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DOMINGO III DE PASCUA -B-

DOMINGO III DE PASCUA -B-

«VOSOTROS SOIS TESTIGOS DE ESTO»

 

CITAS BÍBLICAS:  Hch 3, 13-15.17-19 * 1Jn 2, 1-5ª * Lc 24, 35-48

El pasaje del evangelio de esta semana se inicia con el regreso de los discípulos de Emaús, que se han encontrado con el Señor en el camino y le han reconocido en el momento de partir el pan. Ellos, nos dirá hoy san Lucas, llenos de gozo deshacen el camino andado y regresan a Jerusalén para dar la noticia a los Doce. Están aún contando su experiencia, cuando de nuevo se hace presente el Señor Jesús. «Paz a vosotros» les dice. Los discípulos, al verle, sorprendidos y atemorizados, creen estar delante de un fantasma. El Señor, para tranquilizarles, les invita a tocar su cuerpo para que comprueben que no se trata de un fantasma. Les muestra las señales de los clavos y finalmente les pide algo de comer. Ellos siguen atónitos por la alegría, y no acaban de dar crédito a lo que ven sus ojos.

También a nosotros nos puede suceder algo parecido. Ciertamente, nosotros no podemos ver al Señor físicamente, pero la fe nos dice que su presencia es continua y está próximo a aquellos que nos consideramos sus discípulos. Muchas veces afirmamos que el Señor vive resucitado en su Iglesia, pero quizá lo decimos de una manera intelectual. No acabamos de ser conscientes de que su presencia es real, aunque nuestros sentidos no puedan percibirla. Nosotros, no seguimos a un fantasma, el Señor nos acompaña, está a nuestro lado, en las alegrías y sobre todo en las penas. Así nos lo prometió cuando dijo: «Y ved que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

Ocurre, sin embargo, que necesitamos tener los ojos de la fe abiertos para ver en aquel pobre que nos alarga la mano pidiendo limosna, en aquel inmigrante que llega buscando una vida mejor y no tiene donde cobijarse, en aquel niño maltratado o en aquel pobre hombre que se ve obligado a robar para poder comer, etc., la figura del Señor que se nos acerca. ¡Cuántas veces encontramos mil razones para no ayudarles y miramos hacia otro lado!

Sucede también que, con frecuencia, atribuimos a la buena o a la mala suerte, acontecimientos de nuestra vida que escapan a nuestro control. No nos damos cuenta de que la suerte no existe. Sería horroroso que nuestra vida estuviera sometida al azar. Si el Señor dice que ni un cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso, ¿cómo es posible que incidentes de nuestra familia, de nuestro trabajo, de nuestra salud, etc., sucedan porque sí y los atribuyamos a la buena o mala suerte? Lo cierto es que existe la providencia divina, que es cierta la presencia del Señor que camina a nuestro lado, dispuesto siempre a ayudarnos si nosotros se lo pedimos.

Hay una frase al final de este evangelio en la que tenemos que detenernos por necesidad. El Señor dice: Vosotros sois testigos de esto. Está hablando a los discípulos. Les está recordando cómo en su vida y en particular en su Pasión, se han cumplido las palabras de los profetas. Ellos saben, porque lo han vivido, que todo lo dicho en las Escrituras sobre el Señor se ha cumplido. Por eso se les aparece en diversas ocasiones antes de su Ascensión. Es necesario que sean testigos de estos acontecimientos delante del pueblo. También nosotros estamos llamados a ser testigos de que está resucitado, y lo seremos, al manifestar las veces que ante acontecimientos que nos desbordan, como enfermedades, muertes, situaciones extremas en la familia, en el trabajo, etc., comprobamos que lo que para nosotros era imposible se ha vuelto posible gracias a su ayuda.

Hoy, esos discípulos somos tú y yo, que debemos dar testimonio delante de los demás de que también en nuestra vida hemos visto actuar al Señor Jesús, que prometió, cuando vivía, que permanecería entre nosotros hasta la consumación de los siglos. 

LA DIVINA MISERICORDIA

LA DIVINA MISERICORDIA

En el año 2000 san Juan Pablo II dispuso que el segundo domingo de Pascua estuviera dedicado a contemplar la Divina Misericordia.

Hemos afirmado en repetidas ocasiones que la misma esencia de Dios, aquella “materia” que lo conforma, diríamos en lenguaje llano, es el amor. Hoy, afirmamos sin ningún lugar a duda que, el atributo divino que mejor pone de manifiesto ese amor, es la misericordia.

La misericordia es un sentimiento profundo que nos impulsa a ayudar a los demás en sus momentos difíciles. La palabra proviene del latín “misere”, que significa “miseria, necesidad”, y “cor, cordis”, que indica “corazón”. Los cristianos creemos que recibimos el perdón de Dios, precisamente a través de ese atributo divino.

Se afirma de Dios que tiene corazón de padre y entrañas de madre. Son esas entrañas misericordiosas las que le mueven a no tomar en cuenta nuestras infidelidades y pecados.

La misericordia de Dios es infinita en tamaño y eterna en el tiempo. Para aplicarla a cada uno de nosotros, que somos pecadores e infieles, Dios-Padre no ha dudado en entregar a la muerte a su propio Hijo para que su sangre lavara todos nuestros pecados y delitos. Es Él, Dios-Padre, el que, como dice el profeta Oseas, nos ha estrechado entre sus brazos desde la niñez y nos ha enseñado a caminar. Y cuando por nuestra mala cabeza nos hemos apartado de él dando culto a ídolos como el dinero, las riquezas, el poder o el sexo, en vez de destruirnos como merecíamos, ha exclamado: ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Voy a destruirte como destruí a Sodoma? De pensarlo mi corazón dentro de mí se convulsiona… Se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, porque soy Dios y no hombre. No vendré con ira.

Con todo esto queremos decir que el Señor nos ama por encima de nuestros pecados. Y, si en Él tuviera cabida el sufrimiento, afirmaríamos que, como padre que ama intensamente a sus hijos, su corazón sufre viendo la esclavitud y el dolor al que nos somete el pecado. Él aprovecha nuestros desvaríos para mostrarnos una y otra vez su corazón misericordioso en el que no cabe ni el rencor ni el deseo de venganza. Nuestros pecados, como dijo a san Jerónimo, le pertenecen porque por ellos, su Hijo, su Hijo amado, pagó con creces derramando hasta la última gota de su Sangre. San Pablo dice en su Carta a los Romanos, “que Dios nos encerró a todos en la rebeldía para usar con todos de misericordia”. Quiere decir esto que Dios, sabía que al hacernos libres usaríamos mal nuestra libertad, pero que esta circunstancia serviría para poner de manifiesto su amor y misericordia hacia cada uno de nosotros.  

Por eso, es consolador saber que por grande que sea nuestro pecado, nunca el Señor se escandaliza de nosotros. Dice el salmo 32: «Él formó cada corazón y comprende todas sus acciones». Nada hay, pues, de nuestro comportamiento que pueda escandalizarle. La respuesta ante nuestros desvaríos y pecados, es siempre la misma: comprensión, amor y misericordia, y como consecuencia, perdón sin límites.

¿Queremos decir con todo esto que no nos ha de preocupar nuestra condición de pecadores? No. El pecado nunca es un placer o una cosa buena que se nos prohíbe. El pecado engendra siempre sufrimiento y muerte. Por eso, nuestro Padre-Dios, odia al pecado y ama con locura al pecador, siendo siempre su respuesta para nosotros, pecadores, el perdón y la misericordia. Por nuestra parte, es necesario tener en cuenta que, utilizando mal nuestra libertad, podemos rechazar formalmente esa misericordia y caer en la condenación eterna.

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

«PAZ A VOSOTROS»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 4, 32-35 * 1 Jn 5, 1-6 * Jn 20, 19-31 

Hoy hace ocho días celebrábamos el acontecimiento primordial de la historia de salvación. Cristo, el Hijo de Dios, muerto y sepultado después de una Pasión ignominiosa, rotas las ataduras de la muerte, resucitaba glorioso. 

La valoración que hagamos del hecho de la resurrección del Señor, está directamente relacionada con la convicción personal que tengamos del grado de esclavitud en el que vivimos a causa de nuestros pecados. ¿Sientes sinceramente que vives sometido al dominio del pecado y de la muerte, o más bien te encuentras cómodo en tu situación y no necesitas que nadie te libere? Según la respuesta que demos a esta pregunta, daremos más o menos importancia al acontecimiento más importante de la historia: la Resurrección del Señor Jesús. Cristo resucita victorioso para ya nunca más morir.

La muerte y resurrección del Señor están íntimamente relacionadas con el pecado. La noche de Pascua cantábamos: “Sin el pecado de Adán, Cristo, no nos habría rescatado. ¡Oh feliz culpa que mereció tan grande Redentor!” Ese pecado, como dice san Pablo, es el que nos hace penetrar en la muerte. Es el que nos ata, el que impide que seamos felices. Si en tu vida experimentas que eso es así, anhelarás que Cristo venza a la muerte y que te haga partícipe de su resurrección. La resurrección del Señor dejará de ser para ti un acontecimiento histórico, para convertirse en un hecho real que atañe directamente a tu vida.

Hoy, en su evangelio, nos narra san Juan la primera aparición del Señor Resucitado a sus discípulos, poniendo de manifiesto la razón última de su Pasión y Resurrección. Se ha hecho uno de nosotros, ha cargado con la cruz, ha muerto en ella y ha resucitado del sepulcro, para traernos la paz. Él es nuestra paz. Una paz de la que no podemos disfrutar si nos encontramos bajo el dominio del pecado y de la muerte. Por eso, lo primero que hace el Señor es desearles la Paz y hacerles partícipes de su poder como Dios, dándoles autoridad para perdonar los pecados. Les dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Quizá no acabamos de ser conscientes de que todo el mal que existe en el mundo, abusos de los poderosos, mal reparto de las riquezas, enfrentamientos entre naciones, razas, grupos sociales y hasta a nivel familiar, tienen su origen en el pecado. Él es el que mata en nosotros el amor de Dios y nos hace caer en el más grande egoísmo. Erradicar el pecado y con él el mal en el mundo es imposible. Pero el Señor sabe que el mejor antídoto contra el veneno del pecado es el perdón. Eso es lo que nos ha ofrecido desde la Cruz. Su corazón misericordioso atravesado por la lanza del soldado es testigo del perdón sin condiciones que nos otorga. Prueba de ello son las primeras palabras que hoy dirige a sus discípulos: «Paz a vosotros». No son palabras de reproche. Son las palabras de amor y comprensión que sus discípulos, y también tú y yo, necesitan escuchar de sus labios.

En esta primera aparición del Señor faltaba Tomás, que no da crédito a las palabras del resto de sus compañeros. Ocho días después, estando todos los apóstoles reunidos, el Señor vuelve a parecerse y echa en cara a Tomás su incredulidad, que ante su presencia exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». A lo que el Señor Jesús responde: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Es consolador pensar que el Señor nos llama también dichosos a nosotros, porque nos incluye entre aquellos que no lo han visto personalmente, pero que creen en él.

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

«NO ESTÁ AQUÍ. HA RESUCITADO»

 

LECTURAS BÍBLICAS: Hch 10, 34a. 37-43 * Col 3, 1-4 * Jn 20, 1-9

«No está aquí. Ha resucitado». Ésta es la gran noticia. En Jerusalén hay una tumba vacía. Allí fue depositado el cuerpo sin vida del Señor Jesús, pero ahora no hay nadie en ella. Esta es la noticia que durante siglos ha esperado el hombre. Por fin, la muerte ha sido vencida.

La Carta a los Hebreos dice que «el hombre, por el temor que tiene a la muerte está de por vida sometido a esclavitud». El ansia que tú y yo tenemos por ser, por permanecer, y la comprobación de que caminamos irremediablemente hacia la muerte, nos producen desazón y al mismo tiempo hacen que queramos defender a toda costa nuestra vida. Estamos incapacitados para darnos totalmente al otro, porque darse, es en cierto modo morir a uno mismo.

Esta situación, para nosotros irreversible, tiene como origen al pecado. Hemos pecado, hemos rechazado a la fuente de la vida, hemos dicho a Dios que no, y nos encontramos esclavos de la muerte. Una esclavitud de la que nadie en el mundo puede librarnos. Nuestro pecado ha hecho que no tengamos salvación posible. Al utilizar mal nuestra libertad le hemos vuelto la espalda a Dios. Hemos querido buscar la felicidad, dejando a Dios al margen y hemos caído en las garras de la muerte. Necesitamos con urgencia que alguien derrotando a la muerte nos libere de su esclavitud.

Dios, viendo nuestra incapacidad para amar y nuestra impotencia para romper los lazos de la muerte, no dudó en enviar a su Hijo al mundo, para que absorbiendo el veneno del pecado y entrando en la muerte, nos devolviera la vida con su resurrección.

  Hoy, los ángeles, como hicieron con las mujeres en la madrugada del domingo, nos dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado». Ha resucitado para que tú y yo tengamos vida. La resurrección de Cristo es a la vez nuestra resurrección. Nosotros unidos a Cristo somos seres resucitados. De ahí, la importancia para nuestra vida de la resurrección del Señor. Hoy, gracias a ella podemos decir con san Pablo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!».

Quizá preguntes ¿cómo sabré que también en mí la muerte ha sido vencida? Es muy sencillo. Mira, cada vez que puedas amar sin pedir nada a cambio, cada vez que seas capaz de perdonar de corazón sin exigir nada al otro, y lo hagas sin tener que esforzarte; cada vez que las humillaciones a las que te someten los otros no te hagan caer en tristeza, experimentarás que la fuerza que te hace actuar así, no se debe a tu esfuerzo, no se trata de un acto de tu voluntad, sino que se te da gratuitamente. Es, sin duda, la fuerza del Resucitado, su Espíritu que habita en ti, la que te mueve a actuar de ese modo.

Finalmente, hemos de tener en cuenta que el Señor no tenía ninguna necesidad de entrar en la muerte. Si lo ha hecho ha sido porque nos ama con ternura, y es su deseo que tú y yo, también podamos experimentar lo que es la vida de verdad, la vida auténtica, aquella que está libre de las ataduras de la muerte.

 


DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR -B-

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR -B-

«BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 50, 4-7 * Flp 2, 6-11 * Mc 14, 1 — 15, 47

Dentro de la liturgia de la Iglesia, damos comienzo con este domingo a la Semana Mayor o, como la denominamos con más frecuencia, Semana Santa.

            La importancia de esta semana viene dada porque durante la misma, haremos presente el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Estos acontecimientos se sitúan en las mismas raíces de nuestra Fe.  Si no hubieran acontecido en el tiempo, hoy, el cristianismo no existiría. Cristo ha venido al mundo a asumir una hora. Ha venido a entrar en la muerte para poder destruirla y librarnos así de nuestra esclavitud al pecado. Esa es su Pascua, su paso. Para llevarla a cabo tuvo que encarnarse y asumir nuestra condición humana con todo lo que ello conlleva. Hacerse totalmente igual a nosotros, excepto en el pecado, y por tanto estar como nosotros sujeto a la muerte.

            Hoy acompañaremos a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén. Hoy, también nosotros, unidos a los habitantes de Jerusalén, gritaremos: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Pero este entusiasmo será pasajero. Los hombres somos volubles. Hoy encumbramos, para mañana volver la espalda y hundir al que aclamábamos como ídolo. Eso mismo hará el pueblo de Jerusalén y hacemos nosotros cada día.

            San Pablo en el fragmento de su carta a los Filipenses nos hace presente hasta qué punto el Señor se entrega por completo por nosotros. Fue un anonadamiento total. Se despojó de su rango de Dios hasta llegar a convertirse, por amor hacia nosotros, en un esclavo. Este descendimiento y humillación total fue el camino para que Dios-Padre lo levantara, sobre todo, dándole el "Nombre-sobre-todo-nombre", haciéndolo Señor de Cielo, Tierra y Abismo.

            También nosotros, como el Señor Jesús, estamos llamados a negarnos a nosotros mismos en favor de aquellos que nos rodean, si queremos que al final, Dios-Padre nos encumbre. No olvidemos que los honores y reconocimientos humanos, son volubles, son pasajeros. Dios, dice la Escritura, «se complace en el humilde y mira de lejos al soberbio». Cierto que, humillarnos ante el otro no es nada fácil. Nuestro hombre viejo se revuelve con sólo pensarlo. Necesitamos la acción del Espíritu Santo. Los acontecimientos que nos disponemos a vivir en la semana que ahora empezamos, nos ayudarán no sólo a acompañar al Señor en su Pasión y Muerte, sino a disfrutar con él de la resurrección, una vez vencido nuestro hombre de la carne.

Pidamos a la Virgen, testigo cualificado de esta epopeya, que nos permita acompañarla no sólo como meros espectadores, sino con el convencimiento de que estos acontecimientos encierran para cada uno de nosotros, la mejor prueba de amor de un Dios que no ha dudado en entregar a la muerte a su propio Hijo, para que tú y yo, nos viéramos libres de la esclavitud del pecado y de la muerte.


DOMINGO V DE CUARESMA -B-

DOMINGO V DE CUARESMA -B-

«SI EL GRANO DE TRIGO MUERE, DA MUCHO FRUTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 31, 31-34 * Heb 5, 7-9 * Jn 12, 20-33

El Señor Jesús se encuentra en Jerusalén para celebrar las Fiestas de Pascua. Entre los forasteros que han acudido a la ciudad, hay un grupo de griegos que, asombrados de lo que se dice de él, se acercan a Felipe manifestándole su deseo de conocerle. Felipe se lo comenta a Andrés, y los dos se lo hacen saber a Jesús. Éste, al oírles les dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto».

Con esta respuesta el Señor nos enseña a leer los acontecimientos de la historia, para discernir en ellos cuál es la voluntad de Dios. Lo que para nosotros hubiera supuesto un motivo de complacencia al comprobar cómo nuestra fama traspasaba fronteras, para Jesús, es signo de que su misión en este mundo está llegando a su fin. Sabe perfectamente que no está en el mundo para recibir el reconocimiento de las gentes, sino para morir, como holocausto, para la salvación de los hombres. Y es este acontecimiento, precisamente, el que le da a entender que ese momento ha llegado.

El grano de trigo al que alude en su respuesta es su propio cuerpo. Es necesario que ese grano de trigo muera para que dé abundante fruto. Nosotros estamos llamados en esta generación a una misión idéntica a la suya. Estamos llamados a morir como él en favor de los demás. Él lo hizo de una manera cruenta, es decir, derramando su sangre, tú y yo tenemos que morir negándonos, por amor, a nosotros mismos, en favor de aquellos que nos rodean. Morir de este modo es la mayor manifestación de amor a nuestro prójimo.

¿Cómo se muere de este modo? El marido muere por la mujer renunciando a tener razón, aunque así sea, y elude cualquier enfrentamiento. No le importa sacrificarse por su esposa en pequeñas cosas, en pequeños caprichos, aunque hacerlo suponga renunciar a su comodidad. Lo mismo podemos decir de la mujer. Los dos compiten negándose a sí mismos, para dar gusto al otro. Morir al otro es morir a nuestra razón, a nuestros derechos, ya sea entre familiares, entre amigos, en el trabajo, etc.

Resumiendo, amar al prójimo supone la negación de uno mismo. El que ama de verdad busca hacer feliz al otro, aunque, la mayoría de las veces, lo haga fastidiándose así mismo. Significa esto que amar implica sufrir, implica olvidarse de uno mismo en favor del otro. Ahora se comprenden las palabras del Señor: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna».

Nosotros podemos preguntarnos, ¿qué ganaré yo actuando así? Actuando así, experimentarás la felicidad más grande posible. La felicidad más grande es la que se experimenta cuando uno, renunciando a sí mismo, se entrega de verdad al otro por amor. En ese momento estás haciendo con tu prójimo lo mismo que Dios hace cada día contigo. Por eso, dice a continuación el Señor Jesús: «El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará». Servir a Cristo es llevar a cabo su misión en esta generación. Para eso nos ha elegido y para eso nos da cada día la fuerza del Espíritu Santo. Para nosotros, es totalmente imposible ser otros cristos si el Espíritu Santo no derrama con abundancia sus dones. Sin embargo, esa ayuda nunca nos faltará porque la empresa no es nuestra. La empresa es del mismo Dios que, «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».

Alegrémonos, pues, de que el Señor se haya fijado en nosotros. Somos por ello los primeros beneficiados. Nada hemos hecho para merecerlo, pero el Señor nos mima y nos cuida porque nos ama, pero, sobre todo, porque ama con locura al resto de los hombres.


DOMINGO V DE CUARESMA -B-

DOMINGO V DE CUARESMA -B-

«SI EL GRANO DE TRIGO MUERE, DA MUCHO FRUTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 31, 31-34 * Heb 5, 7-9 * Jn 12, 20-33

El Señor Jesús se encuentra en Jerusalén para celebrar las Fiestas de Pascua. Entre los forasteros que han acudido a la ciudad, hay un grupo de griegos que, asombrados de lo que se dice de él, se acercan a Felipe manifestándole su deseo de conocerle. Felipe se lo comenta a Andrés, y los dos se lo hacen saber a Jesús. Éste, al oírles les dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto».

Con esta respuesta el Señor nos enseña a leer los acontecimientos de la historia, para discernir en ellos cuál es la voluntad de Dios. Lo que para nosotros hubiera supuesto un motivo de complacencia al comprobar cómo nuestra fama traspasaba fronteras, para Jesús, es signo de que su misión en este mundo está llegando a su fin. Sabe perfectamente que no está en el mundo para recibir el reconocimiento de las gentes, sino para morir, como holocausto, para la salvación de los hombres. Y es este acontecimiento, precisamente, el que le da a entender que ese momento ha llegado.

El grano de trigo al que alude en su respuesta es su propio cuerpo. Es necesario que ese grano de trigo muera para que dé abundante fruto. Nosotros estamos llamados en esta generación a una misión idéntica a la suya. Estamos llamados a morir como él en favor de los demás. Él lo hizo de una manera cruenta, es decir, derramando su sangre, tú y yo tenemos que morir negándonos, por amor, a nosotros mismos, en favor de aquellos que nos rodean. Morir de este modo es la mayor manifestación de amor a nuestro prójimo.

¿Cómo se muere de este modo? El marido muere por la mujer renunciando a tener razón, aunque así sea, y elude cualquier enfrentamiento. No le importa sacrificarse por su esposa en pequeñas cosas, en pequeños caprichos, aunque hacerlo suponga renunciar a su comodidad. Lo mismo podemos decir de la mujer. Los dos compiten negándose a sí mismos, para dar gusto al otro. Morir al otro es morir a nuestra razón, a nuestros derechos, ya sea entre familiares, entre amigos, en el trabajo, etc.

Resumiendo, amar al prójimo supone la negación de uno mismo. El que ama de verdad busca hacer feliz al otro, aunque, la mayoría de las veces, lo haga fastidiándose así mismo. Significa esto que amar implica sufrir, implica olvidarse de uno mismo en favor del otro. Ahora se comprenden las palabras del Señor: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna».

Nosotros podemos preguntarnos, ¿qué ganaré yo actuando así? Actuando así, experimentarás la felicidad más grande posible. La felicidad más grande es la que se experimenta cuando uno, renunciando a sí mismo, se entrega de verdad al otro por amor. En ese momento estás haciendo con tu prójimo lo mismo que Dios hace cada día contigo. Por eso, dice a continuación el Señor Jesús: «El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará». Servir a Cristo es llevar a cabo su misión en esta generación. Para eso nos ha elegido y para eso nos da cada día la fuerza del Espíritu Santo. Para nosotros, es totalmente imposible ser otros cristos si el Espíritu Santo no derrama con abundancia sus dones. Sin embargo, esa ayuda nunca nos faltará porque la empresa no es nuestra. La empresa es del mismo Dios que, «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».

Alegrémonos, pues, de que el Señor se haya fijado en nosotros. Somos por ello los primeros beneficiarios. Nada hemos hecho para merecerlo, pero el Señor nos mima y nos cuida porque nos ama, pero, sobre todo, porque ama con locura al resto de los hombres.


DOMINGO IV DE CUARESMA -B-

DOMINGO IV DE CUARESMA -B-

«DIOS NO MANDÓ A SU HIJO AL MUNDO PARA CONDENAR AL MUNDO»

 

CITAS BÍBLICAS: 2Cro 36, 14-16.19-23 * Ef 2, 4-10 * Jn 3, 14-21

Nos encontramos en el cuarto domingo de Cuaresma. Ya llevamos recorrido la mitad de este tiempo que nos prepara para la Pascua. A este cuarto domingo se le llama en la liturgia de “Laetare”, porque así empieza la antífona del rito de entrada que dice: “¡Alégrate, Jerusalén…!” Es un domingo en el que la austeridad penitencial que caracteriza toda la Cuaresma, significada en los ornamentos morados, se ve un tanto aliviada al cambiar el morado por el color rosa. La Iglesia, con este signo, viene a decirnos: ¡Ánimo, ya falta menos! Ya nos acercamos a la gran fiesta de la Pascua.

Hoy la Iglesia nos propone un fragmento del evangelio de san Juan. Se trata de una lectura que pone de manifiesto el gran amor de Dios Padre hacia su criatura, hacia ti y hacia mí. San Juan compara la serpiente de bronce que Moisés puso en un mástil como remedio para aquellos que habían sido mordidos por las serpientes venenosas, con la figura del Señor Jesús pendiente del árbol de la Cruz. Mirar la serpiente de bronce era suficiente para verse libre del veneno de las víboras. Mirar con fe al Señor crucificado, es así mismo el remedio que tú y yo tenemos para vernos libres del veneno de la mordedura del pecado.

La manifestación mayor del amor de Dios hacia ti y hacia mí, que somos pecadores, llegó a su punto culminante al no tener inconveniente en entregar a su propio Hijo a una muerte ignominiosa, para que tú y yo, libres del pecado y de la muerte, pudiéramos disfrutar de la vida eterna.

«Dios, dice san Juan, no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo». No es Dios quien condena, son nuestros propios pecados los que nos condenan. Si Dios envió a su Hijo al mundo, fue precisamente para destruir al pecado y con él a la muerte que es su fruto. Pero, ¿cuál es la condición para experimentar la salvación? Creer en el Señor Jesús, creer que es aquel al que el Padre ha enviado para nuestra salvación. De la misma manera que era indispensable mirar la serpiente de bronce con fe para verse libre del veneno, es indispensable también creer en Aquel que, con su muerte y resurrección, nos ha devuelto la vida.

Dios no condena a nadie. Todo lo contrario, si ha enviado a su Hijo el mundo es porque su voluntad es que todos los hombres se salven. Sin embargo, tú y yo somos libres para aceptar o rechazar esa salvación. San Juan dice: «El que cree en Él, no será condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios». Por tanto, somos nosotros los que, rechazando la salvación, elegimos la condenación.

Y, ¿cuál es la causa de esa condenación? Nos lo dice también san Juan: «Que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». De esto todos tenemos experiencia. Todos evitamos que los demás nos vean cuando pecamos. Hasta los niños pequeños se esconden de los mayores cuando hacen travesuras. Ha de estar una persona muy destruida para presumir de hacer el mal delante de los demás.

Nosotros, no hemos de tener miedo en reconocer nuestras infidelidades. Probablemente los demás se escandalicen al comprobar nuestros fallos, pero el Señor, que es luz, no se escandaliza y nos ama en nuestra debilidad. Él quiere iluminar nuestro interior destruyendo el pecado y hacernos experimentar a la vez su gran amor.