CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -C-
CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
En este domingo XXXI del tiempo ordinario celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Las lecturas pueden elegirse entre las que ofrece el volumen IV del Leccionario, por eso no haremos el comentario de ninguna en particular, y nos centraremos en profundizar lo que significa para nosotros la muerte y esta Conmemoración.
Nos encontramos ante un acontecimiento que escapa por completo al control del ser humano: La Muerte. Nada podemos hacer ante ella y ninguno de nosotros podrá escapar a su acción. Queramos o no, todos moriremos. Sin embargo, hay algo en nuestro interior que se rebela ante esta realidad de la que no podemos escapar. Esto sucede porque en los planes de nuestro Creador, no fuimos creados para la muerte sino para la vida. No estamos hechos para acabar en el sepulcro, sino para vivir eternamente. «Dios, dice el libro de la Sabiduría, no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera». Él, en un rasgo de su amor, y para que participáramos de su inmensa felicidad, nos dio un ser semejante al suyo, para que unidos con Él, fuéramos felices por toda la eternidad.
El amor por su criatura llegó al extremo de regalarnos la libertad para que no tuviéramos que amarle a la fuerza. Nosotros, tú y yo, usando mal de esa libertad nos apartamos de él por el pecado. Dimos la espalda a la vida y nos quedamos sumergidos en la muerte. Sin embargo, sus planes de amor para con nosotros no se alteraron. Continuó amándonos a pesar de ser hijos rebeldes, y dispuso, para restaurar el orden primero, hacer que su propio Hijo se revistiera de una carne mortal como la nuestra, con el fin de poder penetrar en la muerte para destruirla. Derramando hasta la última gota de su sangre compró la libertad para todos los hombres, de manera que, para experimentar la salvación, sólo tuvieran que acogerse a su misericordia.
Hoy, la Iglesia, hace presente a todos aquellos que, sin distinción de raza, credo o condición, aceptando la inagotable misericordia del Señor y su perdón, lavaron sus túnicas en la Sangre del Cordero y gozan de su presencia en el cielo. Ocurre, sin embargo, lo mismo que cuando un antídoto nos libra de la muerte después de haber consumido un veneno mortal, algunos de nuestros órganos quedan dañados y requieren un cuidado particular. También nuestros pecados perdonados dejan en nosotros huellas que requieren ser borradas. De ahí que la Iglesia, en este día y en otras celebraciones, ofrezca al Señor sufragios para que estos hermanos nuestros, logren una total visión del Señor disfrutando plenamente de la vida eterna.
Recordemos, finalmente, que muchos de estos que necesitan de nuestra oración, son o pueden ser, nuestros familiares, padres, hermanos, parientes, amigos y conocidos, que necesitan que los recordemos ante el Padre, para que Él les dé plenamente la felicidad eterna, y sean los que nos reciban cuando nosotros nos presentemos ante su presencia.
Resumiendo, aunque parezca lo contrario, en este día no celebramos la muerte, sino que celebramos la vida. Celebramos que, por el gran amor que Dios-Padre nos tiene, el Señor Jesús ha destruido la muerte haciéndonos partícipes de su resurrección y de su vida eterna.
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