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DOMINGO IV DE CUARESMA -C- Laetare

DOMINGO IV DE CUARESMA -C- Laetare

«PADRE, HE PECADO CONTRA EL CIELO Y CONTRA TI...»

 

CITAS BÍBLICAS: Jos 5, 9a. 10-12 * 2 Cor 5, 17-21 * Lc 15, 1-3. 11-32

Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma que recibe el nombre de Domingo de Laetare. Esta palabra, que significa “alegraos”, hace referencia al inicio de la antífona de entrada: “alégrate, Jerusalén”, “alegraos los que por ella llevasteis luto”. Es como un oasis en el desierto, rompiendo un poco la austeridad penitencial de la Cuaresma. Es una palabra de ánimo porque la Pascua está más cerca. Veremos esto reflejado en la liturgia que cambiará el color morado de los ornamentos, por el color rosa.

Hay algo más que nos va a regalar la iglesia en este ciclo litúrgico C, en el que se proclama el evangelio según san Lucas. Se trata de la Parábola del Hijo Pródigo que es uno de los pasajes más entrañables y consoladores de todos los evangelios.

El Señor Jesús, que vino a la tierra para librarnos de la muerte y del pecado, vino también a darnos a conocer al Padre. Para ello, no encuentra mejor recurso que esta admirable parábola. En esta ocasión no se trata de una imagen como en otras parábolas, sino que la figura del padre es reflejo fidedigno de la figura de nuestro Padre Dios.

Empieza manifestando su amor hacia el hijo y el respeto exquisito a su libertad, cuando le reclama la parte de su herencia. Él conoce de antemano lo que va a suceder. Sabe que va a malgastar las riquezas enfangándose en el pecado, pero respeta hasta el extremo su libertad.

Todo sucede según el padre suponía. Las riquezas atraen a aquellos que llevan a la perdición al joven. Su falsa e interesada amistad termina cuando las riquezas se acaban. Ahora se encuentra sólo, pobre y en un país extraño. El hijo rico y amado acaba en el campo cuidando una piara de cerdos. Esta situación le permite hacer una introspección que lo lleva a recordar la casa paterna: «Me pondré en camino adonde está mi padre…» 

Lejos está el padre que ama con locura al hijo, con un amor que se ve incrementado, si cabe, debido a la situación. Cada día, cada mañana, desde la terraza de la casa atisba el camino esperando con ansia ver la figura del hijo que regresa.

Cuando esto sucede, corre veloz al encuentro del hijo. Lo abraza, lo besa con efusión y, aunque el hijo intenta pedir perdón y darle explicaciones, él, no las atiende. No quiere saber nada. Sólo quiere disfrutar de la presencia del hijo, que estaba perdido y ha sido hallado. Que estaba muerto y ha resucitado.

Situémonos en la persona del hijo. ¡Cuántas veces hemos abandonado la casa paterna malgastando los dones recibidos y pidiendo la vida a los ídolos! ¡Cuántas veces hemos malgastado nuestra libertad y nos hemos encontrado deseando las bellotas que comen los puercos! Estos fallos, que son muchos, han de llevarnos, como al Hijo Pródigo, a volver la mirada hacia la casa paterna. Allí está el Padre esperándonos con los brazos abiertos. No nos va a pedir cuentas de nada. Él sólo desea nuestra felicidad y está dispuesto a esperar una y otra vez, hasta que nos demos cuenta de que sólo en la casa se vive bien. Él nunca ha esperado a que obráramos el bien para manifestarnos que nos quería. Conoce mejor que nosotros nuestras miserias y no siente asco de ellas. No seamos necios y hagamos nuestras las palabras del hijo: «Me pondré en camino adonde está mi padre…» 

DOMINGO III DE CUARESMA -C-

DOMINGO III DE CUARESMA -C-

«Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto...»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 3, 1-8a.13-15 * 1Cor 10, 1-6.10-12 * Lc 3, 1-9

Nosotros, los creyentes, podemos caer en la tentación de juzgar a aquellos que, según nuestra manera de pensar, no obran bien, ya sea en el terreno de la política, del trabajo o de las relaciones familiares. Nos creemos poseedores de la verdad, y desde nuestra atalaya nos tomamos la libertad de enjuiciar todo aquello que no está de acuerdo con nuestro criterio.

Por el hecho de pertenecer a la Iglesia y de ser practicantes, creemos tener derecho a opinar sobre el comportamiento de los demás. Pensamos, quizá, que somos mejores y que nunca caeríamos en los fallos en los que ellos caen. Ésta es precisamente la actitud de los que hoy, en el evangelio, van a contar a Jesús lo que Pilato ha hecho con unos galileos cuya sangre ha mezclado con la de sus sacrificios. La respuesta del Señor no puede ser más clara: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás?... ¿Piensas tú que eres mucho mejor que esos a los que criticas? ...Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo».

¿Qué conversión es la que el Señor nos pide? La de reconocer nuestra limitación y nuestra realidad de pecado. Si estamos en la Iglesia es por pura misericordia de Dios. Ningún mérito tenemos por nuestra parte. Esos a los que criticamos, seguramente, hubieran respondido mejor que nosotros a la llamada del Señor, si Él les hubiera llamado. Si todo lo que tenemos lo hemos recibido de manos del Señor gratuitamente, ¿a qué viene presumir o vanagloriarnos?

El Señor Jesús, a continuación, como una llamada a conversión, les expone la siguiente parábola: Un propietario tenía plantada una higuera en su viña. Durante tres años había acudido a buscar fruto sin obtenerlo. Cansado, ordena al viñador que la corte, pero éste le responde: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que vine la cortarás».

Lo primero que tenemos que advertir es que esta parábola no va dirigida a la gente del mundo. Va dirigida a aquellos que vivimos nuestra vida de fe en la Iglesia. El Señor, cuando nos llamó, puso en nuestras manos una importante misión: quería que, a través de nosotros, aquellos que viven alejados de su Iglesia, llegaran a conocerlo. ¿Cómo? podemos preguntarnos. Es muy sencillo. Si tú y yo, que somos pecadores, que somos egoístas, que no nos gusta que nos molesten… somos capaces de perdonar, de ayudar a los que conviven con nosotros, de compartir los bienes que tenemos con los necesitados, etc., sin duda, los que lo vean dirán: “No es posible. Yo conozco bien a ese, y sé que no es capaz de abrir la mano, ni pegándole con un martillo en el codo”.  Por eso, nuestro comportamiento le remitirá a Aquel que ha transformado nuestra manera de ser radicalmente. Dice el evangelio: «Para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo».

¿Cuántas veces se habrá acercado el Señor a nuestra vida buscando frutos? Seguramente muchas, más de tres. ¿Y qué ha encontrado? Egoísmo, vanidad, rencor, chismorreos, críticas y juicios. Esos son nuestros frutos las más de las veces. Nuestra suerte es que el Señor tiene con nosotros mucha más paciencia que el propietario de la higuera, y no se cansa de enviarnos acontecimientos y gracias para que nosotros volviendo la mirada hacia Él nos convirtamos.

Hasta tal punto llega su paciencia y su misericordia, que se conforma con que nosotros reconozcamos nuestra nulidad y nuestra incapacidad para hacer el bien, y le pidamos ayuda: “Señor, haz tú en mí lo que yo no puedo hacer, a pesar de que lo deseo”.  

 

DOMINGO II DE CUARESMA -C-

DOMINGO II DE CUARESMA -C-

«ÉSTE ES MI HIJO, EL ESCOGIDO, ESCUCHADLO».

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 15, 5-12. 17-18 * Flp 3, 17 — 4, 1 * Lc 9, 28b-36 

Jesús camina con sus discípulos hacia Jerusalén. Sabe que está próxima su hora y que va a ser inmolado para la salvación de los hombres. Sabe también que sus discípulos le siguen, porque ven en él al Mesías que ha de liberar a Israel del yugo de los dominadores romanos. Esperan que sea él, el que restaure el Reino de Israel.

Como conoce este error y quiere evitarles el escándalo que va a producirles su Pasión y Muerte, quiere fortalecer la fe en su persona mostrándoles un poco de su gloria. Por eso, nos dice el evangelista, coge a Pedro a Santiago y a su hermano Juan, y asciende con ellos a un monte alto. Una vez en la cima se transfigura mostrándoles lo que está oculto debajo de su naturaleza humana. Aparecen junto a Él Moisés y Elías que conversan sobre todo lo que va a sucederle en Jerusalén.

La figura de Moisés significa para el pueblo de Israel la Ley. Él fue quien la recibió de manos del Señor en el monte Sinaí. Elías representa a los profetas que han intervenido a lo largo de toda la historia llamando a conversión al Pueblo, y hablándole de parte de Dios. Los dos, Moisés y Elías, han hecho presente a Israel la promesa de un Mesías que va a salvar al hombre de sus pecados. Su presencia ahora en el monte Tabor pone de manifiesto que tanto la Ley como las reiteradas promesas de Dios, hallan su pleno cumplimiento en la persona del Señor Jesús.

  A Pedro, Santiago y Juan, la escena les llena de temor, pero a la vez les hace experimentar un inmenso placer. De manera que Pedro fuera de sí exclama: «Maestro qué hermoso es estar aquí, hagamos tres tiendas…» Aún está hablando cuando una nube los envuelve y una voz exclama: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadlo».

  Dos aspectos importantes a considerar en nuestra vida contiene este pasaje del evangelio. En primer lugar, nos hace presente que este cuerpo mortal que cada uno de nosotros tenemos, no está llamado a la destrucción y la muerte. El Señor dice en la Escritura: «Yo no he creado el mal ni me complazco en la muerte del pecador». Somos seres creados llamados a una vida eterna, que ciertamente hemos perdido al usar mal nuestra libertad pecando, pero que el Señor Jesús nos ha devuelto con su Muerte y Resurrección. No somos seres, pues, llamados a la destrucción. Hoy, el Señor, con su transfiguración, nos muestra la gloria que nos tiene reservada para toda una eternidad.

Por otra parte, el Padre, a través del Bautismo, ha hecho en nosotros una nueva creación. Ha destruido nuestro hombre de pecado y nos ha dado una nueva naturaleza. Nos ha adoptado como hijos en la persona del Señor Jesús. De manera que las palabras que resonaron en el monte referidas a su Hijo, hoy han resonado de nuevo en nuestra asamblea dirigidas a cada uno de nosotros. Hoy, el Padre, te ha dicho: «Tú eres mi hijo, el escogido».

  Podemos preguntarnos, ¿para qué nos escoge o nos elige hoy el Señor? Nos llama a ser testigos de su amor y de su misericordia. Quiere que el mismo perdón y la misma misericordia que Él ha usado contigo, la tengas tú con los que te rodean y en especial con tus enemigos. Los demás se enterarán de que Dios los ama y perdona, si un hombre como tú, que no tenía salvación, es capaz de amarlos y perdonarlos. El Señor nos dice: ¿Ves lo que he hecho contigo, que no he sentido asco de tu miseria y tu pecado, sino que te he amado en tu realidad? Pues ahora, ve tú y haz lo mismo.

  Esta misión, que para nosotros es imposible, solo podremos llevarla a cabo con la ayuda del Espíritu del Señor. Pidamos que sea Él el que la lleve adelante en nosotros, supliendo con su fortaleza nuestra debilidad e impotencia.     

 

 

 

 

DOMINGO I DE CUARESMA -C-

DOMINGO I DE CUARESMA -C-

«NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE...»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 26, 4-10 * Rom 10, 8-13 * Lc 4, 1-13

En el evangelio de hoy vemos al Señor Jesús que regresa del Jordán después de ser bautizado por Juan. Se retira al desierto para prepararse, mediante el ayuno y la oración, al inicio de su vida pública, dando cumplimiento así a la misión que el Padre ha puesto en sus manos. Ayuna durante cuarenta días y al final, dice el evangelista, siente hambre. El maligno aprovecha la debilidad física del Señor, para someterlo a tentación. En primer lugar, le muestra unas piedras redondeadas semejantes a bollos de pan y le dice: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan». La respuesta del Señor es tajante: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”.

            Dos tentaciones más lleva a cabo el maligno. En la primera, mostrándole todos los reinos y riquezas del mundo, se atreve a pedirle que se postre ante él y lo adore. En la última, finalmente, transportándolo al pináculo del templo, lo invita a echarse desde arriba, con la certeza de que los ángeles lo sostendrán con sus manos evitando que se haga mal alguno. La respuesta del Señor no se hace esperar. A la primera tentación responderá con la Escritura: «Está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él darás culto”». A la segunda, responde: «Esta mandado: “No tentarás al Señor tu Dios”».

            Vemos en este pasaje que el Señor, hombre como tú y como yo, con las mismas necesidades, y también las mismas debilidades que cada día se nos presentan, quiere ser también igual a nosotros sometiéndose a las tentaciones del maligno. Es tentado en tres aspectos fundamentales de la vida. En primer lugar, la tentación del pan. Es la misma que tenemos todos los hombres: asegurarnos la vida, asegurarnos la existencia representada en el pan. Todos queremos, como se dice vulgarmente, “asegurarnos los garbanzos”. La otra tentación tiene que ver con las riquezas. Desprovisto del amor de Dios por el pecado, el hombre necesita a toda costa llenar el hueco que ha dejado en su corazón. Pide la vida a las riquezas, al dinero y, sin darse cuenta se hace esclavo de los bienes materiales. Finalmente, la tercera tentación tiene que ver con la historia. El hombre no acepta la realidad de su vida. No acepta ser como es. Ni su físico, ni su carácter, ni su trabajo, ni su situación familiar… Creemos que, si tuviéramos poder, si estuviera en nuestras manos, no dejaríamos las cosas como están, sino que con toda seguridad cambiaríamos muchas cosas de nuestra vida.

            Estas tres tentaciones que sufre el Señor Jesús, que como hemos visto no son diferentes a las nuestras, son las mismas que tuvo el Pueblo de Israel en el desierto, cuando después de salir de la esclavitud de Egipto se dirigía a la Tierra Prometida. Israel quería el pan y el agua, ya. Tentación del pan. Cayó en el culto a los ídolos. Recordemos el pasaje del Becerro de Oro y otros momentos en los que desea dar culto a los ídolos, como hacían los pueblos vecinos. Y, finalmente, los israelitas hablaron contra Dios porque no aceptaban la realidad de tener que caminar por el desierto, siguiendo no su voluntad, sino la del Señor.

            Estas tentaciones no han desaparecido de nuestra vida. Son muy actuales. Tú y yo, queremos a toda costa tener asegurada la vida, tener asegurado el pan. Tú y yo, damos culto a las riquezas, nos apoyamos en ellas y, aunque deseemos disimularlo, les pedimos la vida. Finalmente, pensemos que, si por un instante tuviéramos durante tan sólo una hora el poder de Dios, empezando por nosotros, nuestro físico, nuestra salud, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros amigos, nuestros bienes, la política y un largo etcétera, nada quedaría como ahora. Cambiaríamos radicalmente todo. En el fondo quedaría demostrado que son muchas las circunstancias y hechos de nuestra vida que no nos gustan y que con gusto cambiaríamos. Esto, sin embargo, no es una desgracia. Todo lo contrario. Es un don de Dios para que no tengamos más remedio que buscarlo a él. Sólo en Él hallará reposo y descanso nuestro corazón. Sólo Él es capaz de llenar nuestra vida, dándole plenitud.


DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«¿ACASO PUEDE UN CIEGO GUIAR A OTRO CIEGO?» 

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 27, 4-7 * 1Cor 15, 54-58 * Lc 6, 39-45

Este domingo finaliza la primera parte del tiempo ordinario. En el próximo, si Dios quiere, daremos comienzo a los domingos de Cuaresma.

En la vida cristiana es fundamental tener conocimiento de nuestra limitación y de nuestros muchos fallos. Es muy fácil caer en la tentación de creernos superiores a los demás, y, como consecuencia, erigirnos en jueces de sus obras.

La presunción y engreimiento pueden dañarnos a nosotros mismos, y dañar también a aquellos que nos rodean. De ahí que el Señor nos prevenga de ese mal, cuando hoy nos dice: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?». Yo te digo ¿Quién te crees tú para ir dando consejos? ¿Acaso te consideras superior a los demás? Antes de erigirte en maestro será conveniente que tengas muy presente tus fallos, tus defectos, tu ignorancia.

A la hora de juzgar a los demás será bueno tener en cuenta, que podemos ver sus defectos porque los tenemos delante, sin embargo, no podemos evaluar los nuestros, porque los llevamos a la espalda como en una mochila. Por eso el Señor nos dice: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

El Señor sigue diciendo: «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano». Tú y yo, o cualquier hombre, a causa del pecado original somos un árbol dañado. Significa esto que el pecado de origen nos incapacita para dar frutos buenos. Dicho de otra manera, por más que nos esforcemos, sin la ayuda del Señor no podemos obrar el bien. El motor que mueve nuestros actos, aunque a veces no nos demos cuenta, es el egoísmo. Queremos, al precio que sea, alcanzar la felicidad. Es lo que nos pide el corazón.

Esta ansia de ser, de destacar, tiene como origen el hueco que ha dejado en nuestro corazón el amor de Dios, a causa del pecado. Nada de lo que nos rodea, familia, dinero, sexo, poder, diversión, etc., puede dar satisfacción a nuestro corazón. Estamos condenados a vivir insatisfechos. Lo único que conseguimos, como mucho, es vivir alienados.

Para mejor comprensión ponemos un ejemplo. Imaginemos una bombilla que pudiera razonar. Está fabricada para dar luz siempre que esté unida a la corriente. Quedará por tanto frustrada, si se le corta la corriente. Se convertirá en un objeto inservible, en un trasto. Eso mismo le ocurre al hombre. Dios lo ha creado con un corazón hecho para amar y para ser amado. Si en un momento dado se encuentra imposibilitado de amar, experimentará el fracaso y no encontrará sentido a su vida.

Esta es la situación del hombre después del pecado. Hemos cortado la corriente. Hemos roto el lazo de amor que nos unía a Dios. Le hemos vuelto la espalda y ya no encontramos una razón por la que valga la pena vivir. Sin embargo, Dios, no se da por vencido. Él nos ha creado para una existencia feliz y no puede consentir que las fuerzas del mal se alcen victoriosas. Por eso ha dispuesto realizar en nosotros una nueva creación. Lo ha hecho cancelando la deuda que por el pecado habíamos contraído con él. Ha sido el Señor Jesús el que con su sangre ha pagado nuestra factura, y nos ha sacado del dominio de la muerte. Su Espíritu, dentro de nosotros, ha restaurado el lazo que nos unía a Dios, devolviendo el sentido a nuestra vida y llenando de nuevo nuestro corazón de su amor.

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«TRATAD A LOS DEMÁS COMO COMO QUERÉIS QUE ELLOS OS TRATEN»

 

CITAS BÍBLICAS: 1Sam 26, 2.7-9.12-13.22-23 *1Cor 15, 45-49* Lc 6, 27-38

Continuamos hoy, con el llamado Sermón del Llano de san Lucas. Lo que el Señor nos dice en esta parte del evangelio es humanamente imposible. Amar a mis enemigos, hacer el bien a aquel que me desea el mal, decir bien de aquellos que me maldicen… todo esto es inalcanzable para mí. Mi razón me dice todo lo contrario. Me dice además que es injusto obrar así. Que lo lógico es defenderme ante aquel que conscientemente viene a hacerme daño. Sin embargo, el Señor insiste diciendo que trate al otro como a mi me gusta que me traten. Puedo preguntarme, ¿cuál es el motivo de que mi razón rechace todo esto, y que el Señor me lo muestre como lo correcto y adecuado? La respuesta es sencilla. El Señor sabe que he sido creado para una vida eterna y feliz experimentando en mi corazón su amor. Que ese amor, que es la razón de mi existencia y de mi felicidad, me impulsa a amarle a él con todo el corazón, y a la vez amar a mis semejantes como yo mismo me amo. Sabe también que, por el pecado de origen, he rechazado ese amor y que ahora me encuentro vacío y no puedo hallar el sentido de mi vida. Que en esta situación me defiendo ante todo aquello que ataque mi persona. Necesito ser, afianzar mi yo ante todo aquello que merme mi personalidad.

Ante esta situación el Señor me muestra una forma de vivir totalmente distinta de la que me ofrece el mundo. En resumen, lo que hace es encender una luz que alumbre mi ceguera interior y me haga ver que la vida no se consigue respondiendo al mal con el mal. Que, obrando así, lo único que consigo es almacenar rencor y amargura en mi interior, impulsándome a tomar la revancha y aplicando la respuesta que considero que es justa. Sin embargo, Él, insiste en que el camino para alcanzar la verdadera felicidad es precisamente todo lo contrario. Que, aunque humanamente parezca absurdo, la solución radica en devolver bien por mal, en amar al enemigo sin desearle mal alguno, en perdonar de corazón las ofensas, en tratar, en fin, a los demás de la misma manera que yo deseo que me traten. Puedo preguntarme, ¿por qué esto es así cuando más bien repugna a mi razón? La respuesta que nos da el Señor es sencilla: porque para esto has sido creado. Porque la razón de tu existencia es el amor. Amor a Dios en primer lugar, y amor al prójimo como único camino a una auténtica felicidad. Dios así lo dispuso, pero fue la aparición del pecado quien dio al traste con este el plan primero de Dios. Por este motivo, es necesario rehacer lo que el pecado ha destruido en tu vida.

El Señor Jesús, con su muerte y resurrección, venció al pecado y a la muerte. Y Dios-Padre, padre amantísimo, derramando sobre nosotros la fuerza de su Espíritu Santo, hizo que fuera posible restaurar el orden primero, de manera que el mundo, a través de nuestra manera de obrar, llegara a conocerlo como Padre compasivo que no juzga ni condena, que nos perdona para que nosotros podamos perdonar, que no exige compensación a su amor, sino que nos ama gratuitamente. Como discípulos del Señor Jesús, estamos elegidos, en fin, para que los demás, llamados también a la salvación, lleguen a conocer su amor, viéndolo reflejado en nuestras vidas.

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«ALEGRAOS PORQUE VUESTRA RECOMPENSA SERÁ GRANDE EN EL CIELO»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 17, 5-8 * 1Cor 15, 12.16-20 * Lc 6, 17.20-26 

Si preguntáramos a la gente que es necesario para ser feliz, seguramente, la mayoría respondería que tener abundantes bienes materiales: dinero, joyas, riquezas de todo tipo. Sin embargo, vemos hoy en el evangelio que no es ese el pensamiento del Señor. Lo que él nos ofrece para alcanzar la verdadera felicidad, es radicalmente opuesto a lo que piensa el mundo.

A lo que el mundo desprecia y rechaza, a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son odiados, insultados o rechazados por causa del Hijo del Hombre, a esos, precisamente, el Señor llama dichosos.

La forma, pues, que nosotros tenemos de entender la felicidad en este mundo, difiere mucho de aquella que el Señor nos muestra en el evangelio de hoy.

La gente corriente nunca entenderá que los pobres, los que tienen hambre, los que lloran o los que se sienten perseguidos por causa del Evangelio, puedan ser felices. Sin embargo, esto es lo que el Señor Jesús nos da a conocer hoy a través de su Palabra.

Jesús sabe que son muchos los que sufren porque no disponen de lo más elemental para vivir. Sabe también, que otros nadan en la abundancia apropiándose de los muchos bienes que han recibido, sin compartirlos con los demás. Por eso, proclamará dichosos a los primeros haciéndoles poseedores del reino, y recordará a los segundos que ya han recibido su recompensa. «Dichosos, dirá el Señor, si ahora tenéis hambre, no sólo hambre física, sino hambre de justicia y de amor, porque seréis saciadosDichosos los que ahora lloráis porque seréis consolados. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». 

Sabemos que la verdadera felicidad para el hombre radica en el encuentro con el Señor Resucitado. Por eso, aquellos que ahora ríen, que tienen éxito, que se sienten ricos y autosuficientes, que no tienen necesidad de Él, ni lo buscarán ni encontrarán de verdad la vida. Los que, por el contrario, se encuentran vacíos, son pobres, lloran, o son perseguidos, encontrarán en el Señor a quien los llene, los enriquezca y los consuele. A estos, hoy, es a los que el Señor llama bienaventurados.

¿En qué grupo nos encontramos? ¿Somos de los pobres o de los ricos? ¿Reímos o lloramos? ¿Tenemos hambre o nos consideramos saciados? Si somos sinceros reconoceremos que, con frecuencia, nuestro egoísmo hace que nos encerremos en nosotros mismos y que nuestras preocupaciones sean motivo de que no tengamos en cuenta a los demás.

Llegados a este punto será bueno tener presente que, al final de nuestra vida lo único que nos preguntará el Señor es si hemos practicado el amor y la misericordia con los demás. Como dice san Juan de la Cruz, sólo seremos examinados en el amor.

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«EN TU NOMBRE, SEÑOR, ECHARÉ LAS REDES»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 6, 1-2a. 3-8 * 1 Cor 15, 1-11 * Lc 5, 1-11

El Señor Jesús ha iniciado ya su misión evangelizadora a la que acompañan signos extraordinarios. Son muchos los que le siguen. Hoy lo vemos caminando por la orilla del mar de Galilea seguido por la gente que se agolpa a su alrededor. En la orilla hay dos barcas. Los pescadores están lavando las redes. Una de las barcas pertenece a Simón. Jesús sube a ella y le pide que la aparte un poco de la orilla. Desde allí, sentado, haciendo de la barca un púlpito improvisado, enseña a la gente. Cuando termina de hablar dice a Simón: «Remad mar adentro y echad las redes para pescar». Simón, que es un pescador curtido y entendido, un tanto extrañado se atreve a decirle: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra echaré las redes para pescar».

Para nuestra vida, ver la actitud de Pedro es de gran importancia. Pedro tenía todas las razones posibles para no hacer lo que le pedía el Señor. Era un pescador avezado con gran conocimiento de su trabajo, mientras que el Señor no tenía ninguna experiencia en el campo de la pesca. Por otra parte, no era el momento oportuno porque la escena transcurre en pleno día. Si Pedro dice nos hemos pasado la noche bregando es, porque, es precisamente durante la noche cuando había que practicar este tipo de pesca.

Con frecuencia también nosotros nos dejamos llevar por nuestra razón, sin darnos cuenta de que es más importante obedecer al Señor, que hacer lo que creemos correcto. Has recibido una ofensa. Te han tratado injustamente. Han hablado mal de ti. El Señor te dice: "Olvida esa ofensa, perdona". Tú, sin embargo, piensas: "No debe salirse con la suya. Es de justicia que se sepa la verdad. Y con la verdad destrozas al hermano y lo dejas en ridículo. Saca tú mismo la conclusión.

Pedro, obedece y pone su confianza en Aquel que le habla. El resultado es extraordinario. No solo llena su barca, sino que es necesario llamar a sus compañeros para que acudan en su ayuda, y llenen también la suya. El asombro se apodera de Simón Pedro que arrojándose a los pies del Señor le dice: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Jesús le responde: «No temas: desde ahora serás pescador de hombres» 

Hemos de aprender de Pedro a no mirarnos a nosotros mismos. Él tenía muchas razones para no obedecer la indicación del Señor, sin embargo, en vez de hacer valer sus razones, mira a Aquel que tiene delante confiando en su palabra. Tú, ante tus problemas y dificultades no te mires a ti mismo. Ni has de acudir a tus razones, ni mirar tus defectos y deficiencias. Mira a aquel que te llama y confía, porque dice la Escritura que «nadie que ponga en Él su confianza quedará defraudado», y también, «Dios no deja en vergüenza a los que confían en él».