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DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

«PAZ A VOSOTROS...  RECIBID EL ESPÍRITU SANTO» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 5, 12-16 * Ap 1, 9-11a.12-13.17-19 * Jn 20, 19-31 

El evangelio de hoy nos sitúa en la tarde del domingo de la Resurrección del Señor. Los discípulos están reunidos en una casa, probablemente en el Cenáculo, con las puertas cerradas. Están conmocionados por todos los acontecimientos que han vivido en los días anteriores y tienen miedo a los judíos.

Aunque las mujeres y María Magdalena afirman haber visto al Señor Resucitado, el resto de los discípulos no acaba de dar crédito a esta noticia. De repente, y sin necesidad de abrir ninguna puerta, aparece Jesús en medio y les saluda diciendo: «Paz a vosotros». A continuación, les muestra sus manos y el costado como muestra de que efectivamente se trata de él. Ellos, dice el evangelista, se llenan de alegría al ver al Señor. Éste repite de nuevo su saludo: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Exhala su aliento sobre ellos y prosigue diciendo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Por suerte para los discípulos y también para ti y para mí, la actitud del Señor es totalmente distinta a la que nosotros hubiéramos adoptado. En su corazón no cabe la revancha. Su corazón todo misericordia, se pone en el lugar de aquellos pobres hombres y comprende que el miedo pudo más que el amor. Por eso, no hay ningún reproche, no les echa en cara en ningún momento su comportamiento. Al contrario, les da el regalo del Espíritu Santo, haciéndoles partícipes de un don que es exclusivo de Dios: el perdón de los pecados. Deja en sus manos atar y desatar, perdonar y retener. ¡Podemos imaginar amor más grande!

Tú y yo, que nos llamamos cristianos, hemos recibido del Señor la misión de hacer presente en este mundo su perdón, el perdón de Dios. ¿Cómo se enterarán tus familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, e incluso tus enemigos de que Dios les perdona? Si tú, que te llamas discípulo de Aquel que es todo misericordia, usas con ellos de misericordia, y en vez de exigirles les perdonas de corazón. Como ves, grande es nuestra responsabilidad. El Señor quiere que a través de nosotros hagamos visible su perdón, a aquellos que nos rodean. Nada podemos objetar a esta voluntad del Señor, porque hemos sido testigos una y mil veces de la misericordia que Él ha tenido con nosotros, cada vez que hemos pecado. Si el Señor te ha perdonado, haz tú lo mismo.

En la segunda parte del evangelio, san Juan nos dice que en esta primera aparición del Señor faltaba uno de los apóstoles, Tomás, que se niega a aceptar el testimonio de sus compañeros cuando le dicen que han visto al Señor resucitado.

Ocho días después vuelve a visitarles Jesús estando Tomás entre ellos. Tampoco hay para el incrédulo ningún reproche. El Señor le muestra sus manos y su costado con las señales de los clavos y la lanzada. Tomás exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dice: «¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Alegrémonos porque, sin duda, en estas últimas palabras el Señor nos llama dichosos a ti y a mí, y a tantos otros que han seguido sus huellas sin haberle visto personalmente.

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

«EL SEÑOR HA RESUCITADO DEL SEPULCRO COMO HABÍA DICHO»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 10, 34a.37-43 * Col 3, 1-4 * Jn 20, 1-9

Celebramos este domingo el acontecimiento más importante de toda la historia de salvación. Hoy, por fin, la vida del hombre, la tuya y la mía, recupera la razón última de su existencia. Hoy, el monstruo de la muerte, que había aparecido en el mundo a causa del pecado y que nos tenía esclavizados, ha sido derrotado. Lo que para nosotros era totalmente imposible lo ha llevado acabo en beneficio nuestro el Señor Jesús.

La existencia del hombre hasta este acontecimiento de la Resurrección del Señor era un contrasentido. Creado para la felicidad eterna y para la vida, el hombre se encontraba cada día con la finitud, con el sufrimiento y con la muerte. Se trataba de una situación ante la cual no era posible encontrar solución alguna.

  Ante esta situación irreversible para el hombre, se hace presente el tierno amor que Dios-Padre siente por su criatura. Amor que, si pudiera ser posible, diríamos que el pecado del hombre ha acrecentado. El Padre, en ningún momento ha renunciado al plan que en un principio trazó para su criatura, por eso dispone desde el principio un camino de regreso, un camino de vuelta, de conversión, para que tú y yo que, utilizando mal nuestra libertad, nos hemos apartado de él, podamos experimentar de nuevo su amor.

  El plan concebido por Dios para restaurar el orden primero desborda por completo aquello que nuestra mente pudiera imaginar. Si no fuera por la locura de amor que el Señor siente por el hombre, se diría que incluso es incomprensible y hasta casi irracional.

  Es el Señor Jesús, Dios como el Padre, el que, renunciando a su categoría de Dios, asume nuestra débil naturaleza. De creador pasa a ser criatura y de inmortal a mortal sometido a la muerte. Era necesaria esta kenosis, este anonadamiento, para penetrar como hombre en la muerte y poder como Dios vencerla y resucitar. Cristo, cargado con todos los pecados de la humanidad, también con los tuyos y los míos, dócil a la voluntad del Padre, sufre una pasión ignominiosa para terminar entregando en la cruz hasta la última gota de su sangre.

  El brazo de Dios, aquel que camino de la Tierra Prometida abrió el Mar Rojo para que Israel lo atravesara a pie enjuto, fue el que, sacando al Señor Jesús del sepulcro, lo resucitó, para que su muerte no cayera sobre nuestras conciencias y pudiéramos también nosotros, libres del pecado, experimentar en nuestras vidas su victoria sobre la muerte.

  Ésta es la gran noticia. Ya no somos deudores de la muerte, porque el Señor cargando sobre sí todos nuestros pecados, le ha arrancado el aguijón con el veneno que nos mataba. Podemos decir, por tanto, con el Apóstol Pablo «¡Oh muerte! ¿dónde está tu victoria? ¡Oh muerte! ¿Dónde está tu aguijón?» 

  El gran regalo que nos ha hecho el Señor con su resurrección es, ser para nosotros la garantía de nuestra propia resurrección. Ella nos abre de nuevo las puertas del cielo, devolviéndonos la condición de hijos adoptivos de Dios.

 


DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

«BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 50, 4-7 * Flp 2, 6-11 * Lc 22, 14 – 23, 56

Celebramos este domingo la Entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Con él damos comienzo a la Semana Mayor o Semana Santa, en la que viviremos actualizados los grandes misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, o sea, la Pascua del Señor Jesús.

Decimos de manera actualizada, para significar que en esta semana no nos limitamos a hacer un recuerdo de lo que hace más de dos mil años sucedió en Jerusalén, sino que todo lo que sucedió se hará presente en nuestra vida a través de la liturgia de la Iglesia.

Con esto queremos decir que no seremos meros espectadores, sino que entraremos a formar parte de esta historia como protagonistas. Hoy mismo formaremos parte de la multitud que aclama al Señor como al Mesías-Salvador, acompañándolo en su entrada triunfal en la Ciudad Santa.

El Señor viene decidido a culminar la obra de salvación que Dios-Padre ha dispuesto para toda la humanidad, para ti y para mí. Sabe perfectamente todo lo que le espera, y si en algún momento su humanidad flaquea, cosa que nos conforta al ver que su condición humana es idéntica a la nuestra, sabe sobreponerse y exclama: «¡Si para esto he venido!».

Hemos dicho que también nosotros seremos protagonistas, porque también el Señor nos sentará a su Mesa y nos alimentará, como a los apóstoles, con su Cuerpo y con su Sangre. Estaremos junto a Él en Getsemaní, porque también en nuestra vida tenemos momentos de profundo sufrimiento, y deseamos que el Señor aparte de nosotros aquello que nos mata y nos destruye. Como Judas y Pedro, con nuestro comportamiento, también nosotros lo traicionamos muchas veces volviéndole la espalda y dejándolo sólo.

Pediremos junto a la muchedumbre, no de palabra, pero sí con los hechos, que Pilato crucifique al Señor. Y, ¡ojalá! como Pedro, viendo nuestras infidelidades y pecados, lloremos pidiendo al Señor misericordia.

Veremos al Señor colgando de la Cruz y entregando por nosotros hasta la última gota de su sangre. Al besar esa Cruz de la que pende nuestra salvación, besaremos nuestras miserias y limitaciones, nuestras debilidades, fracasos, enfermedades e incomprensiones, todo aquello que nos hace presente que somos limitados y que necesitamos la ayuda del Señor para vivir.

Acompañaremos a la Virgen que, con el corazón traspasado por el dolor, al pie de la Cruz nos recibe como a hijos. Esa ha sido la voluntad del Señor. Hasta ese punto nos ha amado y ha querido cuidar de nosotros. Él ha experimentado en la Cruz la mayor soledad posible cuando ha dicho: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Por eso, conociendo nuestra debilidad, no ha querido dejarnos solos, sino que, en su Madre, nos ha dado una Madre que cuide de nosotros y que nos acompañe en el camino para llegar a encontrarnos con Él.

Finalmente, ¡ojalá! estemos todos como María junto al sepulcro y podamos ser testigos de que, con la resurrección del Señor, la muerte, nuestra muerte, ha sido vencida y han quedado abiertas para nosotros las puertas del Paraíso.

 

DOMINGO V DE CUARESMA -C-

DOMINGO V DE CUARESMA -C-

«YO TAMPOCO TE CONDENO. VETE EN PAZ Y NO PEQUES MÁS»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 43, 16-21 * Flp 3, 8-14 * Jn 8, 1-11

Llegamos al quinto domingo de Cuaresma, el próximo será el Domingo de Ramos. El denominador común de los pasajes que la Iglesia nos ha ofrecido, en particular en el cuarto domingo y en el presente, ha sido poner de relieve el corazón de nuestro Dios. San Lucas nos lo mostraba como el Padre que ama con locura a su hijo y espera con ansia su regreso, cuando éste abandona la casa paterna para vivir su vida lejos de los suyos.

En aquella ocasión el Señor Jesús nos mostraba el interior del corazón del Padre. Nos mostraba a un Dios diferente. Un Dios que ama con locura al pecador, que no interfiere en absoluto en su libertad, que sabe esperar pacientemente su regreso y que, cuando éste se da, no pide explicación alguna. Para él es suficiente tener en sus brazos al hijo y llenarlo de besos.

Hoy, la Palabra, nos va a mostrar el interior del corazón del Señor Jesús. Lo hará a través del pasaje de la pecadora sorprendida en adulterio. Serán los letrados y fariseos quienes, para ponerle a prueba, la arrojarán a sus pies. «Esta mujer, le dirán, ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú ¿qué dices?». No obran así por amor a la ley. Persiguen, sin duda, poner a prueba al Señor, comprometerlo. Conocen su doctrina. El amor que manifiesta a los pobres, a los humildes, a los pecadores, con los que no tiene inconveniente en sentarse a la mesa. Quieren que se posicione, que manifieste si está con la ley o en contra de la ley.

El Señor calla. No responde. Se limita a escribir en el suelo. Ellos, ante esta actitud, insisten. Él se incorpora y les dice: «El que esté sin pecado que le tire la primera piedra». Ya conocemos la historia. Uno a uno, empezando por los más viejos, se retiran. El Señor Jesús le dice a la mujer: «¿Nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». El Señor no podía hacer otra cosa. Tenía delante a una pecadora, y él, había venido al mundo, precisamente, por los pecadores. Su justicia era muy diferente a la nuestra y a la de los fariseos. Nosotros pensamos: el que la hace, la paga. Si el Señor pensara así, nadie alcanzaría la salvación.

Ese es el corazón del Señor Jesús. En él, lleno de amor, no tienen cabida ni el rencor, ni el deseo de hacer justicia a la manera humana. Su justicia consiste en hacer justos a aquellos que, como tú y yo, somos injustos.

Queremos señalar un último detalle que nos ayudará en nuestra vida de fe. Si cada uno de los letrados y fariseos se hubieran mirado a sí mismo antes de juzgar a la mujer, seguramente no lo habrían hecho. Obra tú de igual manera. Antes de juzgar y condenar al hermano, mírate sinceramente a ti mismo. Con toda certeza encontrarás muchos motivos, muchos fallos en tu vida, que te convencerán de la conveniencia de no juzgarlo y, mucho menos, condenarlo.   


DOMINGO IV DE CUARESMA -C- Laetare

DOMINGO IV DE CUARESMA -C- Laetare

«PADRE, HE PECADO CONTRA EL CIELO Y CONTRA TI...»

 

CITAS BÍBLICAS: Jos 5, 9a. 10-12 * 2 Cor 5, 17-21 * Lc 15, 1-3. 11-32

Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma que recibe el nombre de Domingo de Laetare. Esta palabra, que significa “alegraos”, hace referencia al inicio de la antífona de entrada: “alégrate, Jerusalén”, “alegraos los que por ella llevasteis luto”. Es como un oasis en el desierto, rompiendo un poco la austeridad penitencial de la Cuaresma. Es una palabra de ánimo porque la Pascua está más cerca. Veremos esto reflejado en la liturgia que cambiará el color morado de los ornamentos, por el color rosa.

Hay algo más que nos va a regalar la iglesia en este ciclo litúrgico C, en el que se proclama el evangelio según san Lucas. Se trata de la Parábola del Hijo Pródigo que es uno de los pasajes más entrañables y consoladores de todos los evangelios.

El Señor Jesús, que vino a la tierra para librarnos de la muerte y del pecado, vino también a darnos a conocer al Padre. Para ello, no encuentra mejor recurso que esta admirable parábola. En esta ocasión no se trata de una imagen como en otras parábolas, sino que la figura del padre es reflejo fidedigno de la figura de nuestro Padre Dios.

Empieza manifestando su amor hacia el hijo y el respeto exquisito a su libertad, cuando le reclama la parte de su herencia. Él conoce de antemano lo que va a suceder. Sabe que va a malgastar las riquezas enfangándose en el pecado, pero respeta hasta el extremo su libertad.

Todo sucede según el padre suponía. Las riquezas atraen a aquellos que llevan a la perdición al joven. Su falsa e interesada amistad termina cuando las riquezas se acaban. Ahora se encuentra sólo, pobre y en un país extraño. El hijo rico y amado acaba en el campo cuidando una piara de cerdos. Esta situación le permite hacer una introspección que lo lleva a recordar la casa paterna: «Me pondré en camino adonde está mi padre…» 

Lejos está el padre que ama con locura al hijo, con un amor que se ve incrementado, si cabe, debido a la situación. Cada día, cada mañana, desde la terraza de la casa atisba el camino esperando con ansia ver la figura del hijo que regresa.

Cuando esto sucede, corre veloz al encuentro del hijo. Lo abraza, lo besa con efusión y, aunque el hijo intenta pedir perdón y darle explicaciones, él, no las atiende. No quiere saber nada. Sólo quiere disfrutar de la presencia del hijo, que estaba perdido y ha sido hallado. Que estaba muerto y ha resucitado.

Situémonos en la persona del hijo. ¡Cuántas veces hemos abandonado la casa paterna malgastando los dones recibidos y pidiendo la vida a los ídolos! ¡Cuántas veces hemos malgastado nuestra libertad y nos hemos encontrado deseando las bellotas que comen los puercos! Estos fallos, que son muchos, han de llevarnos, como al Hijo Pródigo, a volver la mirada hacia la casa paterna. Allí está el Padre esperándonos con los brazos abiertos. No nos va a pedir cuentas de nada. Él sólo desea nuestra felicidad y está dispuesto a esperar una y otra vez, hasta que nos demos cuenta de que sólo en la casa se vive bien. Él nunca ha esperado a que obráramos el bien para manifestarnos que nos quería. Conoce mejor que nosotros nuestras miserias y no siente asco de ellas. No seamos necios y hagamos nuestras las palabras del hijo: «Me pondré en camino adonde está mi padre…» 

DOMINGO III DE CUARESMA -C-

DOMINGO III DE CUARESMA -C-

«Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto...»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 3, 1-8a.13-15 * 1Cor 10, 1-6.10-12 * Lc 3, 1-9

Nosotros, los creyentes, podemos caer en la tentación de juzgar a aquellos que, según nuestra manera de pensar, no obran bien, ya sea en el terreno de la política, del trabajo o de las relaciones familiares. Nos creemos poseedores de la verdad, y desde nuestra atalaya nos tomamos la libertad de enjuiciar todo aquello que no está de acuerdo con nuestro criterio.

Por el hecho de pertenecer a la Iglesia y de ser practicantes, creemos tener derecho a opinar sobre el comportamiento de los demás. Pensamos, quizá, que somos mejores y que nunca caeríamos en los fallos en los que ellos caen. Ésta es precisamente la actitud de los que hoy, en el evangelio, van a contar a Jesús lo que Pilato ha hecho con unos galileos cuya sangre ha mezclado con la de sus sacrificios. La respuesta del Señor no puede ser más clara: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás?... ¿Piensas tú que eres mucho mejor que esos a los que criticas? ...Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo».

¿Qué conversión es la que el Señor nos pide? La de reconocer nuestra limitación y nuestra realidad de pecado. Si estamos en la Iglesia es por pura misericordia de Dios. Ningún mérito tenemos por nuestra parte. Esos a los que criticamos, seguramente, hubieran respondido mejor que nosotros a la llamada del Señor, si Él les hubiera llamado. Si todo lo que tenemos lo hemos recibido de manos del Señor gratuitamente, ¿a qué viene presumir o vanagloriarnos?

El Señor Jesús, a continuación, como una llamada a conversión, les expone la siguiente parábola: Un propietario tenía plantada una higuera en su viña. Durante tres años había acudido a buscar fruto sin obtenerlo. Cansado, ordena al viñador que la corte, pero éste le responde: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que vine la cortarás».

Lo primero que tenemos que advertir es que esta parábola no va dirigida a la gente del mundo. Va dirigida a aquellos que vivimos nuestra vida de fe en la Iglesia. El Señor, cuando nos llamó, puso en nuestras manos una importante misión: quería que, a través de nosotros, aquellos que viven alejados de su Iglesia, llegaran a conocerlo. ¿Cómo? podemos preguntarnos. Es muy sencillo. Si tú y yo, que somos pecadores, que somos egoístas, que no nos gusta que nos molesten… somos capaces de perdonar, de ayudar a los que conviven con nosotros, de compartir los bienes que tenemos con los necesitados, etc., sin duda, los que lo vean dirán: “No es posible. Yo conozco bien a ese, y sé que no es capaz de abrir la mano, ni pegándole con un martillo en el codo”.  Por eso, nuestro comportamiento le remitirá a Aquel que ha transformado nuestra manera de ser radicalmente. Dice el evangelio: «Para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo».

¿Cuántas veces se habrá acercado el Señor a nuestra vida buscando frutos? Seguramente muchas, más de tres. ¿Y qué ha encontrado? Egoísmo, vanidad, rencor, chismorreos, críticas y juicios. Esos son nuestros frutos las más de las veces. Nuestra suerte es que el Señor tiene con nosotros mucha más paciencia que el propietario de la higuera, y no se cansa de enviarnos acontecimientos y gracias para que nosotros volviendo la mirada hacia Él nos convirtamos.

Hasta tal punto llega su paciencia y su misericordia, que se conforma con que nosotros reconozcamos nuestra nulidad y nuestra incapacidad para hacer el bien, y le pidamos ayuda: “Señor, haz tú en mí lo que yo no puedo hacer, a pesar de que lo deseo”.  

 

DOMINGO II DE CUARESMA -C-

DOMINGO II DE CUARESMA -C-

«ÉSTE ES MI HIJO, EL ESCOGIDO, ESCUCHADLO».

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 15, 5-12. 17-18 * Flp 3, 17 — 4, 1 * Lc 9, 28b-36 

Jesús camina con sus discípulos hacia Jerusalén. Sabe que está próxima su hora y que va a ser inmolado para la salvación de los hombres. Sabe también que sus discípulos le siguen, porque ven en él al Mesías que ha de liberar a Israel del yugo de los dominadores romanos. Esperan que sea él, el que restaure el Reino de Israel.

Como conoce este error y quiere evitarles el escándalo que va a producirles su Pasión y Muerte, quiere fortalecer la fe en su persona mostrándoles un poco de su gloria. Por eso, nos dice el evangelista, coge a Pedro a Santiago y a su hermano Juan, y asciende con ellos a un monte alto. Una vez en la cima se transfigura mostrándoles lo que está oculto debajo de su naturaleza humana. Aparecen junto a Él Moisés y Elías que conversan sobre todo lo que va a sucederle en Jerusalén.

La figura de Moisés significa para el pueblo de Israel la Ley. Él fue quien la recibió de manos del Señor en el monte Sinaí. Elías representa a los profetas que han intervenido a lo largo de toda la historia llamando a conversión al Pueblo, y hablándole de parte de Dios. Los dos, Moisés y Elías, han hecho presente a Israel la promesa de un Mesías que va a salvar al hombre de sus pecados. Su presencia ahora en el monte Tabor pone de manifiesto que tanto la Ley como las reiteradas promesas de Dios, hallan su pleno cumplimiento en la persona del Señor Jesús.

  A Pedro, Santiago y Juan, la escena les llena de temor, pero a la vez les hace experimentar un inmenso placer. De manera que Pedro fuera de sí exclama: «Maestro qué hermoso es estar aquí, hagamos tres tiendas…» Aún está hablando cuando una nube los envuelve y una voz exclama: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadlo».

  Dos aspectos importantes a considerar en nuestra vida contiene este pasaje del evangelio. En primer lugar, nos hace presente que este cuerpo mortal que cada uno de nosotros tenemos, no está llamado a la destrucción y la muerte. El Señor dice en la Escritura: «Yo no he creado el mal ni me complazco en la muerte del pecador». Somos seres creados llamados a una vida eterna, que ciertamente hemos perdido al usar mal nuestra libertad pecando, pero que el Señor Jesús nos ha devuelto con su Muerte y Resurrección. No somos seres, pues, llamados a la destrucción. Hoy, el Señor, con su transfiguración, nos muestra la gloria que nos tiene reservada para toda una eternidad.

Por otra parte, el Padre, a través del Bautismo, ha hecho en nosotros una nueva creación. Ha destruido nuestro hombre de pecado y nos ha dado una nueva naturaleza. Nos ha adoptado como hijos en la persona del Señor Jesús. De manera que las palabras que resonaron en el monte referidas a su Hijo, hoy han resonado de nuevo en nuestra asamblea dirigidas a cada uno de nosotros. Hoy, el Padre, te ha dicho: «Tú eres mi hijo, el escogido».

  Podemos preguntarnos, ¿para qué nos escoge o nos elige hoy el Señor? Nos llama a ser testigos de su amor y de su misericordia. Quiere que el mismo perdón y la misma misericordia que Él ha usado contigo, la tengas tú con los que te rodean y en especial con tus enemigos. Los demás se enterarán de que Dios los ama y perdona, si un hombre como tú, que no tenía salvación, es capaz de amarlos y perdonarlos. El Señor nos dice: ¿Ves lo que he hecho contigo, que no he sentido asco de tu miseria y tu pecado, sino que te he amado en tu realidad? Pues ahora, ve tú y haz lo mismo.

  Esta misión, que para nosotros es imposible, solo podremos llevarla a cabo con la ayuda del Espíritu del Señor. Pidamos que sea Él el que la lleve adelante en nosotros, supliendo con su fortaleza nuestra debilidad e impotencia.     

 

 

 

 

DOMINGO I DE CUARESMA -C-

DOMINGO I DE CUARESMA -C-

«NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE...»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 26, 4-10 * Rom 10, 8-13 * Lc 4, 1-13

En el evangelio de hoy vemos al Señor Jesús que regresa del Jordán después de ser bautizado por Juan. Se retira al desierto para prepararse, mediante el ayuno y la oración, al inicio de su vida pública, dando cumplimiento así a la misión que el Padre ha puesto en sus manos. Ayuna durante cuarenta días y al final, dice el evangelista, siente hambre. El maligno aprovecha la debilidad física del Señor, para someterlo a tentación. En primer lugar, le muestra unas piedras redondeadas semejantes a bollos de pan y le dice: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan». La respuesta del Señor es tajante: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”.

            Dos tentaciones más lleva a cabo el maligno. En la primera, mostrándole todos los reinos y riquezas del mundo, se atreve a pedirle que se postre ante él y lo adore. En la última, finalmente, transportándolo al pináculo del templo, lo invita a echarse desde arriba, con la certeza de que los ángeles lo sostendrán con sus manos evitando que se haga mal alguno. La respuesta del Señor no se hace esperar. A la primera tentación responderá con la Escritura: «Está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él darás culto”». A la segunda, responde: «Esta mandado: “No tentarás al Señor tu Dios”».

            Vemos en este pasaje que el Señor, hombre como tú y como yo, con las mismas necesidades, y también las mismas debilidades que cada día se nos presentan, quiere ser también igual a nosotros sometiéndose a las tentaciones del maligno. Es tentado en tres aspectos fundamentales de la vida. En primer lugar, la tentación del pan. Es la misma que tenemos todos los hombres: asegurarnos la vida, asegurarnos la existencia representada en el pan. Todos queremos, como se dice vulgarmente, “asegurarnos los garbanzos”. La otra tentación tiene que ver con las riquezas. Desprovisto del amor de Dios por el pecado, el hombre necesita a toda costa llenar el hueco que ha dejado en su corazón. Pide la vida a las riquezas, al dinero y, sin darse cuenta se hace esclavo de los bienes materiales. Finalmente, la tercera tentación tiene que ver con la historia. El hombre no acepta la realidad de su vida. No acepta ser como es. Ni su físico, ni su carácter, ni su trabajo, ni su situación familiar… Creemos que, si tuviéramos poder, si estuviera en nuestras manos, no dejaríamos las cosas como están, sino que con toda seguridad cambiaríamos muchas cosas de nuestra vida.

            Estas tres tentaciones que sufre el Señor Jesús, que como hemos visto no son diferentes a las nuestras, son las mismas que tuvo el Pueblo de Israel en el desierto, cuando después de salir de la esclavitud de Egipto se dirigía a la Tierra Prometida. Israel quería el pan y el agua, ya. Tentación del pan. Cayó en el culto a los ídolos. Recordemos el pasaje del Becerro de Oro y otros momentos en los que desea dar culto a los ídolos, como hacían los pueblos vecinos. Y, finalmente, los israelitas hablaron contra Dios porque no aceptaban la realidad de tener que caminar por el desierto, siguiendo no su voluntad, sino la del Señor.

            Estas tentaciones no han desaparecido de nuestra vida. Son muy actuales. Tú y yo, queremos a toda costa tener asegurada la vida, tener asegurado el pan. Tú y yo, damos culto a las riquezas, nos apoyamos en ellas y, aunque deseemos disimularlo, les pedimos la vida. Finalmente, pensemos que, si por un instante tuviéramos durante tan sólo una hora el poder de Dios, empezando por nosotros, nuestro físico, nuestra salud, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros amigos, nuestros bienes, la política y un largo etcétera, nada quedaría como ahora. Cambiaríamos radicalmente todo. En el fondo quedaría demostrado que son muchas las circunstancias y hechos de nuestra vida que no nos gustan y que con gusto cambiaríamos. Esto, sin embargo, no es una desgracia. Todo lo contrario. Es un don de Dios para que no tengamos más remedio que buscarlo a él. Sólo en Él hallará reposo y descanso nuestro corazón. Sólo Él es capaz de llenar nuestra vida, dándole plenitud.