado, vino también a darnos a conocer al Padre. Para ello, no encuentra mejor recurso que esta admirable parábola. En esta ocasión no se trata de una imagen como en otras parábolas, sino que la figura del padre es reflejo fidedigno de la figura de nuestro Padre Dios.
Empieza manifestando su amor hacia el hijo y el respeto exquisito a su libertad, cuando le reclama la parte de su herencia. Él conoce de antemano lo que va a suceder. Sabe que va a malgastar las riquezas enfangándose en el pecado, pero respeta hasta el extremo su libertad.
Todo sucede según el padre suponía. Las riquezas atraen a aquellos que llevan a la perdición al joven. Su falsa e interesada amistad termina cuando las riquezas se acaban. Ahora se encuentra sólo, pobre y en un país extraño. El hijo rico y amado acaba en el campo cuidando una piara de cerdos. Esta situación le permite hacer una introspección que lo lleva a recordar la casa paterna: «Me pondré en camino adonde está mi padre…»
Lejos está el padre que ama con locura al hijo, con un amor que se ve incrementado, si cabe, debido a la situación. Cada día, cada mañana, desde la terraza de la casa atisba el camino esperando con ansia ver la figura del hijo que regresa.
Cuando esto sucede, corre veloz al encuentro del hijo. Lo abraza, lo besa con efusión y, aunque el hijo intenta pedir perdón y darle explicaciones, él, no las atiende. No quiere saber nada. Sólo quiere disfrutar de la presencia del hijo, que estaba perdido y ha sido hallado. Que estaba muerto y ha resucitado.
Situémonos en la persona del hijo. ¡Cuántas veces hemos abandonado la casa paterna malgastando los dones recibidos y pidiendo la vida a los ídolos! ¡Cuántas veces hemos malgastado nuestra libertad y nos hemos encontrado deseando las bellotas que comen los puercos! Estos fallos, que son muchos, han de llevarnos, como al Hijo Pródigo, a volver la mirada hacia la casa paterna. Allí está el Padre esperándonos con los brazos abiertos. No nos va a pedir cuentas de nada. Él sólo desea nuestra felicidad y está dispuesto a esperar una y otra vez, hasta que nos demos cuenta de que sólo en la casa se vive bien. Él nunca ha esperado a que obráramos el bien para manifestarnos que nos quería. Conoce mejor que nosotros nuestras miserias y no siente asco de ellas. No seamos necios y hagamos nuestras las palabras del hijo: «Me pondré en camino adonde está mi padre…»