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DOMINGO XXII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«TODO EL QUE SE ENALTECE SERÁ HUMILLADO»

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 3, 17-20. 28-29 * Heb 12, 18-19. 22-24a * Lc 14, 1. 7-14

El evangelio de este domingo pone de manifiesto una tendencia que es común en todo ser humano: el ansia de sobresalir, el deseo de destacar, la necesidad de ocupar un lugar relevante en medio de aquellos que le rodean. Esta tendencia es inherente a todo ser humano, hombre o mujer, y tiene su origen en el pecado. El hombre salido de las manos de Dios no tenía necesidad de llenar su corazón con afecto o con cosas materiales. El hecho de tenerlo repleto del amor de Dios cubría por completo todas sus necesidades. Era completamente feliz.

Con la aparición del pecado esta situación cambia radicalmente. El pecado supone la ruptura de la relación del hombre con su Creador, y como consecuencia la desaparición del lazo de amor que daba sentido a su vida. La existencia del hombre tenía razón de ser, en tanto en cuanto vivía unido a su Hacedor. La desaparición del amor de Dios dejará en el corazón del hombre un hueco que hay que llenar a toda costa. La existencia del hombre necesita con urgencia tener una razón de ser. Necesita encontrar respuestas. Yo, ¿quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Quién me ha creado? Como no encuentra respuestas adecuadas el hombre busca llenar el hueco de su corazón con los afectos y los bienes materiales. Necesita que los demás le quieran, que le tengan en cuenta, y para ello, como los hombres de la parábola de hoy, elige los primeros puestos, quiere destacar, dominar sobre los demás. Sin embargo, y esto es un regalo del Señor, aunque muchos no lo comprendan, el corazón del hombre nunca se llenará con los afectos o las riquezas del mundo. Sólo el regreso del amor de Dios volverá a restaurar el orden primero, devolviendo al hombre el estado de felicidad para el que fue creado.

Este evangelio, pues, arroja luz sobre nuestro comportamiento último. Da la respuesta a nuestra ansia de ser, a nuestra ansia de destacar, a nuestra ambición desmedida. No tienes necesidad de acudir al psicólogo. Lo que te pasa es que quieres realizarte. No quieres pasar desapercibido. Necesitas que los demás te valoren y tengan en cuenta tu opinión. Ocurre, sin embargo, que aun consiguiendo todo esto estás insatisfecho. Quieres más. Por eso, hoy, el Señor viene en tu ayuda dándote a conocer la razón de tu insatisfacción, afirmando en el evangelio: «Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido». Justo al revés de lo que te dice el mundo: trabaja, estudia, esfuérzate en ser el primero. Sin embargo, esta conducta sólo lleva al fracaso y a la insatisfacción. Humíllate, agacha tu cabeza, no pretendas grandezas humanas vacías que al final no consiguen llenar el hueco de tu corazón. Vuelve con humildad tu rostro al Señor y acógete a su inmensa misericordia. Él se complace en el humilde, en el que reconoce su miseria y su pecado. Él, que alza de la basura al pobre, es el único que perdona sin pedir cuentas de nada.

DOMINGO XXI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«ESFORZAOS EN ENTRAR POR LA PUERTA ESTRECHA»

 

CITAS BÍBLICAS:  Is 66, 18-21 * Heb 12, 5-7. 11-13 * Lc 13, 22-30

El evangelio nos dice que uno de los que caminan con Jesús le hace la siguiente pregunta: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?». El Señor Jesús no da una respuesta concreta, sino que se limita a decir: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán».

Lo primero que debemos preguntarnos es cuál es el sentido de la pregunta ¿serán pocos los que se salven? ¿A qué salvación se está refiriendo? Para nosotros, los creyentes, existen dos tipos de salvación. Una, y es la que en general más nos preocupa, hace referencia a la salvación final, a la salvación última. La otra se refiere a la salvación actual, a la del día a día.

Haciendo referencia a la primera, afirmamos que la salvación última, aquella que nos ganó en la cruz el Señor Jesús, es universal. La Sangre del Señor borró con creces todos los pecados de la humanidad y continúa borrándolos, tanto los de ayer, como los presentes y, por supuesto, los de mañana. La misericordia del Señor es eterna y por esa misericordia la salvación nos alcanza a todos los hombres. Lo único que pasa, y que debemos tener muy en cuenta, es que Dios no salva a nadie a la fuerza, sino que respeta escrupulosamente su libertad. A nadie que la desee acogiéndose a su misericordia, le negará Dios-Padre la salvación. Del mismo modo, a nadie que rechace conscientemente la misericordia divina, se le concederá la salvación a la fuerza. Se comprende ahora que la existencia del infierno es necesaria. Dios necesita habilitar un lugar, un estado, para aquellos que conscientemente rechacen su salvación.

Refiriéndonos a la segunda salvación, a la del día a día, hemos de decir que no está siempre al alcance de nuestra mano. En nuestra vida, a causa del pecado, han aparecido los problemas, las enfermedades, los sufrimientos y finalmente la muerte. Nosotros estamos incapacitados para, con sólo nuestras fuerzas, evitar este tipo de sufrimientos. Nuestro Padre-Dios, sin embargo, que sigue amándonos a pesar de nuestras infidelidades y pecados, ha dispuesto para nosotros un Ayudador: el Señor Jesús. Con Él podemos superar todo aquello que humanamente nos desborda. Él es Señor de nuestros vicios, enfermedades, problemas económicos y familiares, etc. A través de su Espíritu recibimos todo lo que no podemos conseguir con nuestro esfuerzo. Para encontrarlo es necesario, sin embargo, hacerlo a través de su Iglesia, invocándolo con humildad, con el convencimiento de nuestra pobreza, sin presunción y con la certeza de no tener derecho a nada. Si nos acercamos con esta disposición humilde, siendo sencillos como los niños, podremos entrar por la puerta estrecha y el Señor, que se complace en el humilde, nos sentará a su mesa en el Reino de Dios.   


DOMINGO XX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO HE VENIDO A TRAER PAZ, SINO DIVISIÓN»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 38, 4-6. 8-10 * Heb 12, 1-4 * Lc 12, 49-53

El evangelio de hoy supone una llamada a conversión, un toque de atención para aquellos que vivimos el cristianismo instalados en nuestra burguesía, para aquellos que hemos domesticado las enseñanzas del Señor Jesús acomodándolas a nuestra conveniencia.

Las palabras del Señor nos hacen presente aquello que dijo David en un salmo: «El celo por tu casa me devora». El Señor conocía perfectamente cuál era la misión que el Padre había colocado en sus manos, y sabía también cuál era el precio que debía pagar para llevarla a cabo, sin embargo, no rehúye la misión. Desea ardientemente llevarla a término.

¿Cuál era esa misión? ¿Cuál era ese fuego del que habla el evangelio? Sin duda darnos a conocer el amor que Dios siente hacia ti y hacia mí que somos sus enemigos. Que hemos despreciado ese amor, entregando el nuestro a los afectos, a las riquezas y a los ídolos del mundo que no son capaces de darnos la felicidad. El corazón del Señor Jesús ardía en amor hacia los pecadores que, como tú y como yo, teníamos necesidad de conocer que el Padre nos ama por encima de todo, por encima de nuestras rebeldías e insensateces y que ha perdonado todas nuestras infidelidades.

Hay una expresión del Señor en este evangelio que quizá nos resulte extraña o por lo menos un tanto chocante: «¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.» ¿Cómo es posible, nos preguntamos, que el Señor diga esto? ¿No es Él el príncipe de la paz? ¿No ha venido a pacificar desde la Cruz a los dos pueblos, judíos y gentiles? ¿Cómo dice que ha venido a traer división?

Cuando se anuncia la verdad, entre los que escuchan se forman de inmediato dos bandos: los que están a favor y la aceptan, y los que la rechazan por estar en contra. De ahí que se afirme que la persona de Cristo haya sido desde siempre signo de contradicción. Lo vemos ya en la predicación del Señor. Los pobres, los sencillos, los incultos, etc. ven en Él al enviado de Dios, al Mesías. Los sabios, los cultos, los que se consideran conocedores de las Escrituras, lo condenan como hereje.

En la actualidad esta división que produce la verdad sigue enfrentado a las personas. Por eso, a ti y a mí, discípulos de Cristo, que estamos llamados a ser otros cristos entre los que nos rodean, que, como Él defendemos la verdad, no ha de extrañarnos que cuando manifestemos nuestra posición ante temas como el aborto, la homosexualidad, los llamados matrimonios entre individuos del mismo sexo, la ideología de género, etc. se nos persiga, se nos trate de homófobos, de carcas o de intransigentes. Esto, es lo mismo que tuvo que sufrir el Señor Jesús entre los suyos.

El camino del cristiano nunca ha sido un camino de rosas, y mucho menos en nuestros días. Sabemos a dónde condujo al Señor la defensa de la verdad. Lo llevó al sufrimiento y a la muerte en cruz. Sin embargo, esto sólo fue un paso más para llegar a la resurrección y a la vida eterna. Hoy, nosotros, podemos aplicarnos lo que en una ocasión dijo el Señor: «No está el discípulo por encima de su maestro. Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los de su casa! ...».

Hoy la Iglesia, de la que tú y yo somos miembros, sufre persecución en diferentes frentes, pero en particular en lo que se refiere a la familia. El demonio sabe con certeza que el camino para destruir a la Iglesia pasa por destruir a la familia. Por eso hace que los suyos se ensañen atacando a la familia cristiana, a la familia tradicional, imponiendo a la fuerza otros modelos de familia y coartando la libertad de los que pensamos de otro modo. Somos una vez más signo de contradicción. Sin embargo, hemos de estar tranquilos. Sabemos que vivir unidos al Señor Jesús, es la única forma de ser todo lo felices que es posible en este mundo. Nadie ni nada, como dice san Pablo, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en su Hijo Jesucristo.  

DOMINGO XIX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XIX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«TENED CEÑIDA VUESTRA CINTURA Y ENCENDIDAS LAS LÁMPARAS»

 

CITAS BÍBLICAS: Sab 18, 6-9 * Heb 11, 1-2. 8-19 * Lc 12, 32-48 

El Señor Jesús en un evangelio lleno de ternura, nos llama pequeño rebaño, nos hace partícipes del designio de Dios-Padre, que ha tenido a bien darnos el reino. Para que esto se haga realidad y podamos hacer nuestro ese reino, nos revela también los secretos, las claves que harán posible que lo poseamos.

Un impedimento que hace difícil poseer el Reino de Dios es, sin duda, las riquezas. El Señor sabe que tenemos nuestro corazón pegado al dinero, a las cosas materiales, a las que, con frecuencia, aún sin darnos cuenta, les pedimos la felicidad y la vida. Por eso, lo primero que nos dice es: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder y tendréis un tesoro inagotable en el cielo donde no hay ladrones que roben ni polilla que corroa». Y añade: «Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Si nuestro tesoro son las riquezas, en ellas estará nuestro corazón. Si por el contrario nuestro tesoro está en el cielo, allí estará también nuestro corazón.

El mundo en que vivimos no tiene esta clase de sabiduría, esta sabiduría eterna. Para el mundo lo importante es tener muchas riquezas y bienes materiales, con el fin de asegurar la vida. Su consejo es, trabaja, esfuérzate, almacena bienes y haz que los demás te respeten. Esta clase de vida que nos ofrece el mundo es una vida chata, una vida sin perspectiva de eternidad, una vida semejante a la de los animales que sólo lleva a un bienestar pasajero, a asegurarse la comida y a reproducirse, para luego con la muerte volver a la nada.

El Señor nos invita a una vida muy diferente. A vivir en este mundo, sí, pero a tener al mismo tiempo la cabeza en el cielo. Por eso nos dice: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas: vosotros estad como los que aguardan a que su Señor vuelva de la boda, para abrirle, apenas venga y llame». Dicho de otra manera, no eches raíces en este mundo donde todo es caduco y vano. Tú estate en vela porque a la hora que menos pienses, llegará el Hijo del Hombre. «Dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela: os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo».

Conocer esta verdad, esta razón última de nuestra existencia, ha de hacer que nuestro corazón exulte lleno de gratitud, porque, como el Señor Jesús dice al inicio de este evangelio, «vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino».


DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«GUARDAOS DE TODA CODICIA»

 

CITAS BÍBLICAS: Ecl 1, 2; 2, 21-23 * Col 3, 1-5. 9-11 * Lc 12, 13-21 

Hoy el evangelio se centra en un tema de vital importancia para el hombre. Trata de las riquezas. Nosotros, que por el pecado hemos abandonado a Dios, tenemos la necesidad, aunque no seamos conscientes de ello, de llenar el hueco que ha dejado en nuestra existencia el amor de Dios. Para ello buscamos en primer lugar el amor de los nuestros. Necesitamos experimentar que los otros nos quieren. Necesitamos ser considerados por los demás. Un arma muy importante para conseguir que los demás nos quieran o que por lo menos cuenten con nosotros, son las riquezas. Por eso, aún sin darnos cuenta, y aunque nos parezca exagerado, es a las riquezas a las que acabamos pidiendo la vida. Ya lo hemos afirmado, cuando el amor de Dios desaparece del corazón del hombre, deja un hueco que hay que llenar necesariamente. El hombre, tú y yo, necesita encontrar la razón última de la vida, que ha perdido al pecar y al separarse de Dios.

Cuando en el corazón del hombre rebosa el amor de Dios, todo lo que le rodea, en particular las riquezas y las cosas materiales, pierden por completo su importancia. Nada hace falta, nada es indispensable. El amor de Dios cubre por completo todas las necesidades del hombre, ya sean de orden material o espiritual. Dirá santa Teresa al respecto: «…Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta».

El pasaje del evangelio de hoy nos hará ver hasta qué punto las riquezas dominan nuestras vidas. Un hombre se presenta ante el Señor pidiéndole que interceda ante su hermano para que reparta con él la herencia. La petición es, sin duda, justa. El hermano se ha apoderado de la herencia de los padres dejándole a él en la miseria. El Señor, que lee los corazones de los hombres, se limita a responderle: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dirigiéndose a la gente dice: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

¿Qué es lo que ha visto el Señor en este asunto para que responda de esta manera? Es muy fácil adivinarlo. Los dos hermanos tienen por dios al dinero. El que se ha quedado con la herencia, por amor al dinero, no ha tenido inconveniente en dejar a su hermano hundido en la miseria. Y a aquel que pide justicia al Señor, no le ha importado, por amor al dinero, acusar a su hermano públicamente de ser un ladrón, por haberle robado la herencia. Ha sido la codicia, por encima del amor fraterno, la que ha movido a estos hermanos a actuar buscando cada uno su propio interés.

La parábola que a continuación propone el Señor a los que le escuchan, pone de manifiesto cómo nosotros hacemos cálculos con nuestra vida, sin tener la certeza de lo que nos puede ocurrir tan solo unos minutos después. El hombre de la parábola se afana al comprobar el enorme volumen de la cosecha que van a dar sus campos. Trabaja día y noche derribando sus viejos graneros y construyendo unos nuevos. Tiene la mirada puesta en la cosecha que espera pensando disfrutar de sus riquezas. La verdad es que actúa como un necio y un insensato. Hace planes con algo que no está en sus manos: la vida. Pretende tenerla asegurada por sus bienes, sin darse cuenta de que la puede perder en un instante.

¡A cuántas personas que conocemos e incluso a nosotros mismos nos pasa esto! En vez de vivir el día a día disfrutando de lo que el Señor nos regala, vivimos proyectados en un futuro que no sabemos si podremos disfrutar. Cuánto afán de ahorrar para el mañana, quizá pasando hoy estrecheces, cuando no tenemos la certeza de llegar a vivir ese futuro. Quien así vive, ni disfruta del presente ni tampoco llega a disfrutar el futuro.

DOMINGO XVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR»

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 18,20-32 * Col 2, 12-14 * Lc 11, 1-13

El Evangelio de este domingo gira en torno a la oración. Los discípulos piden al Señor que, al igual que hizo Juan con los suyos, les enseñe a orar. El señor Jesús les entrega la oración por excelencia: el Padrenuestro. En ella, contra todo lo que pudiéramos imaginar nos enseña a dirigirnos a Dios llamándole Padre, haciéndose, por tanto, hermano nuestro. Quizá no somos capaces de evaluar lo que esto significa.  ¿Cómo llegar a pensar que tú y yo, pequeñas criaturas, pudiéramos dirigirnos a Dios llamándole Padre? Nunca se nos hubiera imaginado hacerlo. Por eso, esta circunstancia nos hace presente una vez más hasta dónde llega el amor y la misericordia que Dios siente hacia ti, y hacia mí que somos sus criaturas.

El Señor, conociendo también nuestra debilidad, sabiendo con certeza que muchas veces seremos infieles y que nuestras obras no serán las dignas de un hijo de Dios, nos da a conocer su perdón. Nuestro Padre, está dispuesto a perdonarnos sin ninguna limitación. Solo pone una condición. El hecho de que Él sea tu padre y que también sea mi padre, sin duda pone de manifiesto que tú y yo somos hermanos. Por eso, la condición que Dios pone para otorgarnos su perdón sin limitación alguna es que, con su ayuda, estemos también nosotros dispuestos a perdonarnos mutuamente.

Después de enseñarnos el padrenuestro, el Señor Jesús quiere darnos a conocer cómo debemos orar. Nuestra oración ha de ser confiada e insistente. Nos lo explica mediante la parábola del amigo importuno. El personaje que aparece en ella y que pide tres panes, sabe de antemano que su amigo acabará ayudándole, a pesar de que la hora es intempestiva y que las circunstancias no son las más adecuadas. Por eso insiste. También nosotros hemos de poner de manifiesto que aquello que pedimos tiene gran importancia para nuestra vida.

Muchas veces nos da la sensación de que el Señor pone oídos sordos ante nuestra plegaria. Sin embargo, eso no es así. Lo que ocurre es que el Señor gusta ponernos a prueba para comprobar hasta qué punto llega nuestro interés, y hasta qué punto necesitamos lo que pedimos. Si el protagonista de la parábola se hubiera dado por vencido ante las primeras negativas de su amigo, nunca hubiera conseguido que le ayudara. Por eso, necesitamos acercarnos al Señor con la confianza de que obtendremos lo que pedimos, y a la vez pedirlo con insistencia.

En nuestra oración también conviene tener presente lo que nos dice san Pablo en su Carta a los Romanos. Nos advierte que, si no obtenemos lo que pedimos es porque no sabemos pedir como conviene. De la misma forma que nosotros, padres, no estamos dispuestos a dar a nuestros hijos nada que sepamos que va a hacerles daño, tampoco Dios nos dará nada que sea contrario a nuestra salvación. Si pedimos algo inconveniente no lo obtendremos, pero nuestra oración no se perderá. Recibiremos del Señor otras gracias que Él sabe nos son necesarias.

Es posible que no acabemos de valorar la fuerza e importancia que tiene la oración. Queremos recordar, como lo demuestran varios pasajes de la Escritura, que la oración es lo único capaz de hacer que el Señor cambie sus planes para con nosotros. La oración todo puede alcanzarlo, y más, si se hace con confianza y con insistencia.    

DOMINGO XVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«MARÍA HA ESCOGIDO LA PARTE MEJOR»

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 18, 1-10ª * Col 1, 24-28 * Lc 10, 38-42 

San Lucas nos presenta a Jesús en Betania en casa de Lázaro y de sus hermanas Marta y María, en donde suele descansar cuando se encuentra en Jerusalén. En esta ocasión, el evangelista nos dice que, ha sido Marta la que lo ha acogido.

Podemos imaginarnos al Señor sentado en el patio de la casa disfrutando de unos momentos de descanso. Sentada a sus pies se encuentra María que no pierde detalle de lo que dice Jesús. Entre tanto, Marta, va de acá para allá dirigiendo a la servidumbre y preparándolo todo con el fin de agasajar lo mejor posible al Maestro. Está nerviosa y pasa una y otra vez dejándose ver, como diríamos en lenguaje taurino, pero sin conseguir lo que pretende, pues desea que su hermana María le ayude a prepararlo todo.

En vista de que María no se da por aludida, tira por la calle de en medio y sin más dice a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano». Quizá nosotros pensemos que Marta tiene toda la razón del mundo, ya que la actitud de María no es, precisamente, la más correcta. Sin embargo, no es esa la opinión del Señor que, cariñosamente, da a Marta un buen tirón de orejas. «Marta, Marta, le contesta: andas inquieta y nerviosa por tantas cosas: sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán».

Este pasaje nos interroga, nos hace reflexionar sobre nuestra actitud en la Iglesia. ¿A qué nos ha llamado el Señor? ¿Para qué nos ha elegido? Nos ha llamado a ser sus discípulos, y la postura del discípulo es, sin duda, la que adopta María. El discípulo es aquel que está continuamente pendiente de los labios de su maestro. Puede que para muchos esta actitud sea una actitud angelista. Lo primero que piensan es, ¡con tanto trabajo como hay en el mundo, y estos, mucho rezar, pero no arriman el hombro! Ignoran que la oración, la contemplación, es el motor que impulsa a la acción.

Si nos fijamos en lo que nos dice el Evangelio del Señor Jesús, comprobaremos que su vida es muy activa. Anda sin parar de un lugar para otro anunciando la llegada del Reino. Sin embargo, en varias ocasiones los evangelistas nos lo muestran retirándose a un lugar apartado para entregarse a la oración. Necesita alimentar su espíritu, ponerse en contacto con el Padre a fin de recibir la fuerza necesaria para continuar la misión.

«María ha escogido la parte mejor». ¿Por qué? podemos preguntarnos. Porque tener una intensa vida interior mediante la oración, conduce automáticamente a que afloren las obras de misericordia, las obras de vida eterna. Amar al enemigo, perdonar sin condiciones las ofensas, prestar ayuda material o moral al que la necesita, estar siempre dispuestos a echar una mano al necesitado sin esperar recompensa, etc. Resumiendo: «amando al prójimo como a uno mismo». Eso es lo que nos decía el Señor la semana pasada: «Ve, y haz tú lo mismo». Pero todo esto es imposible para nosotros sin el substrato de la oración. Nada podemos hacer si no recibimos la ayuda de lo alto. María sabía muy bien lo que había escogido.

DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 30, 10-14 * Col 1, 15-20 * Lc 10, 25-37

El evangelio de este domingo arroja luz sobre una cuestión que como creyentes quizá nos hemos planteado alguna vez. Nos gusta que nos den respuestas concretas y no genéricas. Al escriba que aparece hoy en el evangelio le sucede lo mismo, por eso, no duda en acudir al Señor Jesús para plantearle la cuestión que le preocupa. «Maestro, pregunta, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?» El Señor se limita a remitirle a lo que está escrito en la ley. «¿Qué está escrito en la Ley? ¿qué lees?». El letrado responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». Esta respuesta genérica no acaba de satisfacer al letrado, que quiere una respuesta más clara, por eso pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». El Señor Jesús, en vez de darle una respuesta concreta le plantea la parábola del Buen Samaritano. Quiere que, viendo el comportamiento de los tres personajes, el sacerdote, el levita y el samaritano, saque la conclusión de cuál de los tres se portó verdaderamente como prójimo del pobre hombre al que asaltaron los bandidos.

Ciertamente, la respuesta del letrado a la pregunta del Señor Jesús, «¿qué está escrito en la Ley?», es correcta, pero el Señor quiere ir más allá. Muestra en la parábola el comportamiento de dos personajes que, desde luego, conocen perfectamente el precepto, pero no lo llevan a la práctica. Sin duda, creen que aman con todo el corazón a Dios, pero no son conscientes de que el fruto de ese amor no tendría que ser otro que el amor al prójimo, y ese amor no lo practican. El samaritano no necesita ser un experto en el conocimiento de la Ley, pero amando al prójimo llega a practicar la primera parte del precepto que es, amar a Dios sobre todas las cosas.

Esta parábola viene a arrojar luz sobre nuestra vida, en lo que se refiere a nuestra relación con Dios. Muchos nos escandalizaríamos si alguien nos dijera que no amamos a Dios. El levita y el sacerdote también se hubieran escandalizado. Sin embargo, esa es la realidad. El termómetro que indica hasta qué punto amamos a Dios, no es otro que el que indica cual es el amor que tenemos a nuestro prójimo. Aunque parezca un contrasentido, no amamos al prójimo porque amamos a Dios, sino todo lo contrario, es el amor al prójimo el que nos lleva a amar a Dios. A Dios no lo vemos, pero a nuestro prójimo sí, por eso, el único camino que tenemos para amar a Dios es el amor a nuestro prójimo. San Juan, en su primera carta nos dice: «Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».

No nos engañemos. El Señor ha hecho las cosas bien hechas y para que lleguemos a Él, ha puesto a nuestro lado a nuestros hermanos, a nuestro prójimo, con sus necesidades y sus problemas, para que comprendiéndolos y queriéndolos nos lleven a conocerlo. Es necesario pedir al Espíritu Santo que nos ayude a salir de nuestro egoísmo, para dar entrada en nuestra vida al otro, al hermano, al pobre, al necesitado… y también a aquel que nos resulta difícil amar.