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DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«NO ES UN DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS»

 

 CITAS BÍBLICAS: 2 M 7, 1-2.9-14 * 2Tes 2, 16—3,5 * Lc 20, 27-38

El evangelio de este domingo aborda para nosotros una cuestión que es de vital importancia: el hecho de la resurrección y, por consiguiente, la existencia de la vida eterna.

En el Israel del tiempo de Jesús dentro de los creyentes destacaban tres grupos sociales: Los fariseos, los escribas y los saduceos. Los dos primeros creían en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Los saduceos, judíos de la clase alta, formada sobre todo por miembros de la casta sacerdotal, negaban, sin embargo, la resurrección. Estos diferentes puntos de vista en el terreno religioso eran motivo de enfrentamiento y controversia.

En el evangelio de san Lucas de este domingo nos encontramos con un grupo de saduceos que, con no muy buena intención, plantean al Señor Jesús una importante cuestión. En Israel existía la llamada ley del levirato que obligaba al hermano de un fallecido a casarse con la viuda, con objeto de perpetuar el nombre y la descendencia del fallecido, de manera que el primer hijo de este matrimonio era considerado como hijo del desaparecido. Plantean al Señor el caso de siete hermanos que sucesivamente estuvieron casados con la misma mujer, sin alcanzar ninguno de ellos descendencia. Preguntan al Señor: «si los siete estuvieron casados con ella, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer?». La respuesta del Señor es clara. «En la resurrección ni los hombres tomarán mujer, ni las mujeres marido. Todos serán como ángeles». A continuación, tomando pie de la Escritura les dice: «Moisés, en el episodio de la zarza ardiente, llama al Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Este pasaje nos hace presente un aspecto fundamental de nuestra vida, porque es el hecho de la resurrección el que da sentido a nuestra existencia. La razón última de nuestra vida depende de la existencia o no, de la resurrección y la vida eterna.

Dice el génesis que Dios-Padre nos creó a su imagen y semejanza. Quiere decir esto que, como él, no somos seres creados para la destrucción, sino para la vida. Dios, que nos ama intensamente, ha dispuesto para nosotros una existencia eterna. Negar la resurrección y la vida eterna aboca al hombre hacia el absurdo, haciéndolo igual a cualquiera del resto de seres vivos. Esto no es cierto, aunque los ateos y agnósticos no lo crean, porque Dios-Padre ha depositado en ti y en mí una semilla de inmortalidad que se revuelve ante la idea de que estamos hechos para el sepulcro

Hoy, en una sociedad descreída y atea, es para nosotros un consuelo saber que, aunque vivamos un tiempo en esta tierra, somos ciudadanos del cielo en donde el Señor nos ha preparado una vida eterna y plenamente feliz. Esto, no ha de ser impedimento para que vivamos totalmente integrados en nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que no ha de desaparecer del horizonte de nuestra vida, la razón última de nuestra existencia, que hace que caminemos hacia la plenitud, hacia la vida eterna para la que hemos sido creados por Dios.

 

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