Blogia

Buenasnuevas

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«¡Oh Dios!

¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 35, 12-14.16-18 * 2Tim 4, 6-8.16-18 * Lc 18, 9-14

En estas últimas semanas el leitmotiv o motivo central de los pasajes del Evangelio, ha sido la oración. El Señor Jesús nos ha ido dando a conocer cómo y cuándo debemos orar. Hoy, sigue amaestrándonos a través de la Parábola del Fariseo y el Publicano. Fundamentalmente quiere darnos a conocer cuál ha de ser nuestra actitud a la hora de ponernos en oración.

Nos presenta para ello a dos personajes que se acercan al Templo a orar. Uno de ellos es un fariseo, hombre religioso y justo, cumplidor de la Ley, que puesto en pie se dirige al Señor enumerando las buenas obras que realiza en su vida, al tiempo que le da gracias por ser distinto a los demás hombres. No es adúltero, ni rapaz, ni injusto, ni como ese publicano del fondo del templo. Ayuna dos veces por semana y paga religiosamente el diezmo de sus ganancias.

Al decir ese publicano, ha hecho referencia al segundo personaje de la parábola. Se trata de un publicano, un pobre hombre que teniendo presentes sus muchos pecados, se ha quedado postrado en el mismo dintel de la puerta incapaz de entrar en el recinto del templo, y que golpeándose el pecho dice una y otra vez: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

El Señor Jesús, resumiendo la actitud de estos dos personajes, nos dice que el publicano bajó justificado a su casa, mientras que el fariseo, no.

Fijémonos en estos dos personajes. Si juzgamos con criterios humanos, veremos que el fariseo dice la verdad. Es cierto que se esfuerza por cumplir estrictamente la Ley, pero también es cierto que, para él, la salvación no es un don gratuito recibido de la mano de Dios, sino que es algo que cree haber ganado con su esfuerzo. Por otra parte, al menospreciar al publicano incumple la segunda parte del Shemá, que dice «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Para Dios, que se complace en el humilde y mira al soberbio desde lejos, no puede en modo alguno ser grata su oración. El Señor Jesús resume esta parábola y afirma como enseñanza: «Todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado».

No es necesario esforzarnos mucho para entender qué es lo que el Señor quiere enseñarnos con esta parábola, a fin de que comprendamos cómo ha de ser nuestra oración. Tú y yo somos como el publicano. Somos pecadores y no tenemos salvación si no nos acogemos a la misericordia infinita de Dios. Si el Señor no nos perdona estamos perdidos. Es necesario, por tanto, reconocer ante Él, con humildad, nuestros pecados. Él, como el padre del Hijo Pródigo, espera con impaciencia nuestro regreso. Su corazón amante no puede resistirse a la oración humilde de sus hijos. Hagamos nuestra también la oración del publicano reconociendo nuestra pobreza y diciendo humildemente: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«HAZME JUSTICIA FRENTE A MI ADVERSARIO»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 17, 8-13 * 2Tim 3, 14—4, 2 * Lc 18, 1-8

El medio que el Señor nos da para ponernos en contacto con él Padre es, sin duda, la oración. Es él mismo el que, en el evangelio, nos apremia a utilizarla cuando nos dice: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá». Sin embargo, es posible que en nuestra vida de fe no ocupe el lugar relevante que merece, por no ser conscientes de la fuerza que tiene ante nuestro Padre-Dios. Si recurrimos a la Escritura comprobaremos que la oración es la única arma de que disponemos, capaz de cambiar los planes que Dios tiene para cada uno de nosotros. Podemos comprobarlo en el libro del profeta Isaías cuando habla del Rey Ezequías, que al conocer a través del profeta que ha llegado el momento de su muerte, dirige con insistencia su oración al Señor pidiendo la salud, y éste, cambiando los planes que tiene sobre el rey, le concede quince años más de vida.

Todos nosotros tenemos, más o menos, la costumbre de rezar, aunque, con frecuencia, nos da la sensación de no ser escuchados, porque con nuestra oración no obtenemos aquello que pedimos. Hay dos razones que explican por qué esto sucede así. En primer lugar, nuestra falta de fe. No acabamos de estar convencidos de la fuerza de la oración. San Marcos en su evangelio pone en boca del Señor estas palabras: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis conseguido y lo obtendréis». Entonces, ¿qué pasa aquí? Pues que pedimos de manera rutinaria y sin estar convencidos de alcanzar lo que pedimos. Otra razón para no obtener lo que pedimos, es que pidamos algo que sea contrario a nuestra salvación. En este caso el Señor no atenderá nuestras súplicas, pero nos dará otras gracias diferentes.

Hoy el Señor Jesús viene en nuestra ayuda mostrándonos una de las cualidades que ha de tener nuestra oración. En la parábola que nos propone aparece una viuda. Ser viuda en tiempos de Jesús era una gran desgracia. La mayoría de las viudas no disponían de medios para poder vivir ellas y su familia. Con la muerte del esposo quedaban por completo desamparadas y sin medios de subsistencia. Por eso vemos en la Escritura que son objeto del cuidado especial del Señor.

A la viuda de la parábola, un desaprensivo le ha robado los bienes necesarios para poder vivir ella y sus hijos. Pide justicia al juez porque su vida depende de que se le restituya lo que le pertenece, pero éste solo atiende a aquellos que le sobornan con sus regalos. Por eso, no teniendo otro medio a su alcance, puesta a la puerta del tribunal insiste cada día gritando una y otra vez: «Hazme justicia frente a mi adversario». El juez injusto, harto de las molestias que le acarrea la actitud de la viuda, por fin la escucha y le hace justicia. La insistencia machacona de la viuda ha dado resultado.

¿Qué hemos de hacer tú y yo para que el Señor nos escuche? Pedir con insistencia. Así ha de ser nuestra oración. Quizá alguno pregunte: Si el Señor sabe lo que necesito ¿a qué vine tener que pedirlo? Ciertamente el Señor conoce nuestras necesidades, pero desea que se las expongamos en la oración de manera insistente. Con ello quedará patente la necesidad y el interés que tenemos en lo que pedimos, y además reconoceremos su poder para ayudarnos. Si no fuera así, y el Señor nos concediera sus gracias sin pedirlas, somos tan necios que en vez de pensar que venían de sus manos, las atribuiríamos al azar o a la suerte.

El Señor Jesús termina comparando al juez injusto con Dios, porque si siendo un malvado ha hecho justicia, ¿cómo «Dios no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar. ¿Pero cuando venga el Hijo del Hombre encontrará esta fe en la tierra?» Dicho de otro modo ¿seremos capaces de continuar creyendo en el poder de Dios y en su preocupación por cada una de sus criaturas?  

 

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«JESÚS, MAESTRO, TEN COMPASIÓN DE NOSOTROS» 

 

CITAS BÍBLICAS: 2Re 5, 14-17 * 2Tim 2, 8-13 * Lc 17, 11-19

La lepra era en tiempos de Jesús una de las enfermedades incurables más terrible, que se manifestaba por la aparición en el enfermo de pústulas purulentas por todo el cuerpo, que hacían que la carne y los miembros se fueran desprendiendo a pedazos. Junto a esto, los enfermos sufrían un total rechazo de la sociedad por temor al contagio, viéndose obligados a abandonar su casa y su familia, refugiándose en grutas apartadas de las ciudades junto con otros enfermos. Cuando se veían forzados a salir de aquellos lugares para buscar alimentos, tenían la obligación de señalar su presencia agitando una campanilla y gritando a la vez: ¡Impuro, impuro!

Hoy san Lucas, en su evangelio, nos presenta a diez de estos enfermos que se acercan al Señor Jesús para implorarle a gritos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». El Señor, al verlos les dice: «Id a presentaros a los sacerdotes». Quizá alguno no entienda esta respuesta y se pregunte. ¿Por qué en vez de curarles les manda presentarse a los sacerdotes? La respuesta es muy sencilla. La ley de Moisés ordenaba que en el caso de que un leproso se viera libre de la lepra, era indispensable que se presentara a los sacerdotes que eran los encargados de testificar, que efectivamente aquella persona se encontraba libre de la enfermedad.

Los leprosos se ponen en marcha, y durante el camino observan con asombro que su carne está completamente sana. Uno de los diez, un samaritano, antes de ir al sacerdote, regresa dando gritos alabando a Dios, y postrado en tierra a los pies del Señor Jesús, le da las gracias.

El Señor viendo con extrañeza que solo uno de los enfermos ha regresado, dice: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y dirigiéndose al samaritano le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Como siempre que se proclama la Palabra de Dios podemos preguntarnos, ¿qué quiere decirme el Señor a través de este evangelio? ¿Qué aplicación tiene para mi vida de fe?  La Iglesia, desde siempre, ha considerado los pecados como una lepra que cubre toda nuestra piel. Una lepra de la que no podemos librarnos nosotros solos. Tú y yo conocemos nuestras malas inclinaciones y nuestros fallos. Reconocemos que con frecuencia somos infieles al Señor y no hacemos aquello que le agrada. Nuestro egoísmo hace que vivamos encerrados en nosotros mismos si preocuparnos demasiado por los demás. Somos también esclavos del sexo que nos hace caer en el pecado, ya sea mediante la vista, el deseo o las acciones. Quisiéramos librarnos de estas tendencias pecaminosas, pero cada día comprobamos nuestra impotencia.

Sólo hay uno que tiene poder para limpiar esta lepra. Sólo hay uno capaz de perdonar nuestros pecados sean cuales fueren. Para el Señor nada hay imposible. Él tiene poder para que domines tu mal genio, o para librarte de ese vicio que quieres corregir sin conseguirlo, y que te amarga la vida.

Tres cosas necesitas hacer para verte curado de tu lepra. En primer lugar, reconocer sin ningún miedo que eres leproso, que eres pecador, que no haces las cosas bien. Si no lo reconoces, nunca se te ocurrirá acudir al médico que puede curarte. En segundo lugar, reconocer, como los leprosos, que hay uno con poder para librarte de la lepra. Uno que siempre está dispuesto a perdonar tus pecados por grandes que sean, si acudes a Él reconociendo tu debilidad y tu impotencia. Finalmente, y en tercer lugar, estar dispuesto dar gloria a Dios como el samaritano, dando a conocer a los demás que el Señor ha sido bueno contigo y te ha curado. Te ha liberado de tu esclavitud y ha perdonado todos tus pecados.

 

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«SI TUVIÉRAIS FE COMO UN GRANITO DE MOSTAZA...» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hab 1, 2-3;2, 2-4 * Tim 1, 6-8;13-14 * Lc 17, 5-10

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Los apóstoles acuden al Señor para decirle: «Auméntanos la fe». La respuesta del Señor Jesús no puede ser más clara: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar».

 ¿Qué nos da a entender esta respuesta del Señor? Si sus palabras son ciertas, y desde luego lo son, lo primero que se nos ocurre pensar es que la fe es un don muy escaso. ¿Cuántos de nosotros, que somos creyentes y acudimos regularmente a la iglesia, somos capaces por el tamaño de nuestra fe de mover montañas, o a hacer, como dice hoy el evangelio, que una morera se arranque y se plante en el mar? ¿Quién de nosotros tiene la fe suficiente como para hacer esto? Me atrevo a decir que nadie.

Antes de nada, será interesante reflexionar sobre lo que nosotros entendemos por fe. Para muchos la fe es creer en lo que no se ve. Los que aprendimos el Catecismo para la primera comunión, recordaremos que decíamos que “la fe es creer en todas las verdades que manda la santa Madre Iglesia.” Sucede que estas definiciones hablan de una fe meramente intelectual. Una fe que reside en la cabeza, en la inteligencia, y no salva de nada. Es una fe que no sirve para afrontar los momentos difíciles de la vida. Nos preguntamos ¿es mala esta clase de fe? Ni mucho menos, es muchísimo mejor que ser ateo y no creer en nada.

La fe de la que habla el Señor en el evangelio es otra cosa. Es una fe vivencial. Una fe capaz de mover la montaña que supone para una joven madre de familia numerosa, quedarse sin marido, sola y sin recursos.

Es la fe que da fuerzas para continuar viviendo sin caer en la desesperación, a aquella persona que le diagnostican un cáncer terminal que la llevará a la tumba en escasos meses. La fe de estas personas no está basada en cosas aprendidas de memoria, sino que nace de la certeza de que existe un Dios que es Padre, que nunca abandonará a su suerte a ninguno de sus hijos.

 La fe que salva es la de tener la experiencia en la vida del encuentro con el Señor Resucitado. Cristo no solo está en el cielo. Cristo está, como Él lo dijo, continuamente entre nosotros, camina junto a nosotros. Conoce nuestros sufrimientos y nuestros desánimos. Haber experimentado su presencia y su poder en los momentos difíciles de la vida, cuando la ayuda de los demás es inútil, es lo que nos da fuerzas para continuar viviendo esta vida sin perder la esperanza. A esa fe se refiere el Señor en el evangelio. Esa es la fe que mueve montañas y que es capaz de plantar una morera en el mar.

Esta fe es un don, un regalo gratuito del Señor que no podemos conseguir con nuestro esfuerzo, y que sólo se obtiene a través de la escucha de la Palabra de Dios y la predicación de la Iglesia. Si descubrimos con humildad que no tenemos fe, podemos pedir al Señor en la oración que nos la conceda.

La segunda parte del evangelio nos hace presente la misión a la que como discípulos nos llama el Señor. Somos los trabajadores de su campo, que es la familia, la sociedad, el mundo. Él nos ha regalado los medios, las herramientas. Nos ha dado la vida, la inteligencia, la salud, los bienes materiales, etc. Nada de lo que tenemos nos pertenece. Todo es suyo. Por eso nada podemos exigir al terminar nuestra tarea. Una tarea que no hubiéramos podido completar sin su ayuda. Entonces, si de nada podemos presumir, es lógico que con humildad hagamos nuestra la última frase del evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

DOMINGO XXVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVI DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

 

CITAS BÍBLICAS: - Am 6, 1a. 4-7 * 1 Tim 6, 11-16 * Lc 16, 19-31 

El evangelio de este domingo trae a nuestra consideración la realidad del infierno. Una verdad que es dogma de fe, pero que ha pasado en la predicación de la Iglesia a un segundo plano, quizá para contrarrestar el abuso que de todo lo referente al infierno se hizo tiempo atrás en la vida de la Iglesia. Soy testigo de cómo vivíamos amedrentados cuando por nuestra fragilidad caíamos en el pecado. El horror a la condenación eterna nos oprimía el corazón, llegando incluso a impedirnos conciliar el sueño. Ignorábamos la misericordia divina y su gran amor hacia el pecador.

            A partir del Concilio Vaticano II hemos ido conociendo la misericordia infinita del Señor que, odia al pecado porque, como padre amoroso, odia todo aquello que hace infeliz a sus hijos. Él sabe que el pecado, y el maligno que induce a cometerlo, hacen nuestra vida infeliz, y con el veneno que nos inculcan, producen en nosotros la muerte. De ahí que nuestro Padre odie radicalmente al pecado, y ame profundamente al pecador.

            La existencia del infierno es una necesidad y a la vez un rasgo que demuestra el profundo amor de Dios para con el hombre. La salvación es, aunque no podamos alcanzarla con solo nuestro esfuerzo, una opción que entra dentro de la libertad que el Señor nos ha otorgado. Significa esto que, para salvarme, es necesario que yo acepte libremente esa salvación acogiéndome a la misericordia infinita del Señor. Su voluntad es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, pero si elijo libremente la condenación, el Señor no me salvará a la fuerza. Su ayuda, su gracia, sus inspiraciones, no me faltarán. Él hará todo lo posible para que yo cambie de actitud, pero nunca lo hará hasta el extremo de violentar mi libertad. Hemos de tener en cuenta que Dios no castiga al pecador arrojándolo al infierno, somos nosotros los que nos condenamos rechazando su salvación. El Señor nos corrige permitiendo acontecimientos que nos ayuden a cambiar de dirección, que nos empujen a la conversión sin llegar nunca a violentar nuestra libertad  

            Las consideraciones anteriores vienen al caso porque en el evangelio de hoy, san Lucas nos narra la parábola del rico Epulón y Lázaro, en donde se nos hace presente la existencia del infierno para aquellos que desean vivir a espaldas de la voluntad de Dios. Las circunstancias de la vida han sido muy distintas para Lázaro y para el rico Epulón. El primero ha conocido durante su vida la carencia de todo lo necesario para subsistir. Ha conocido el hambre, el sufrimiento, la enfermedad, la soledad… Epulón, por el contrario, ha nadado en la abundancia. Ha tenido de todo, riquezas, amigos, bienes de todo tipo… Sin embargo, en su comportamiento no ha tenido la sabiduría y astucia que veíamos en el administrador infiel. No ha sabido ganarse amigos con las riquezas injustas. Solo ha pensado en sí mismo y, por lo tanto, en el momento de su muerte no ha hallado ningún valedor.

            El destino de estos dos personajes ha de ser sin duda totalmente opuesto. El Señor, que se complace en el pobre, que con frecuencia se erige como defensor del huérfano y de la viuda, y de todos aquellos en los que en vida se ha cebado la desgracia, compensa a Lázaro dándole una existencia feliz en su presencia. El Señor, que es justo y quiere hacer justo a Epulón, al quien también ama, le ha puesto cerca a Lázaro para que use con él de misericordia, cosa que no hace dejándose llevar por su egoísmo que lo aleja de Dios que es amor, sumergiéndose por tanto en el fuego eterno.

            La justicia del Señor consiste en hacernos justos a los que somos injustos. Lo ha hecho lavando nuestros pecados con la Sangre de su Hijo, pero nos ha dado la libertad para que nosotros aceptemos o rechacemos esa salvación. En este mundo estamos de paso. Caminamos hacia la vida eterna. Nuestra salvación consiste en creer y aceptar la misericordia de nuestro Padre Dios. Para los que voluntariamente rechacen esta misericordia, Dios ha dispuesto un estado, un lugar, en donde puedan renegar de Él por toda la eternidad.

(El nombre del rico de la parábola no figura en la Escritura, hemos utilizado el que tradicionalmente se le ha atribuido)

DOMINGO XXV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO PODÉIS SERVIR A DIOS Y AL DINERO»

 

 CITAS BÍBLICAS: Am 8, 4-7 * 1Tim, 2, 1-8 * Lc 16, 1-13

Al final del evangelio de este domingo, san Lucas, pone en labios del Señor Jesús estas palabras: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».

El Señor para indicar cómo debe ser el comportamiento de un discípulo, no hace una enumeración de los tipos de pecados. No habla del sexo, ni de respetar la vida de los demás, ni tampoco alude a la mentira o al falso testimonio, etc., sino que únicamente hace referencia a la relación que tenemos con el dinero. Sin duda será interesante averiguar cuál es la razón para obrar así.

El hombre, huérfano del amor de Dios por el pecado, necesita encontrar la razón de ser a su existencia. Sería absurdo pensar que aparecemos en el mundo igual que las setas, de la noche a la mañana, sin que nadie las siembre. El mundo, por su parte, nos brinda una explicación presentándonos a las riquezas como aquello por lo que vale la pena vivir. Contrapone, entonces, el amor de Dios con el dinero, dos cosas que son totalmente incompatibles.

En varios pasajes del evangelio se pregunta al Señor Jesús cuál es el mandamiento más importante de la Ley, a lo que él responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Amar al Señor con todo el corazón y con toda la mente significa amarlo con todo nuestro ser, y amarlo con todas las fuerzas significa amarlo con todos nuestros bienes, con todas nuestras riquezas. Está claro que, cuando en nuestro corazón predomina la preocupación por el dinero, no queda espacio para el amor de Dios. Por eso el Señor nos dice: «No podéis servir a Dios y al dinero».

Con todo lo que estamos diciendo sobre las riquezas no queremos decir que sean malas en sí mismas. Todo lo que somos y tenemos proviene de Dios, pero hay que tener en cuenta un orden de valores que hay que respetar.

Hoy, el Señor, en el evangelio nos dice: «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas». ¿Cómo interpretar estas palabras del Señor? ¿Cuál es ese dinero injusto? Muy sencillo. Hemos de convencernos de que no tenemos nada que no hayamos recibido. Quizás pienses: con mi esfuerzo y mi trabajo he conseguido una posición social y unas riquezas. Nadie me ha regalado nada. Sin embargo, yo te digo: mira a tu alrededor. Fíjate cuántas personas son tan inteligentes como tú, tan trabajadoras o más trabajadoras que tú, y cuánto se esfuerzan por conseguir lo que tú tienes y no pueden conseguirlo. ¿Eres tú más guapo que ellas? No me digas que han tenido mala suerte. La suerte o el azar no existe. Existe, desde luego, la Providencia de Dios. Recuerda las palabras de Job que tenía muy presente que todas sus riquezas provenían de Dios cuando afirmaba: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó».

A través de la parábola del evangelio, el Señor nos invita a hacer lo mismo que el mal administrador, aprovechando las riquezas que hemos recibido de sus manos y de las que solo somos meros administradores. Con esas riquezas podemos conseguir aquí amigos, que un día testifiquen delante de Él a nuestro favor. «El amor, dice san Pedro en su primera carta, cubre multitud de pecados», y una manifestación eminente del amor es la limosna. También leemos en el Libro del Eclesiástico: «El agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados».

No seamos, por tanto, necios. No permitamos que nuestro corazón se pegue demasiado al dinero. Hagamos caso al Señor cuya palabra es fuente de vida, que nos dice: «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas».

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 7-11.13-14 * Tm 1, 12-17 * Lc 15, 1-32

El evangelio de este domingo es una verdadera perla. El Señor Jesús ha tenido a bien para nuestra salvación, mostrarnos en él, no sólo el rostro del Padre sino también sus entrañas de misericordia. Guiados por la Parábola del Hijo Pródigo podemos bucear y conocer en profundidad sin necesidad de acudir a ningún tratado teológico, cómo es nuestro Padre-Dios. Además, podemos tener la certeza de no equivocarnos porque lo hacemos guiados por alguien que lo conoce a fondo, ya que es uno sólo con el Padre.

A Dios lo podemos imaginar de muchas maneras. Hoy, el Señor nos lo presenta como a un padre de familia que tiene dos hijos. En un momento dado, el menor, pide al padre la parte de herencia que le corresponde. Ya en este comienzo de la parábola el Señor Jesús nos muestra cómo es el corazón de este padre. Sin duda, la pretensión del hijo produce en él, un enorme disgusto y le presenta, además, un dilema. Por una parte, conoce de antemano las consecuencias negativas que el hecho de poseer tan abundantes riquezas, le pueden acarrear. Puede, por tanto, negarse a las pretensiones del hijo. Sin embargo, movido por el amor que le tiene y respetando por encima de todo su libertad, accede a su petición.

La parábola nos cuenta cómo se desarrollan los acontecimientos a partir de este momento, y cómo los temores del padre sobre el peligro del mal uso de las riquezas son ciertos. Sin embargo, el amor que siente por su hijo se ve acrecentado, si cabe, pensando continuamente en los peligros que le acechan en un país tan lejano. Podemos imaginarle subiendo cada día a la terraza de la casa, mirando al camino en lontananza, a la espera de ver aparecer la silueta del hijo que vuelve. Cuando esto sucede se pone en camino corriendo con los brazos abiertos para abrazar a su hijo y llenarlo de besos. Ni un reproche. No quiere explicaciones, ni atiende a razones, y apenas deja hablar al hijo. Lo importante para él no es el pasado. Lo importante es que ahora, ya, tiene de nuevo al hijo en sus brazos.

Ésta es también la actitud de nuestro Padre-Dios, cuando reconociendo que nos hemos equivocado, que hemos metido la pata, volvemos nuestro rostro hacia él. Entonces, en su actitud no tienen cabida ni la reconvención, ni el reproche o las amenazas y, mucho menos, el castigo. Si la felicidad o la alegría de nuestro Padre pudieran mensurarse, diríamos que cuando volvemos nuestro rostro hacia él, acrecentamos su felicidad, la hacemos mucho mayor. ¡Qué lejos está de este Dios aquel que aprendimos en el Catecismo, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos!

El Padre del Hijo Pródigo es la figura que ha elegido el Señor Jesús para darnos a conocer cómo es nuestro Dios. Ha querido que, a través de él, conozcamos el corazón de nuestro Buen Padre. Un Padre que, ciertamente nos corrige, pero lo hace siempre por amor. Un Padre, incapaz en su omnipotencia de hacernos o desearnos mal alguno. Somos tú y yo los que, voluntariamente, como el Hijo Pródigo, nos apartamos de su lado haciendo que caiga sobre nosotros la desgracia, mientras que Él espera nuestro regreso con impaciencia.

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

Aunque este año celebramos en este domingo la FIESTA DE LA EXALTACIÖN DE LA SANTA CRUZ, publico el comentario correspondiente al Domingo XXIV del tiempo ordinario que es el que correspondería, por si a alguien le ayuda.

 

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

CITAS BÍBLICAS: Ex 7-11.13-14 * Tm 1, 12-17 * Lc 15, 1-32

El evangelio de este domingo es una verdadera perla. El Señor Jesús ha tenido a bien para nuestra salvación, mostrarnos en él, no sólo el rostro del Padre sino también sus entrañas de misericordia. Guiados por la Parábola del Hijo Pródigo podemos bucear y conocer en profundidad sin necesidad de acudir a ningún tratado teológico, cómo es nuestro Padre-Dios. Además, podemos tener la certeza de no equivocarnos porque lo hacemos guiados por alguien que lo conoce a fondo, ya que es uno sólo con el Padre.

A Dios lo podemos imaginar de muchas maneras. Hoy, el Señor nos lo presenta como a un padre de familia que tiene dos hijos. En un momento dado, el menor, pide al padre la parte de herencia que le corresponde. Ya en este comienzo de la parábola el Señor Jesús nos muestra cómo es el corazón de este padre. Sin duda, la pretensión del hijo produce en él, un enorme disgusto y le presenta, además, un dilema. Por una parte, conoce de antemano las consecuencias negativas que el hecho de poseer tan abundantes riquezas, le pueden acarrear. Puede, por tanto, negarse a las pretensiones del hijo. Sin embargo, movido por el amor que le tiene y respetando por encima de todo su libertad, accede a su petición.

La parábola nos cuenta cómo se desarrollan los acontecimientos a partir de este momento, y cómo los temores del padre sobre el peligro del mal uso de las riquezas son ciertos. Sin embargo, el amor que siente por su hijo se ve acrecentado, si cabe, pensando continuamente en los peligros que le acechan en un país tan lejano. Podemos imaginarle subiendo cada día a la terraza de la casa, mirando al camino en lontananza, a la espera de ver aparecer la silueta del hijo que vuelve. Cuando esto sucede se pone en camino corriendo con los brazos abiertos para abrazar a su hijo y llenarlo de besos. Ni un reproche. No quiere explicaciones, ni atiende a razones, y apenas deja hablar al hijo. Lo importante para él no es el pasado. Lo importante es que ahora, ya, tiene de nuevo al hijo en sus brazos.

Ésta es también la actitud de nuestro Padre-Dios, cuando reconociendo que nos hemos equivocado, que hemos metido la pata, volvemos nuestro rostro hacia él. Entonces, en su actitud no tienen cabida ni la reconvención, ni el reproche o las amenazas y, mucho menos, el castigo. Si la felicidad o la alegría de nuestro Padre pudieran mensurarse, diríamos que cuando volvemos nuestro rostro hacia él, acrecentamos su felicidad, la hacemos mucho mayor. ¡Qué lejos está de este Dios aquel que aprendimos en el Catecismo, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos!

El Padre del Hijo Pródigo es la figura que ha elegido el Señor Jesús para darnos a conocer cómo es nuestro Dios. Ha querido que, a través de él, conozcamos el corazón de nuestro Buen Padre. Un Padre que, ciertamente nos corrige, pero lo hace siempre por amor. Un Padre, incapaz en su omnipotencia de hacernos o desearnos mal alguno. Somos tú y yo los que, voluntariamente, como el Hijo Pródigo, nos apartamos de su lado haciendo que caiga sobre nosotros la desgracia, mientras que Él espera nuestro regreso con impaciencia.