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DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 30, 10-14 * Col 1, 15-20 * Lc 10, 25-37

El evangelio de este domingo arroja luz sobre una cuestión que como creyentes quizá nos hemos planteado alguna vez. Nos gusta que nos den respuestas concretas y no genéricas. Al escriba que aparece hoy en el evangelio le sucede lo mismo, por eso, no duda en acudir al Señor Jesús para plantearle la cuestión que le preocupa. «Maestro, pregunta, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?» El Señor se limita a remitirle a lo que está escrito en la ley. «¿Qué está escrito en la Ley? ¿qué lees?». El letrado responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». Esta respuesta genérica no acaba de satisfacer al letrado, que quiere una respuesta más clara, por eso pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». El Señor Jesús, en vez de darle una respuesta concreta le plantea la parábola del Buen Samaritano. Quiere que, viendo el comportamiento de los tres personajes, el sacerdote, el levita y el samaritano, saque la conclusión de cuál de los tres se portó verdaderamente como prójimo del pobre hombre al que asaltaron los bandidos.

Ciertamente, la respuesta del letrado a la pregunta del Señor Jesús, «¿qué está escrito en la Ley?», es correcta, pero el Señor quiere ir más allá. Muestra en la parábola el comportamiento de dos personajes que, desde luego, conocen perfectamente el precepto, pero no lo llevan a la práctica. Sin duda, creen que aman con todo el corazón a Dios, pero no son conscientes de que el fruto de ese amor no tendría que ser otro que el amor al prójimo, y ese amor no lo practican. El samaritano no necesita ser un experto en el conocimiento de la Ley, pero amando al prójimo llega a practicar la primera parte del precepto que es, amar a Dios sobre todas las cosas.

Esta parábola viene a arrojar luz sobre nuestra vida, en lo que se refiere a nuestra relación con Dios. Muchos nos escandalizaríamos si alguien nos dijera que no amamos a Dios. El levita y el sacerdote también se hubieran escandalizado. Sin embargo, esa es la realidad. El termómetro que indica hasta qué punto amamos a Dios, no es otro que el que indica cual es el amor que tenemos a nuestro prójimo. Aunque parezca un contrasentido, no amamos al prójimo porque amamos a Dios, sino todo lo contrario, es el amor al prójimo el que nos lleva a amar a Dios. A Dios no lo vemos, pero a nuestro prójimo sí, por eso, el único camino que tenemos para amar a Dios es el amor a nuestro prójimo. San Juan, en su primera carta nos dice: «Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».

No nos engañemos. El Señor ha hecho las cosas bien hechas y para que lleguemos a Él, ha puesto a nuestro lado a nuestros hermanos, a nuestro prójimo, con sus necesidades y sus problemas, para que comprendiéndolos y queriéndolos nos lleven a conocerlo. Es necesario pedir al Espíritu Santo que nos ayude a salir de nuestro egoísmo, para dar entrada en nuestra vida al otro, al hermano, al pobre, al necesitado… y también a aquel que nos resulta difícil amar.


DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«LA MIES ES ABUNDANTE Y LOS OBREROS POCOS» 

 CITAS BÍBLICAS: Is 66, 10-14c * Gál 6, 14-18 * Lc 10, 1-12.17-20 

El evangelio de este domingo nos hace presente la misión que como cristianos ha puesto el Señor en nuestras manos. Si estamos en la Iglesia buscando nuestra salvación personal, andamos muy errados. No estás en la Iglesia para salvarte tú, estás en la Iglesia para que llegue a otros la noticia de la salvación del Señor Jesús.

El Señor te ha elegido a ti y me ha elegido a mí, para que, en esta generación, seamos sus manos, su boca, sus ojos… Él ha dado su vida por todos los hombres sin distinción alguna de raza, sexo o condición, pero esa salvación se llevó a cabo en un momento dado de la historia. Es necesario hacer llegar a todos los que vivimos en esta generación, la Buena Noticia de que el Señor ha destruido la muerte y ha perdonado nuestros pecados, mostrándose misericordioso con aquellos que, como tú y como yo, somos incapaces de cumplir la ley y de hacer su voluntad.

Hoy, como a los setenta y dos discípulos de los que nos habla san Lucas, nos llama a ti y a mí a ponernos en camino, a hacer llegar a todos, empezando por los más cercanos, la gran noticia de que tenemos un Dios que nos ama sin condición alguna. Que no nos exige de ninguna manera que seamos buenos para querernos. Nos ama, pues, tal y como somos sin exigirnos cambio alguno. Un Dios que es Padre, y que conoce todas nuestras deficiencias y debilidades y que está siempre dispuesto a echarnos una mano en cuanto nosotros se lo pidamos.

Es necesario, pues, que todos conozcan que los sufrimientos, los disgustos, las enfermedades e incluso la muerte, son fruto del pecado que se enseñorea en el mundo. No es Dios el que castiga y nos roba la felicidad, es el demonio, es el mundo y el pecado, los que nos hacen infelices y nos meten en el sufrimiento.

En el evangelio el Señor encarga a sus discípulos que anuncien que el Reino de Dios está cerca. Nosotros, sin embargo, anunciamos que el Reino de Dios ha llegado ya. Que está entre nosotros. Que el Reino de Dios en este mundo es la Iglesia y que en ella es el único lugar en donde el hombre puede hallar consuelo y fortaleza ante las luchas diarias a las que lo somete la vida.

Anunciar la Buena Noticia, anunciar la presencia del Reino de Dios, puede acarrearnos disgustos. Es muy posible que seamos rechazados y hasta perseguidos, pero eso no importa, sabemos cómo trataron al Maestro y nosotros estamos muy lejos de asemejarnos a Él. El demonio tratará con todas sus fuerzas de impedir que la gran noticia de la salvación arraigue en el corazón de los que nos rodean. Su misión es hacer fracasar el plan de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

El Señor en esta misión estará siempre a nuestro lado. No seremos francotiradores. Él nos dará la fortaleza y la sabiduría necesarias para ser testigos de su amor delante de los hombres. En esta misión, si importante es la palabra, mucho más lo es el testimonio de la vida. Ver nuestra manera de obrar, nuestra entereza en el sufrimiento, la forma que tenemos de perdonar las ofensas y las acusaciones injustas, etc., será para los que nos observen mucho más eficaz que largas catequesis o sermones.

Quizá podemos preguntarnos: ¿Y cuál será la recompensa? La recompensa es el mismo anuncio de la Buena Noticia. Es experimentar como los demonios se rinden ante la fuerza de la Palabra.  Es comprobar la presencia casi física del Señor en nuestra vida, que produce una paz y una alegría interior que nadie puede arrebatarnos. Es tener la certeza de que, como dice el Señor, «nuestros nombres están inscritos en el cielo».

 

 

DOMINGO XIII - SOLEMNIDAD DE S. PEDRO Y S. PABLO

DOMINGO XIII - SOLEMNIDAD DE S. PEDRO Y S. PABLO

«TÚ ERES EL MESÍAS, EL HIJO DEL DIOS VIVO»

 

CITAS BÍBLICAS:  Hch 12, 1-11 - 2 Tim 4, 6-8. 17-18 - Mt 16, 13-19

  En este domingo celebramos la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, por lo tanto, las lecturas de la misa serán las que corresponden a esta solemnidad de la Iglesia.

San Pedro y san Pablo son los dos candelabros, los dos olivos que aparecen en el Apocalipsis. Son las columnas de la fe. Pedro, elegido por el Señor para ser la roca sobre la que edificará su Iglesia. Pablo, vaso de elección para hacer llegar la Buena Nueva a todos los gentiles.

  En el evangelio de hoy vemos al Señor que lleva a sus discípulos a un lugar apartado, a Banias en Cesarea de Filipo, cerca de las fuentes del Jordán. Va instruyéndoles y les va preparando para los acontecimientos que Él ha de vivir en Jerusalén. De momento se detiene y les hace la siguiente pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?». Los discípulos le dan respuestas para todos los gustos, que si Elías, que si alguno de los antiguos profetas, etc. Parece ser que al Señor Jesús no le importa demasiado lo que digan las gentes sobre su persona. Lo que sí le importa es lo que piensan sus discípulos de él, por eso les pregunta sin rodeos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?».

  Pedro, sin dar opción a que los demás respondan, dice de inmediato: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La respuesta del Señor tampoco se hace esperar: «¡Dichoso tú Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia… te daré las llaves de reino de los cielos…» Con estas palabras, el Señor Jesús otorga a Pedro la primacía sobre los demás apóstoles y sobre sus discípulos.

  Hoy, en esta asamblea han resonado estas mismas palabras. Hoy, ha sido el señor el que nos ha preguntado a ti y a mí: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?» ¿Qué podemos responder? Tengamos en cuenta que esta pregunta es vivencial, o sea que no puede ser contestada mediante teorías o cosas aprendidas en el catecismo. La pregunta es directa. El Señor nos dice: vamos a ver, ¿tú me conoces o no? Tú, que te llamas cristiano, ¿a quién sigues? ¿Crees verdaderamente que yo soy el Hijo de Dios?

  Pedro, al responder al Señor lo hace desde su experiencia. Hace cerca de tres años que le sigue. Ha sido testigo de su predicación y de los signos, milagros, que la han acompañado. No tiene ninguna duda de que está delante del Mesías, delante del Hijo de Dios hecho hombre. Y tú, ¿tienes acontecimientos en la vida en los que has visto con toda seguridad que eran obra de Dios?

  Quizá nunca te has hecho esta pregunta. Quizá si hoy el Señor te la formulara, no sabrías qué responder. Por eso te invito a tener los ojos muy abiertos. A analizar los acontecimientos de tu vida para comprobar que el Señor no ha subido al cielo y se ha desentendido de ti. Que, en muchas ocasiones, cuando los problemas de todo tipo, familiares, de salud, de dinero, etc., te han desbordado por completo y no has sido capaz de encontrarles solución, ha sido Él, el que ha intervenido en tu vida ayudándote. No se te ocurra achacar estas cosas a la suerte o al azar. Ni la suerte ni el azar existen. Lo que sí existe es la providencia de Dios. Lo que sí existe es la presencia del Señor Resucitado entre nosotros, dispuesto a ayudarnos mediante la fuerza del Espíritu Santo siempre que lo invoquemos. Comprobar cómo actúa en nuestra existencia, es lo que hace crecer nuestra fe en Él. Una fe que nos son creencias o teorías. Una fe que es experiencia de la obra del Señor en nuestra vida. 

 

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO -C

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO -C

«TOMAD Y COMED PORQUE ESTO ES MI CUERPO»

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 14, 18-20 * 1Cor 11, 23-26 * Lc 9, 11b-17 

San Juan en su evangelio pocas horas antes de la Pasión dice refiriéndose al Señor, «Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo». Esta frase se sitúa inmediatamente antes de que el Señor, en la Última Cena, ocupara con su propio cuerpo el lugar del cordero pascual que presidía la mesa, convirtiéndose de esa manera en el alimento de todos los presentes. Él, como más tarde dirá a sus discípulos, deseaba de este modo permanecer con ellos y con nosotros, hasta la consumación de los siglos.

No contento con alimentarnos con su Palabra, y conociendo de antemano nuestra debilidad y pobreza, transforma su carne para cada uno de nosotros en el alimento espiritual que nos dé fuerza para llevar adelante la misión que, como miembros de su Iglesia, ha dejado en nuestras manos. ¿Cuál es, podemos preguntarnos, esa misión? Nosotros estamos llamados a ser en esta generación otros cristos, de manera que podamos afirmar con san Pablo en su carta a los Gálatas: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí». ¿Cómo puede ser eso posible, te preguntarás, si yo soy un pecador y soy débil y me dejo arrastrar por lo que continuamente me ofrece el mundo? Por eso, precisamente, porque eres débil, necesitas alimentarte de este Pan y de este Vino que fortalecerán tu debilidad.

San Agustín nos explica cómo actúa en nosotros este alimento que nos brinda el Señor. Cuando tú y yo comemos, nuestro aparato digestivo va obteniendo del alimento los nutrientes que necesitan las células de nuestro cuerpo. Así, la carne, el pescado, el pan, etc. van transformándose en nuestros músculos y les permiten crecer. No ocurre así con el Alimento Eucarístico. Cuando comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, no se convierten en alimento para nuestros músculos, sino que tú y yo nos vamos transformando poco a poco en otros cristos, de manera que llegue a ser la Sangre de Cristo la que circule por nuestras venas. La consecuencia de esta transformación es que llega un momento en que nuestras obras son las obras de Cristo, y a través de ellas alcanzan la salvación los que viven con nosotros.

Hemos de estar alerta porque participar asiduamente de este Alimento puede hacernos caer en la rutina, no siendo capaces de evaluar la grandeza de este don que el Señor nos da gratuitamente. Somos ciertamente afortunados. Somos la envidia de los propios ángeles. Ellos contemplan de continuo el rostro del Señor, pero no les es dado alimentarse, como nosotros lo hacemos, con su Cuerpo y con su Sangre. Hemos de darnos cuenta de que cada día que asistimos a la Eucaristía, somos testigos de un acontecimiento, un milagro, más grande que la propia creación del mundo.

  ¿Quién eres tú o quién soy yo, para que no solo hayamos sido lavados con la sangre del Señor, sino que lleguemos a alimentarnos con su Cuerpo? Nuestra existencia es un camino hacia la vida eterna, pero el lastre de nuestros pecados hace demasiado pesada la marcha. Con sólo nuestras fuerzas nunca llegaríamos a la meta. Nuestra vida sería por tanto un fracaso. Por eso el Señor viene en nuestra ayuda como lo hizo con los panes que dio al profeta Elías, cuando huía de Ajab. Como a él, también a ti y a mí nos dice: «Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti».

Bendigamos al Señor. Démosle gracias por el inmenso amor que ha mostrado hacia nosotros en este Sacramento. Participemos asiduamente de este Banquete. Ciertamente, no somos dignos de hacerlo, pero Él, penetrando en nosotros hará digno lo indigno y hará santos a los que somos pecadores.

 

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD -C-

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD -C-

«GLORIA AL PADRE Y AL HIJO Y AL ESPIRITU SANTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Prov 8, 22-31 * Rm 5, 1-5 * Jn 16, 12-15

Acaba de terminar el Tiempo Pascual. Dentro de él hemos sido testigos de cómo se ha llevado a cabo el plan de salvación para el hombre, que Dios había diseñado desde toda la eternidad.

Tres han sido los protagonistas de este plan. En primer lugar, Dios-Padre, que, por amor y en función de aquel a quien estaba destinado ha creado el universo, y en él, ha puesto para que lo disfrute y lo domine al hombre hecho a su imagen. En segundo lugar, hemos contemplado la figura del Señor Jesús, que, en un delirio de amor por el hombre, para salvarle, para librarle de la muerte en que se había precipitado por su insensatez, no duda en anonadarse hasta el extremo y se reviste de carne mortal. Siendo Él el Señor, se entrega a la muerte para librar al esclavo. Finalmente contemplamos al tercer protagonista, el Espíritu Santo, defensor del hombre redimido, cuya misión es consolidar la obra redentora del Hijo haciendo presente en cada momento de la historia, el inmenso amor de Dios hacia su criatura.

A estas tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, celebramos este domingo en el misterio que encierra la misma esencia de Dios: la Santísima Trinidad. Sería inútil pretender profundizar en este misterio. Esta labor la dejamos en manos de los expertos en la materia, aunque tenemos la certeza de que el crecimiento de nuestra fe no depende de las teologías sino de tener un encuentro personal con el Señor.

Lo importante para ti y para mí, es tener experiencia de la obra que en nuestra vida llevan a cabo las tres divinas personas. Veamos. Hemos conocido al Padre, en quien creemos como creador, porque así nos lo ha dado a conocer el Señor Jesús que nos ha enseñado a llamarle Padre. También nos ha dado a conocer su misericordia y su paciencia sin límites, ante nuestras rebeldías y pecados.

Conocemos al Señor Jesús, porque obediente al Padre y en un derroche de amor, ha querido hacerse uno de nosotros. Con su encarnación le ha dado a Dios un rostro humano. Ya no es necesario recurrir a nuestra imaginación para saber cuál es el rostro de Dios. Cristo Jesús, Dios-hombre, ha querido hacerse uno de nosotros para conocer de primera mano nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestras luchas y dolores. No contento con esto, y conociendo que el origen de nuestro sufrimiento es la muerte que nos acarrea el pecado, ha cargado con el peso de nuestras culpas que lo han aplastado contra la Cruz. Con su resurrección, la muerte ha sido vencida quedando también rotas para nosotros sus ataduras.

Finalmente, ha sido la presencia del Espíritu Santo la que lleva adelante a la Iglesia fundada por el Señor Jesús. Sin la presencia y acción del Espíritu Santo, la Iglesia no hubiera podido llevar adelante su misión. Los apóstoles y los demás discípulos, a pesar de haber sido testigos de la resurrección del Señor, y de haber convivido con él durante cuarenta días después de resucitado, no pudieron dar testimonio de esa resurrección delante de los demás. El miedo los atenazaba. Fue necesario que el Espíritu en Pentecostés les diera fortaleza y sabiduría, para lanzarse sin temor a anunciar que aquel que había colgado de la cruz estaba vivo, que había resucitado.

Ese mismo Espíritu es el que permaneciendo en la Iglesia la santifica. Es Él, el que hace posible que pecadores como tú y como yo, podamos hacer presente en esta generación a la persona del Señor Jesús. Cuando tú y yo perdonamos al que conscientemente nos hace daño, cuando somos capaces de pedir perdón al que hemos ofendido, cuando compartimos nuestros bienes con los más necesitados, etc., estamos llevando a cabo las mismas obras que hizo el Señor Jesús. Lo estamos haciendo presente. Pero todo esto somos capaces de hacerlo, porque el Espíritu Santo, obra en nuestro interior. Es su fuerza la que nos convierte en otros cristos. Pidamos, pues, cada mañana su asistencia. Que Él con su sabiduría guíe nuestras vidas.   

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

«RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»

 

CITAS BÍBLICAS:  Hch 2, 1-11 * 1Co 12, 3b-7. 12-13 * Jn 20, 19-23

Damos fin con este domingo a la Cincuentena Pascual. Han sido cincuenta días en las que hemos celebrado el acontecimiento primordial de nuestra fe: la Resurrección del Señor Jesús. Un acontecimiento que no es ajeno a nuestra vida, ya que, como dice san Pablo, “Si hemos muerto con Él, sabemos que también resucitaremos con Él”.

El Señor Jesús, hombre como tú y como yo, conoce nuestra debilidad. Conoce también la fuerza de la seducción del pecado y, conoce, por experiencia, la fuerza de la tentación. Sabe también, que el pequeño rebaño que ha elegido se encuentra sin Él, totalmente indefenso ante la sagacidad del maligno. También conoce que, cuando se han presentado las dificultades, sus discípulos lo han abandonado a su suerte.

Cuando han estado con él, su presencia ha dado fortaleza a aquellos que le seguían, que han entrado en tristeza ante el anuncio de su partida. Por eso les ha dicho: «No os dejaré huérfanos». Y también, «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté con vosotros, el Espíritu de la Verdad».

Hoy, diez días después de su Ascensión a los cielos, el Señor Jesús cumple su promesa derramando abundantemente sobre su Iglesia el Espíritu Santo. Él va a tener como misión reunir y fortalecer a los que el miedo ha dispersado, haciéndolos testigos ante el pueblo de la Resurrección del Señor Jesús.

Todo lo que la Iglesia lleva a término en medio del mundo es obra del Espíritu Santo. Por su acción hallan cumplimiento todas las promesas del Señor. Por su impulso podemos llevar a la práctica las enseñanzas que Él nos ha dejado. Sin Él, nos veríamos incapacitados para obrar el bien.

Muchas veces nos hemos referido a la misión para la que nos ha elegido el Señor. Nos toca continuar y actualizar su obra redentora en cada generación. El amor y la misericordia que él demostró tener hacia el pecador, hacia aquel que se equivoca, lo hemos de hacer presente hoy nosotros. Tú y yo, estamos llamados a ocupar su lugar. Él nos ha elegido para que los demás, viéndonos a nosotros lo vean a Él.

El Señor nos dijo un día: «Amaos como yo os he amado». Y, ¿cómo nos ha amado Él? Nos ha dado por completo, hasta la última gota de su sangre para que tú y yo, que no teníamos remedio, que no teníamos salvación, pudiéramos salvarnos. Nos amó hasta el extremo cuando éramos sus enemigos. No nos exigió que cambiáramos de vida para poder amarnos. Nos amó en nuestro pecado y en nuestras miserias y nunca nos rechazó. Pues bien, ahora nos dice: «De la misma manera que yo os he amado, gratuitamente, sin exigiros nada, amaos unos a otros».

Tú, viendo cual es la misión que el Señor pone en tus manos le dices: Señor, ¿Cómo voy a amar así, si soy un egoísta, si solo pienso en mí mismo, ¿cómo voy a amar a los que me hacen daño y me fastidian, si a duras penas me amo a mí mismo?

La respuesta del Señor es el envío del Espíritu Santo. Él es el que realiza en nosotros el querer y el obrar. Él es fortaleza en nuestra debilidad, sabiduría en nuestra necedad. Él viene a realizar en nosotros todo aquello que es voluntad del Señor y que nosotros, tarados por el pecado, somos incapaces de hacer. Él está continuamente presente en su Iglesia. Invoquémosle, pidamos que venga en nuestra ayuda, y todo lo imposible se hará posible.

DOMINGO VII DE PASCUA – ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-

DOMINGO VII DE PASCUA – ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-

«VOSOTROS SOIS TESTIGOS DE ESTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 1, 1-11 * Ef 1, 17-23 * Lc 24, 46-53

Estamos llegando al final del Tiempo Pascual. El pasado jueves se cumplieron cuarenta días de la Resurrección del Señor, y por eso, correspondía celebrar su Ascensión al Cielo. Sin embargo, y dado que actualmente ese día se considera laboral, la Iglesia ha trasladado esta solemnidad al presente Domingo VII de Pascua.

El Señor Jesús completa con este hecho su estancia física entre nosotros. Salió del Padre, llevó a cabo la misión que se le había encomendado y ahora se dispone de nuevo a regresar al Padre. Es bueno que apliquemos a nuestra vida este periplo. Tú y yo también tenemos nuestro origen en el Padre que nos creó. Estamos durante un período más o menos largo en este mundo, y luego, cuando el Señor lo disponga, regresaremos de nuevo al Padre.

El acontecimiento que celebramos es pues el paradigma de la historia que Dios-Padre ha diseñado para nosotros. Es importante no perder esto de vista para eludir un peligro que sin duda nos acecha: establecernos en este mundo considerando nuestra estancia en él como definitiva, olvidando que somos extranjeros y que nuestra verdadera patria es el cielo. Tener esto presente es muy importante, porque llegados a este punto da comienzo nuestra misión como discípulos del Señor. Hoy el Señor Jesús nos lo recuerda cuando nos dice: «Vosotros sois testigos de esto». ¿Testigos de qué? Testigos de su resurrección, testigos del perdón de los pecados que a través de él nos ha otorgado el Padre. Testigos de su amor y misericordia. Testigos de que con su victoria sobre la muerte ha abierto para nosotros las puertas del cielo, de la vida eterna que el Padre nos reserva a cada uno.

De todo esto, preguntarás, ¿cómo puedo ser testigo si soy un pobre pecador, egoísta, incapaz de perder la vida por nadie? La solución radica en que toda esta misión no descansa en nuestro esfuerzo. El Señor Jesús ha subido al cielo, se ha sentado a la derecha del Padre y se le ha otorgado todo poder. Es ese poder el que suple nuestra debilidad. Es su fuerza y no la nuestra la que lleva a cabo la obra. A nosotros nos toca ser dóciles a sus inspiraciones y no oponer resistencia a su acción. Por otra parte, nos ha prometido el envío del Espíritu Santo, que será fuerza en nuestra debilidad y consuelo en nuestros sufrimientos. Su sabiduría nos hará saber discernir lo que conviene y lo que hay que evitar. Será Él, en fin, el que transformará nuestra condición pecadora llevándonos a la santidad.

Si nuestra cabeza ya está en el cielo, tengamos la certeza de que, como sucede en el parto de un niño, nosotros, que somos su cuerpo, seremos arrastrados por Él hacia la vida.

DOMINGO VI DE PASCUA -C-

DOMINGO VI DE PASCUA -C-

«LA PAZ OS DEJO, MI PAZ OS DOY» 

 

 CITAS BÍBLICAS: Hch 15, 1-2.22-29 * Ap 21,10-14.22-23 * Jn 14,23-29

Hoy, ante su partida inminente, el Señor Jesús continúa dando las últimas recomendaciones a sus discípulos. En esta ocasión les habla de la importancia que tiene escuchar su palabra y guardarla en el corazón. La Palabra de Dios es distinta a nuestra palabra. A nuestras palabras se las lleva el viento, mientras que la palabra de Dios permanece y actúa en la vida de aquel que la escucha transformando poco a poco su vida.

Guardar la Palabra en el corazón supone aceptarla como palabra de vida. El Señor nos invita a guardarla porque para nosotros es imposible llevarla a cabo con sólo nuestro esfuerzo. Los evangelios, en particular el de san Lucas, nos dicen que a María también le sucedía algo semejante y que, por eso, guardaba todas estas cosas en el corazón. Sin duda también tenía dificultad para entender, por ejemplo, la respuesta que el Niño Jesús les da cuando lo encuentran en el Templo, después de haberlo buscado con angustia durante tres días.

La Palabra es viva y eficaz, pero no siempre es posible entender su significado. El Señor Jesús lo sabe y por eso promete enviar desde el Padre al Espíritu Santo, para que abriendo las mentes de los discípulos les enseñe todo, y les vaya recordando todo aquello que han escuchado de su boca.

A nosotros nos ocurre lo mismo. Es necesario no cuestionar la Palabra o la predicación pretendiendo interpretarla o entenderla con solo nuestra razón. Es necesario dejarla caer en nuestro corazón como lluvia fina que lo vaya empapando, para que llegue a dar fruto en el momento oportuno.

El Señor no solo nos habla por la Palabra o la predicación, lo hace también mediante los acontecimientos que tienen lugar en nuestra vida. Alegrías, disgustos, enfermedades, dificultades de todo tipo, etc., son aprovechadas por Dios para hablarnos en el día a día. En estos casos también es necesario tener el oído abierto para interpretar cuál es la voluntad de Dios, qué es lo que le agrada, y qué es lo que quiere decirnos a través de aquello que nos sucede. El discernimiento que necesitamos para ello, también se nos da en esta ocasión a través de la acción del Espíritu Santo.

En la última parte del evangelio el Señor dice a los discípulos: «La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la del mundo». Él, conoce las tribulaciones por las que van a pasar los discípulos. Sabe que van a enfrentarse a acontecimientos difíciles de entender, por eso la Paz que les ofrece es totalmente distinta de aquella que ofrece el mundo. Viene a ser como si les dijera: no temáis, tened mi Paz. Mi Paz no viene de fuera, es una Paz que nace del corazón. 

También a nosotros nos ofrece el Señor su Paz. Una Paz que es capaz de hacernos pasar por encima de acontecimientos adversos, como enfermedades, muertes, disgustos familiares, paro, dificultades económicas, etc., etc., que son capaces de hacernos caer en tristeza y hasta en desesperación. Para esas situaciones de poco sirve lo que nos ofrece el mundo. Su paz es efímera. En cambio, es el Señor el único capaz de darnos consuelo en esos momentos difíciles. Él es capaz de hacernos experimentar que todo lo que viene de su mano es bueno, y va orientado hacia nuestra salvación. Con Él, las cruces de cada día no nos aplastan, sino que sirven para experimentar que Él es el único capaz de hacernos caminar sobre las aguas encrespadas del mar de la vida, sin hundirnos. Esta experiencia nos ha de transformar en portadores de Paz. Ha de hacer que, a través de nosotros, la Paz del Señor llegue a todos los que nos rodean.