DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-
«TRATAD A LOS DEMÁS COMO QUERÉIS QUE ELLOS OS TRATEN»
CITAS BÍBLICAS: 1S 26, 2.7-9-13.22-23 * 1Cor 15, 45-49 * Lc 6, 27-38
El evangelio de hoy pertenece como el de la semana pasada al Sermón del Llano de san Lucas. En este discurso, como en el de san Mateo en el Sermón de las Bienaventuranzas, el Señor Jesús expone lo más genuino, la esencia de su doctrina, que es diametralmente opuesta a lo que nos propone el mundo.
Habla del amor y del perdón. No podría ser de otra forma porque pone de manifiesto el interior del corazón de Dios-Padre. La esencia de Dios es el amor, que es lo mismo que decir, con una expresión humana, que el amor es la materia de la que está hecho Dios. De acuerdo con esta afirmación podemos decir que, a pesar de la omnipotencia divina, hay algo que para Él es imposible. Dios es incapaz de odiar. No puede en modo alguno sentir odio, dado que el odio es la antítesis del amor, de la misma manera que la luz es la antítesis de la oscuridad. Dicho de otro modo, todo lo que Dios hace con referencia a nosotros que somos sus criaturas, tiene como móvil, como único origen, su corazón de amor.
Como tema dominante o leitmotiv de todo este fragmento del evangelio, el Señor insiste resaltando la importancia del amor, manifestado en amar a nuestros enemigos, en bendecir a los que nos maldicen, en orar por los que nos injurian… Resumiendo, «tratando a los demás como queremos que ellos nos traten.»
Esta forma de comportarnos como discípulos del Señor, la resume más adelante diciendo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.»
No es difícil entender el interés del Señor, al insistir en que el signo distintivo de sus discípulos, de ti y de mí, ha de ser el amor. Todo hombre, para alcanzar la salvación ha de llegar al conocimiento del amor y la misericordia que Dios-Padre ha derramado superabundantemente sobre todos los hombres, en la Pascua del Señor Jesús. Para eso vino el Señor hace dos mil años. Cumplió su misión y subió al cielo, dejándonos a nosotros, que somos sus discípulos, la misión de perpetuar su obra, dando conocimiento de ese amor a todos los que nos rodean.
Hoy, en el evangelio, el Señor nos dice qué hemos de hacer y cómo hemos de actuar para llevar a cabo su obra. Ser hijos del Altísimo es hacer las obras del Altísimo: amar, perdonar, tener misericordia de todos. A esto nos llama el Señor.
Sin duda, esta tarea va mucho más allá de lo que podemos hacer con nuestras propias fuerzas. Sin embargo, dado que la empresa es del Señor, Él está dispuesto a fortalecernos con su Santo Espíritu, con el fin de que sea posible lo que para nosotros es imposible. Lo único que es necesario es que estemos dispuestos a colaborar en su obra. Recordemos las palabras del salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.»
Llevar a cabo la tarea encomendada por el Señor a nosotros, que somos sus discípulos, nos hará alcanzar, ahora, en esta vida, pese a dificultades, sufrimientos y persecuciones, la única felicidad posible en este mundo, y luego, la felicidad plena en el cielo.
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