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EL JUICIO DE DIOS, EL INFIERNO Y LA SALVACIÓN

EL JUICIO DE DIOS, EL INFIERNO Y LA SALVACIÓN

EL JUICIO DE DIOS, EL INFIERNO Y LA SALVACIÓN

 

Durante la primera parte del Adviento la liturgia hace referencia en repetidas ocasiones a la segunda venida del Señor. Asociada a esta realidad aparece otra, el Juicio Universal, y ésta a la vez a la persona del Señor Jesús como juez de vivos y muertos.

La predicación sobre este pasaje del final de los tiempos y del juicio consiguiente, durante generaciones ha amedrentado a los creyentes, hasta el punto de que el sólo hecho de mencionar el Juicio Final hiciera temblar a más de uno. Incluso de algunos santos se cuenta que sintieron verdadero horror al pensarlo. Sin duda, el origen de este horror hay que buscarlo en el hecho de confundir el santo temor de Dios, con el miedo a Dios. No cabe la menor duda de que eso es lo más absurdo que se pueda imaginar. Llegar a tener miedo a nuestro propio Padre es algo que jamás debería haber ocurrido.

El origen de este miedo hay que buscarlo en la formación religiosa que hemos recibido. Sin duda tiene mucho que ver la definición que sobre Dios nos enseñaron de pequeños, y que decía, más o menos, que “Dios era un ser bueno, sabio, todopoderoso… premiador de buenos y castigador de malos.” Con esta definición, se equiparaba la justicia divina a la justicia humana. Sin embargo, esta manera de pensar es errónea, porque la justicia divina, muy diferente a la justicia humana, consiste en hacer justos a los injustos. Esto, nuestro Padre del cielo, lo llevó a cabo en la Cruz del Señor Jesús, porque, con el derramamiento de su Sangre, todos nosotros, injustos y pecadores, fuimos lavados de nuestros pecados y constituidos justos a los ojos de Dios nuestro Padre.

Esta justificación y salvación es universal, quiere esto decir que abarca a la humanidad entera. San Pablo dice en su Carta a los Romanos que, «si por el delito de uno sólo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos». También podemos citar al respecto las palabras de la Escritura en las que se dice: «Dios no hace acepción de personas». Su salvación es universal, de acuerdo también con lo afirmado por san Pablo en su primera carta a Timoteo: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».

Lo afirmado anteriormente podría poner en entredicho el Juicio universal y también la existencia del Infierno. Sin embargo, nada más lejos de esto. Con referencia al juicio, San Juan dice en su evangelio: «Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre». Y el Hijo, preguntamos, ¿cómo ha llevado a término este juicio? En su evangelio, san Juan pone en boca del Señor Jesús: «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios».

El Hijo, sin ninguna duda, ha llevado a cabo este juicio en la Cruz, de manera que todos nuestros pecados, que merecían la condenación, han quedado clavados en ella. Desde la Cruz, el Señor Jesús ha derramado abundantemente su misericordia, de manera que todas nuestras miserias y rebeldías han sido lavadas en su Sangre. Todo aquel que acepta esta misericordia y esta salvación no es juzgado, porque ya se halla libre de pecado. Sin embargo, en aquel que rechaza libremente la misericordia del Señor, los pecados permanecen y no puede, por tanto, experimentar la salvación.

De todo esto se deduce que el Juicio Universal será mucho más sencillo de lo que podamos imaginar. Aquellos que se hayan acogido a la misericordia de Dios, y estén libres de toda culpa por los méritos de Jesucristo, escucharán de labios del Señor aquellas palabras: «Venid vosotros, benditos de mi Padre, y heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo». Sin embargo, aquellos que libremente hayan rechazado la misericordia de Dios y su salvación, escucharán de labios del justo Juez: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles».

De esta última frase se deduce, con toda seguridad, la existencia del infierno. Siempre se ha afirmado que la existencia del infierno es fruto de la justicia del Dios, ya que sería injusto que aquellos que no practicaron la justicia, aquellos que oprimieron al débil, o aquellos no respetaron la vida de los demás, etc., recibieran al final el mismo trato de parte del Señor, que los que obraron rectamente. Esta manera de razonar es propia de aquellos que entienden la justicia Dios, como semejante a la justicia de los hombres.

Creemos, sin embargo, que la manera de obrar del Señor al respecto es otra. El Señor es el que «hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos». El Señor, tanto a unos como a otros, les dio la vida para que tuvieran una existencia feliz unidos a Él por el amor. Además, y fruto de un amor sin límites a su criatura, les dio el don inconmensurable de la libertad. No quería ser amado a la fuerza.

Cuando el hombre pecó, el Señor puso de nuevo de manifiesto el inmenso amor que sentía hacia su criatura, haciendo que su Hijo se encarnara, anunciara su amor sin límites, y entregara su vida en rescate de los hombres. La salvación, como ya hemos apuntado, era universal, o sea, para todos los hombres sin distinción de raza, sexo, o religión. Sin embargo, una vez más, el Señor respetaba escrupulosamente la libertad del individuo, de manera que nadie se viera obligado a aceptar a la fuerza su salvación.

Vista esta realidad, y aunque repele a nuestra razón, afirmamos que la existencia del infierno es también un rasgo del amor de Dios. Era necesario crear un lugar en donde tuvieran cabida aquellos que rechazan su salvación y su misericordia, que blasfeman continuamente su Nombre, que lo consideran su enemigo y que sienten hacia él un odio rencoroso. Un lugar en donde pudieran continuar renegando de él e insultándolo por toda la eternidad.

Entendido así, el infierno no debe considerarse como un castigo, ya que ha sido una elección voluntaria de los condenados al rechazar la misericordia divina. Hay que considerarlo, pues, como la solución para aquellos que rechazan el amor Dios, su misericordia y la salvación que ha dispuesto para todos los hombres desde toda la eternidad.

Para los demás, para los que obran con recta intención, para los que se acogen a su misericordia, para aquellos que aun sin conocerle no rechazan conscientemente la salvación, el Señor, por caminos que sólo él conoce, hará que, por los méritos de Jesucristo, les alcance también la salvación eterna.

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