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NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

«CRISTO VENCE, CRISTO REINA, CRISTO IMPERA»

 

CITAS BÍBLICAS: 2 Sam 5, 1-3 * Col 1, 12-20 * Lc 23, 35-43

En el Año Litúrgico están recopilados y hechos presente los acontecimientos relativos a toda la Historia de Salvación. Una historia en la que ocupa un lugar relevante la Palabra, que fue el origen de todo lo creado. San Juan dice en el inicio de su evangelio refiriéndose a ella: «Todo se hizo por ella y sin ella nada se hizo». Esta Palabra, que es el Señor Jesús, es la que se hizo carne y acampó entre nosotros. San Pablo, en la carta a los Colosenses, nos dice hoy que «todo fue creado por él y para el… que él es el principio, el primogénito entre los muertos, y así es el primero en todo». No nos ha de extrañar, por tanto, que, en este último domingo del año litúrgico, como culmen de toda la historia de salvación, la Iglesia nos muestre al Señor Jesús como Rey del Universo. Un Rey que ha de reinar hasta que bajo sus pies queden sometidos todos sus enemigos, incluyendo al más representativo de todos ellos que es la muerte.

La realeza de Cristo, que implica que se le ha dado todo poder, tiene para nuestra vida una significación fundamental. Somos criaturas de Dios llamados a disfrutar de una vida eterna y plenamente feliz junto a nuestro Creador. Nuestro Padre-Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Como su esencia es el amor, nos hizo seres capaces de experimentar el amor y a la vez capaces de amar. Esto significaba para nosotros la felicidad plena. No satisfecho con darnos la vida, su amor por ti y por mí llegó al extremo de querer darnos el mayor regalo posible después de la existencia: la libertad. Quería que fuéramos seres libres. No quería ser amado a la fuerza. Nosotros, sin embargo, ante la tentación del maligno, en vez de mantenernos fieles a nuestro Dios, le volvimos la espalda. Esta acción nos acarreó un sinfín de desgracias de todo tipo. Aparecieron las enfermedades, los odios, el egoísmo, el ansia insatisfecha de llenar con afectos humanos y riquezas de todo tipo, el hueco dejado en nuestro corazón por el amor de Dios, y mil sufrimientos más. Pero lo peor, fue que apareció en nuestra existencia la muerte, algo que no estaba contemplado cuando fuimos creados. Separados de Dios, que es la vida, nos encontramos sumidos en la muerte.

¿Cómo es la respuesta del Padre ante el pecado del hombre? Totalmente distinta a la respuesta que daríamos nosotros. El Padre, que nos ama sin ninguna limitación, pergeña de inmediato un plan de salvación. Enviará a su propio Hijo en una carne mortal como la nuestra, para que asumiendo nuestro pecado y penetrando en la muerte, dé muerte a la muerte resucitando en provecho nuestro. Lo eleva como Señor de la muerte y de todo lo que como consecuencia del pecado nos esclaviza y oprime. Todo lo que para ti y para mí es imposible: la muerte física que te amedrenta, tu orgullo desmedido, tu sexualidad desbocada, tu ambición sin control, la envidia que te corroe, la soberbia que te hace creer que eres el rey del universo, tus dolencias físicas, y un largo etcétera, encuentran en su poder sin límites la solución. Él es el Rey del Universo. Empezó a reinar desde la Cruz y está puesto por el Padre como nuestro Ayudador. Tiene sometidos bajos sus pies todos los principados y potestades. Está siempre atento para ayudarnos en cuanto le invoquemos. San Pablo resume su ayuda en una certera frase: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».

Alegrémonos, por tanto, de tener un tal Ayudador. Él, que está resucitado, vive entre nosotros como lo prometió antes de subir al cielo cuando dijo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». No desaprovechemos su ayuda porque es nuestro hermano mayor, y como dice en el Libro de los Proverbios, «Mi delicia es estar con los hijos de los hombres».

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«MUCHOS VENDRÁN USURPANDO MI NOMBRE. NO VAYAIS TRAS ELLOS»

 

CITAS BÍBLICAS: Mal 3, 19-20a * 2Tes 3, 7-12 * Lc 21, 5-19

Se acerca el final del año litúrgico y hoy san Lucas nos hace presente el final de los tiempos. Está claro que nuestro mundo y el universo entero no son eternos, caminan indefectiblemente hacia su aniquilación. Del tiempo y la hora en que esto ocurrirá, no tenemos la menor idea. El Señor Jesús dice en otro evangelio, que solo el Padre conoce el día y le hora en que esto ha de suceder.

 Hoy, en el evangelio, el Señor nos da dos señales que harán presente la proximidad del final de los tiempos. En primer lugar, la aparición de falsos profetas que, incluso presentándose en su nombre, anunciarán el final. Serán falsos mesías que se mostrarán como salvadores de la humanidad. «No vayáis tras ellos, dice el Señor». En segundo lugar, dice, habrá signos en la tierra como terremotos, hambre y epidemias y sobre todo persecución a los elegidos, que serán entregados a los tribunales y metidos en las cárceles.

 Si nos detenemos en los acontecimientos que está viviendo nuestra sociedad, guerras, terremotos, persecución de los que se confiesan cristianos y la aparición de falsos profetas, falsos mesías, que pretenden mostrarnos caminos de felicidad con formas de vida totalmente ajenas al Evangelio, diríase que estamos viviendo en el preludio del fin. Sin embargo, no debemos alarmarnos, nada sucede que no esté permitido por el Señor, en bien de los elegidos.

 Podemos afirmar con toda seguridad, que difícilmente seremos testigos del final de los tiempos. Sin embargo, para cada uno de nosotros existirá un final de los tiempos particular. El Señor tiene dispuesto para cada uno de nosotros un final distinto. El fin del mundo, a mí no me quita el sueño, como no nos lo ha de quitar a nadie. Lo que si ha de preocuparnos es estar vigilantes, para que cuando el Señor disponga, nos encuentre preparados para marchar con Él.

 La muerte es para los creyentes una puerta que se abre hacia la eternidad, donde se nos descubrirá un panorama tan maravilloso que hará exclamar a san Pablo, que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios prepara para los que lo aman». Tampoco debe amedrentarnos el hecho de encontrarnos con el Señor. Somos pecadores es cierto, pero también es cierto que la misericordia del Señor es eterna y que Él no condena a nadie. Para Él, que cargo sobre sus hombros el peso de nuestros pecados es imposible rechazar a aquellos que nos acojamos a su misericordia. Lo que sí debe producirnos temor es que, usando mal de nuestra libertad, nos apartemos de Él. Ese es el santo temor de Dios.

Desconocer el día y la hora no ha producirnos inquietud, pero tampoco ha de ser motivo para que vivamos demasiado relajados como si ese día nunca hubiera de llegar. El Señor, nuestro esposo, llega, y nosotros, como la novia, hemos de estar expectantes para partir con Él en cuanto se nos presente. Por eso hoy, al final del evangelio, nos tranquiliza para que no nos afecten demasiado los sufrimientos, persecuciones y adversidades. Es Él mismo el que nos dice: «Ni un solo cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Nuestra actitud, por tanto, ha de ser de una vigilante y a la vez confiada espera.

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO ES UN DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS»

 

 CITAS BÍBLICAS: 2 M 7, 1-2.9-14 * 2Tes 2, 16—3,5 * Lc 20, 27-38

El evangelio de este domingo aborda para nosotros una cuestión que es de vital importancia: el hecho de la resurrección y, por consiguiente, la existencia de la vida eterna.

En el Israel del tiempo de Jesús dentro de los creyentes destacaban tres grupos sociales: Los fariseos, los escribas y los saduceos. Los dos primeros creían en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Los saduceos, judíos de la clase alta, formada sobre todo por miembros de la casta sacerdotal, negaban, sin embargo, la resurrección. Estos diferentes puntos de vista en el terreno religioso eran motivo de enfrentamiento y controversia.

En el evangelio de san Lucas de este domingo nos encontramos con un grupo de saduceos que, con no muy buena intención, plantean al Señor Jesús una importante cuestión. En Israel existía la llamada ley del levirato que obligaba al hermano de un fallecido a casarse con la viuda, con objeto de perpetuar el nombre y la descendencia del fallecido, de manera que el primer hijo de este matrimonio era considerado como hijo del desaparecido. Plantean al Señor el caso de siete hermanos que sucesivamente estuvieron casados con la misma mujer, sin alcanzar ninguno de ellos descendencia. Preguntan al Señor: «si los siete estuvieron casados con ella, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer?». La respuesta del Señor es clara. «En la resurrección ni los hombres tomarán mujer, ni las mujeres marido. Todos serán como ángeles». A continuación, tomando pie de la Escritura les dice: «Moisés, en el episodio de la zarza ardiente, llama al Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Este pasaje nos hace presente un aspecto fundamental de nuestra vida, porque es el hecho de la resurrección el que da sentido a nuestra existencia. La razón última de nuestra vida depende de la existencia o no, de la resurrección y la vida eterna.

Dice el génesis que Dios-Padre nos creó a su imagen y semejanza. Quiere decir esto que, como él, no somos seres creados para la destrucción, sino para la vida. Dios, que nos ama intensamente, ha dispuesto para nosotros una existencia eterna. Negar la resurrección y la vida eterna aboca al hombre hacia el absurdo, haciéndolo igual a cualquiera del resto de seres vivos. Esto no es cierto, aunque los ateos y agnósticos no lo crean, porque Dios-Padre ha depositado en ti y en mí una semilla de inmortalidad que se revuelve ante la idea de que estamos hechos para el sepulcro

Hoy, en una sociedad descreída y atea, es para nosotros un consuelo saber que, aunque vivamos un tiempo en esta tierra, somos ciudadanos del cielo en donde el Señor nos ha preparado una vida eterna y plenamente feliz. Esto, no ha de ser impedimento para que vivamos totalmente integrados en nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que no ha de desaparecer del horizonte de nuestra vida, la razón última de nuestra existencia, que hace que caminemos hacia la plenitud, hacia la vida eterna para la que hemos sido creados por Dios.

 

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

 

En este domingo XXXI del tiempo ordinario celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Las lecturas pueden elegirse entre las que ofrece el volumen IV del Leccionario, por eso no haremos el comentario de ninguna en particular, y nos centraremos en profundizar lo que significa para nosotros la muerte y esta Conmemoración.

Nos encontramos ante un acontecimiento que escapa por completo al control del ser humano: La Muerte. Nada podemos hacer ante ella y ninguno de nosotros podrá escapar a su acción. Queramos o no, todos moriremos. Sin embargo, hay algo en nuestro interior que se rebela ante esta realidad de la que no podemos escapar. Esto sucede porque en los planes de nuestro Creador, no fuimos creados para la muerte sino para la vida. No estamos hechos para acabar en el sepulcro, sino para vivir eternamente. «Dios, dice el libro de la Sabiduría, no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera». Él, en un rasgo de su amor, y para que participáramos de su inmensa felicidad, nos dio un ser semejante al suyo, para que unidos con Él, fuéramos felices por toda la eternidad.

El amor por su criatura llegó al extremo de regalarnos la libertad para que no tuviéramos que amarle a la fuerza. Nosotros, tú y yo, usando mal de esa libertad nos apartamos de él por el pecado. Dimos la espalda a la vida y nos quedamos sumergidos en la muerte. Sin embargo, sus planes de amor para con nosotros no se alteraron. Continuó amándonos a pesar de ser hijos rebeldes, y dispuso, para restaurar el orden primero, hacer que su propio Hijo se revistiera de una carne mortal como la nuestra, con el fin de poder penetrar en la muerte para destruirla. Derramando hasta la última gota de su sangre compró la libertad para todos los hombres, de manera que, para experimentar la salvación, sólo tuvieran que acogerse a su misericordia.

Hoy, la Iglesia, hace presente a todos aquellos que, sin distinción de raza, credo o condición, aceptando la inagotable misericordia del Señor y su perdón, lavaron sus túnicas en la Sangre del Cordero y gozan de su presencia en el cielo. Ocurre, sin embargo, lo mismo que cuando un antídoto nos libra de la muerte después de haber consumido un veneno mortal, algunos de nuestros órganos quedan dañados y requieren un cuidado particular. También nuestros pecados perdonados dejan en nosotros huellas que requieren ser borradas. De ahí que la Iglesia, en este día y en otras celebraciones, ofrezca al Señor sufragios para que estos hermanos nuestros, logren una total visión del Señor disfrutando plenamente de la vida eterna.

Recordemos, finalmente, que muchos de estos que necesitan de nuestra oración, son o pueden ser, nuestros familiares, padres, hermanos, parientes, amigos y conocidos, que necesitan que los recordemos ante el Padre, para que Él les dé plenamente la felicidad eterna, y sean los que nos reciban cuando nosotros nos presentemos ante su presencia.

Resumiendo, aunque parezca lo contrario, en este día no celebramos la muerte, sino que celebramos la vida. Celebramos que, por el gran amor que Dios-Padre nos tiene, el Señor Jesús ha destruido la muerte haciéndonos partícipes de su resurrección y de su vida eterna.

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«¡Oh Dios!

¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 35, 12-14.16-18 * 2Tim 4, 6-8.16-18 * Lc 18, 9-14

En estas últimas semanas el leitmotiv o motivo central de los pasajes del Evangelio, ha sido la oración. El Señor Jesús nos ha ido dando a conocer cómo y cuándo debemos orar. Hoy, sigue amaestrándonos a través de la Parábola del Fariseo y el Publicano. Fundamentalmente quiere darnos a conocer cuál ha de ser nuestra actitud a la hora de ponernos en oración.

Nos presenta para ello a dos personajes que se acercan al Templo a orar. Uno de ellos es un fariseo, hombre religioso y justo, cumplidor de la Ley, que puesto en pie se dirige al Señor enumerando las buenas obras que realiza en su vida, al tiempo que le da gracias por ser distinto a los demás hombres. No es adúltero, ni rapaz, ni injusto, ni como ese publicano del fondo del templo. Ayuna dos veces por semana y paga religiosamente el diezmo de sus ganancias.

Al decir ese publicano, ha hecho referencia al segundo personaje de la parábola. Se trata de un publicano, un pobre hombre que teniendo presentes sus muchos pecados, se ha quedado postrado en el mismo dintel de la puerta incapaz de entrar en el recinto del templo, y que golpeándose el pecho dice una y otra vez: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

El Señor Jesús, resumiendo la actitud de estos dos personajes, nos dice que el publicano bajó justificado a su casa, mientras que el fariseo, no.

Fijémonos en estos dos personajes. Si juzgamos con criterios humanos, veremos que el fariseo dice la verdad. Es cierto que se esfuerza por cumplir estrictamente la Ley, pero también es cierto que, para él, la salvación no es un don gratuito recibido de la mano de Dios, sino que es algo que cree haber ganado con su esfuerzo. Por otra parte, al menospreciar al publicano incumple la segunda parte del Shemá, que dice «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Para Dios, que se complace en el humilde y mira al soberbio desde lejos, no puede en modo alguno ser grata su oración. El Señor Jesús resume esta parábola y afirma como enseñanza: «Todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado».

No es necesario esforzarnos mucho para entender qué es lo que el Señor quiere enseñarnos con esta parábola, a fin de que comprendamos cómo ha de ser nuestra oración. Tú y yo somos como el publicano. Somos pecadores y no tenemos salvación si no nos acogemos a la misericordia infinita de Dios. Si el Señor no nos perdona estamos perdidos. Es necesario, por tanto, reconocer ante Él, con humildad, nuestros pecados. Él, como el padre del Hijo Pródigo, espera con impaciencia nuestro regreso. Su corazón amante no puede resistirse a la oración humilde de sus hijos. Hagamos nuestra también la oración del publicano reconociendo nuestra pobreza y diciendo humildemente: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pobre pecador!».

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«HAZME JUSTICIA FRENTE A MI ADVERSARIO»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 17, 8-13 * 2Tim 3, 14—4, 2 * Lc 18, 1-8

El medio que el Señor nos da para ponernos en contacto con él Padre es, sin duda, la oración. Es él mismo el que, en el evangelio, nos apremia a utilizarla cuando nos dice: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá». Sin embargo, es posible que en nuestra vida de fe no ocupe el lugar relevante que merece, por no ser conscientes de la fuerza que tiene ante nuestro Padre-Dios. Si recurrimos a la Escritura comprobaremos que la oración es la única arma de que disponemos, capaz de cambiar los planes que Dios tiene para cada uno de nosotros. Podemos comprobarlo en el libro del profeta Isaías cuando habla del Rey Ezequías, que al conocer a través del profeta que ha llegado el momento de su muerte, dirige con insistencia su oración al Señor pidiendo la salud, y éste, cambiando los planes que tiene sobre el rey, le concede quince años más de vida.

Todos nosotros tenemos, más o menos, la costumbre de rezar, aunque, con frecuencia, nos da la sensación de no ser escuchados, porque con nuestra oración no obtenemos aquello que pedimos. Hay dos razones que explican por qué esto sucede así. En primer lugar, nuestra falta de fe. No acabamos de estar convencidos de la fuerza de la oración. San Marcos en su evangelio pone en boca del Señor estas palabras: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis conseguido y lo obtendréis». Entonces, ¿qué pasa aquí? Pues que pedimos de manera rutinaria y sin estar convencidos de alcanzar lo que pedimos. Otra razón para no obtener lo que pedimos, es que pidamos algo que sea contrario a nuestra salvación. En este caso el Señor no atenderá nuestras súplicas, pero nos dará otras gracias diferentes.

Hoy el Señor Jesús viene en nuestra ayuda mostrándonos una de las cualidades que ha de tener nuestra oración. En la parábola que nos propone aparece una viuda. Ser viuda en tiempos de Jesús era una gran desgracia. La mayoría de las viudas no disponían de medios para poder vivir ellas y su familia. Con la muerte del esposo quedaban por completo desamparadas y sin medios de subsistencia. Por eso vemos en la Escritura que son objeto del cuidado especial del Señor.

A la viuda de la parábola, un desaprensivo le ha robado los bienes necesarios para poder vivir ella y sus hijos. Pide justicia al juez porque su vida depende de que se le restituya lo que le pertenece, pero éste solo atiende a aquellos que le sobornan con sus regalos. Por eso, no teniendo otro medio a su alcance, puesta a la puerta del tribunal insiste cada día gritando una y otra vez: «Hazme justicia frente a mi adversario». El juez injusto, harto de las molestias que le acarrea la actitud de la viuda, por fin la escucha y le hace justicia. La insistencia machacona de la viuda ha dado resultado.

¿Qué hemos de hacer tú y yo para que el Señor nos escuche? Pedir con insistencia. Así ha de ser nuestra oración. Quizá alguno pregunte: Si el Señor sabe lo que necesito ¿a qué vine tener que pedirlo? Ciertamente el Señor conoce nuestras necesidades, pero desea que se las expongamos en la oración de manera insistente. Con ello quedará patente la necesidad y el interés que tenemos en lo que pedimos, y además reconoceremos su poder para ayudarnos. Si no fuera así, y el Señor nos concediera sus gracias sin pedirlas, somos tan necios que en vez de pensar que venían de sus manos, las atribuiríamos al azar o a la suerte.

El Señor Jesús termina comparando al juez injusto con Dios, porque si siendo un malvado ha hecho justicia, ¿cómo «Dios no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar. ¿Pero cuando venga el Hijo del Hombre encontrará esta fe en la tierra?» Dicho de otro modo ¿seremos capaces de continuar creyendo en el poder de Dios y en su preocupación por cada una de sus criaturas?  

 

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«JESÚS, MAESTRO, TEN COMPASIÓN DE NOSOTROS» 

 

CITAS BÍBLICAS: 2Re 5, 14-17 * 2Tim 2, 8-13 * Lc 17, 11-19

La lepra era en tiempos de Jesús una de las enfermedades incurables más terrible, que se manifestaba por la aparición en el enfermo de pústulas purulentas por todo el cuerpo, que hacían que la carne y los miembros se fueran desprendiendo a pedazos. Junto a esto, los enfermos sufrían un total rechazo de la sociedad por temor al contagio, viéndose obligados a abandonar su casa y su familia, refugiándose en grutas apartadas de las ciudades junto con otros enfermos. Cuando se veían forzados a salir de aquellos lugares para buscar alimentos, tenían la obligación de señalar su presencia agitando una campanilla y gritando a la vez: ¡Impuro, impuro!

Hoy san Lucas, en su evangelio, nos presenta a diez de estos enfermos que se acercan al Señor Jesús para implorarle a gritos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». El Señor, al verlos les dice: «Id a presentaros a los sacerdotes». Quizá alguno no entienda esta respuesta y se pregunte. ¿Por qué en vez de curarles les manda presentarse a los sacerdotes? La respuesta es muy sencilla. La ley de Moisés ordenaba que en el caso de que un leproso se viera libre de la lepra, era indispensable que se presentara a los sacerdotes que eran los encargados de testificar, que efectivamente aquella persona se encontraba libre de la enfermedad.

Los leprosos se ponen en marcha, y durante el camino observan con asombro que su carne está completamente sana. Uno de los diez, un samaritano, antes de ir al sacerdote, regresa dando gritos alabando a Dios, y postrado en tierra a los pies del Señor Jesús, le da las gracias.

El Señor viendo con extrañeza que solo uno de los enfermos ha regresado, dice: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y dirigiéndose al samaritano le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Como siempre que se proclama la Palabra de Dios podemos preguntarnos, ¿qué quiere decirme el Señor a través de este evangelio? ¿Qué aplicación tiene para mi vida de fe?  La Iglesia, desde siempre, ha considerado los pecados como una lepra que cubre toda nuestra piel. Una lepra de la que no podemos librarnos nosotros solos. Tú y yo conocemos nuestras malas inclinaciones y nuestros fallos. Reconocemos que con frecuencia somos infieles al Señor y no hacemos aquello que le agrada. Nuestro egoísmo hace que vivamos encerrados en nosotros mismos si preocuparnos demasiado por los demás. Somos también esclavos del sexo que nos hace caer en el pecado, ya sea mediante la vista, el deseo o las acciones. Quisiéramos librarnos de estas tendencias pecaminosas, pero cada día comprobamos nuestra impotencia.

Sólo hay uno que tiene poder para limpiar esta lepra. Sólo hay uno capaz de perdonar nuestros pecados sean cuales fueren. Para el Señor nada hay imposible. Él tiene poder para que domines tu mal genio, o para librarte de ese vicio que quieres corregir sin conseguirlo, y que te amarga la vida.

Tres cosas necesitas hacer para verte curado de tu lepra. En primer lugar, reconocer sin ningún miedo que eres leproso, que eres pecador, que no haces las cosas bien. Si no lo reconoces, nunca se te ocurrirá acudir al médico que puede curarte. En segundo lugar, reconocer, como los leprosos, que hay uno con poder para librarte de la lepra. Uno que siempre está dispuesto a perdonar tus pecados por grandes que sean, si acudes a Él reconociendo tu debilidad y tu impotencia. Finalmente, y en tercer lugar, estar dispuesto dar gloria a Dios como el samaritano, dando a conocer a los demás que el Señor ha sido bueno contigo y te ha curado. Te ha liberado de tu esclavitud y ha perdonado todos tus pecados.

 

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«SI TUVIÉRAIS FE COMO UN GRANITO DE MOSTAZA...» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hab 1, 2-3;2, 2-4 * Tim 1, 6-8;13-14 * Lc 17, 5-10

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Los apóstoles acuden al Señor para decirle: «Auméntanos la fe». La respuesta del Señor Jesús no puede ser más clara: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar».

 ¿Qué nos da a entender esta respuesta del Señor? Si sus palabras son ciertas, y desde luego lo son, lo primero que se nos ocurre pensar es que la fe es un don muy escaso. ¿Cuántos de nosotros, que somos creyentes y acudimos regularmente a la iglesia, somos capaces por el tamaño de nuestra fe de mover montañas, o a hacer, como dice hoy el evangelio, que una morera se arranque y se plante en el mar? ¿Quién de nosotros tiene la fe suficiente como para hacer esto? Me atrevo a decir que nadie.

Antes de nada, será interesante reflexionar sobre lo que nosotros entendemos por fe. Para muchos la fe es creer en lo que no se ve. Los que aprendimos el Catecismo para la primera comunión, recordaremos que decíamos que “la fe es creer en todas las verdades que manda la santa Madre Iglesia.” Sucede que estas definiciones hablan de una fe meramente intelectual. Una fe que reside en la cabeza, en la inteligencia, y no salva de nada. Es una fe que no sirve para afrontar los momentos difíciles de la vida. Nos preguntamos ¿es mala esta clase de fe? Ni mucho menos, es muchísimo mejor que ser ateo y no creer en nada.

La fe de la que habla el Señor en el evangelio es otra cosa. Es una fe vivencial. Una fe capaz de mover la montaña que supone para una joven madre de familia numerosa, quedarse sin marido, sola y sin recursos.

Es la fe que da fuerzas para continuar viviendo sin caer en la desesperación, a aquella persona que le diagnostican un cáncer terminal que la llevará a la tumba en escasos meses. La fe de estas personas no está basada en cosas aprendidas de memoria, sino que nace de la certeza de que existe un Dios que es Padre, que nunca abandonará a su suerte a ninguno de sus hijos.

 La fe que salva es la de tener la experiencia en la vida del encuentro con el Señor Resucitado. Cristo no solo está en el cielo. Cristo está, como Él lo dijo, continuamente entre nosotros, camina junto a nosotros. Conoce nuestros sufrimientos y nuestros desánimos. Haber experimentado su presencia y su poder en los momentos difíciles de la vida, cuando la ayuda de los demás es inútil, es lo que nos da fuerzas para continuar viviendo esta vida sin perder la esperanza. A esa fe se refiere el Señor en el evangelio. Esa es la fe que mueve montañas y que es capaz de plantar una morera en el mar.

Esta fe es un don, un regalo gratuito del Señor que no podemos conseguir con nuestro esfuerzo, y que sólo se obtiene a través de la escucha de la Palabra de Dios y la predicación de la Iglesia. Si descubrimos con humildad que no tenemos fe, podemos pedir al Señor en la oración que nos la conceda.

La segunda parte del evangelio nos hace presente la misión a la que como discípulos nos llama el Señor. Somos los trabajadores de su campo, que es la familia, la sociedad, el mundo. Él nos ha regalado los medios, las herramientas. Nos ha dado la vida, la inteligencia, la salud, los bienes materiales, etc. Nada de lo que tenemos nos pertenece. Todo es suyo. Por eso nada podemos exigir al terminar nuestra tarea. Una tarea que no hubiéramos podido completar sin su ayuda. Entonces, si de nada podemos presumir, es lógico que con humildad hagamos nuestra la última frase del evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».