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DOMINGO III DE CUARESMA -B-

DOMINGO III DE CUARESMA  -B-

«EL CELO POR TU CASA ME DEVORA»

 

CITAS BÍBLICAS: Ex 20, 1-17 * 1Cor 1, 22-25 * Jn 2, 13-25  

El pasaje del evangelio de hoy contrasta con la imagen del Señor Jesús que muchas veces presenta la devoción popular. Estamos acostumbrados a ver pinturas retocadas un tanto irreales, representando escenas bucólicas del Señor, que no tienen nada que ver con lo que en realidad era la verdadera imagen, que ofrecía el Señor Jesús.

Decimos todo esto porque la figura de Jesucristo que nos presenta hoy el evangelio, es diametralmente opuesta a la idea que, con frecuencia, se tiene de su persona.

Hoy vemos al Señor que sube con sus discípulos a Jerusalén próxima la Pascua. Al llegar al templo encuentra el recinto convertido en un auténtico mercado. Por un lado, vendedores de bueyes, ovejas y palomas, para poder ofrecerlos en sacrificio. Por otro lado, las mesas de los cambistas llenas de monedas.

Irritado al ver aquel espectáculo, forma un látigo con un manojo de cordeles, vuelca las mesas de los cambistas y echa a todos los vendedores de animales fuera del templo, mientras dice: «Quitad todo esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Los judíos, al verle actuar de este modo, le preguntan: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» A lo que el Señor responde: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replican: «Cuarenta y seis años ha costado en construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». El evangelista aclara que ellos no sabían que estaba hablando del templo de su cuerpo. Los discípulos comprendieron sus palabras y encontraron su cumplimiento, cuando resucitó de entre los muertos.

Este templo del que habla el evangelio es figura de nuestro cuerpo. De la misma manera que Dios-Padre había elegido al templo de Jerusalén como morada y lugar de su reposo en medio de su pueblo, también nosotros, por nuestro bautismo, hemos sido elegidos por Dios como templos del Espíritu Santo.

Con el templo de nuestro cuerpo sucede con frecuencia, lo mismo que ocurría en el templo de Jerusalén. En lugar de ser un lugar de reposo y encuentro personal con el Señor, lo tenemos lleno de ídolos y de suciedad. Es nuestra naturaleza tarada por el pecado de origen, la que introduce en nuestro corazón el culto al dinero y las riquezas. Allí, también pedimos la vida a la familia, la afectividad, al sexo, al trabajo, o al poder. Ocurre por eso que, el lugar preparado para acoger al amor de Dios y ser felices con él, se encuentra atiborrado de ídolos que no nos dan la vida, y que no dejan espacio a la presencia del Espíritu Santo.

Conocer esta realidad nos ha de mantener vigilantes para que el maligno o la influencia del mundo, no hagan de nuestro interior un templo para sus ídolos. Que no nos engañen con sus señuelos de felicidad, y que nuestro interior sólo esté ocupado por el amor de Dios, él único capaz de dar sentido a nuestra vida y hacernos auténticamente felices.


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