DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«NO DESPRECIAN A UN PROFETA MÁS QUE EN SU TIERRA»
CITAS BÍBLICAS: Ez 2,2-5 * 2Co 12,7-10 * Mc 6,1-6
Hoy vemos en el trozo del evangelio de san Marcos, la actitud de los habitantes de Nazaret ante las palabras del Señor Jesús. Ponen de manifiesto su mala voluntad, porque en vez de estar pendientes del contenido de la predicación, sin importar quién la lleva a cabo, lo primero en que se fijan es en la persona del Señor. «¿No es éste, el carpintero, el hijo de María…? ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? Y desconfiaban de él».
Esta actitud de los habitantes de Nazaret es la misma que presentaba el pueblo de Israel en la palabra que se ha proclamado del profeta Ezequiel. El Señor dice de ellos: «Son rebeldes, testarudos y obstinados». Sin embargo, no los abandona a su suerte. Los llama a conversión a través de la predicación del profeta, aunque sabe de antemano que no lo van a escuchar. Le dice a Ezequiel: «Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos». Dicho de otra manera, sabrán que yo, a pesar de su tozudez y su pecado, les he enviado la palabra de salvación que necesitan.
Esta actitud del pueblo también ha sido frecuente dentro de la Iglesia. Recuerdo que, en mi infancia y juventud, cuando la vivencia religiosa era mucho más fuerte que ahora, existía la costumbre en acontecimientos importantes, como fiestas patronales, sermones de Cuaresma, etc., de llamar a predicadores relevantes para que fueran ellos los que se encargaran de, como se decía entonces, ocupar la sagrada cátedra. Dicho de otra manera, predicar a los fieles.
En aquellas ocasiones el contenido del sermón era importante, pero no tanto como la persona que lo llevaba a cabo. Los fieles, no adoptaban una actitud tan radical como la del pueblo de Israel, pero, sin embargo, quizá sin ser conscientes, se dejaban llevar por la personalidad del predicador, en detrimento del contenido del sermón. Vemos pues que la historia se repite. También nosotros tenemos que estar alerta, para no caer en el mismo pecado. Es necesario valorar más el mensaje, que al mensajero que lo trae.
En toda la historia de salvación, Dios ha elegido siempre a gente sencilla y humilde, para poner en sus manos la salvación del pueblo. Lo hizo con Abraham, un pastor nómada sin hijos; con David, el último de los hijos de Jesé, que nadie tenía en cuenta porque estaba cuidando el rebaño. Volvió a hacerlo al elegir a los apóstoles, sencillos pescadores o cobradores de impuestos. Él mismo, se despojó de su rango, de su categoría de Dios, para hacerse uno de nosotros y nacer en un establo, porque nadie quiso acogerlo en su casa.
Cuando nos llamó a nosotros, tampoco buscó a sabios y entendidos, sino que eligió a lo que no vale, para confundir a lo que vale. De modo que, a través de nuestras obras, mostráramos a los que nos contemplan, lo que puede hacer su gracia y su poder, en aquellos que no tienen nada de qué presumir. Todo para que no quedara ninguna duda sobre quién realizaba la obra, y quedara patente que era cosa personal de Dios.
El Señor nos llama pues, en este evangelio, a no dejarnos llevar por las apariencias y a contemplar con los ojos de la fe, las maravillas que Él obra en aquellos que nos envía, y que, probablemente, valen poco a los ojos de los hombres. Tenemos que valorar más el mensaje, que al mensajero que nos lo trae.
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