DOMINGO II DE NAVIDAD
«LA PALABRA SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS»
CITAS BÍBLICAS: Eclo 24, 1-4.12-16 * Ef 1, 3-6.15-18 * Jn 1, 1-18
En este tiempo de Navidad, podemos contemplar en un pesebre de un establo de las afueras de Belén, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que ha tomado carne humana, y se ha hecho igual a cada uno de nosotros, con la única diferencia de no haber conocido el pecado.
Hoy, en el principio de su evangelio, san Juan identifica a esa Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y nos la muestra como la Palabra eterna del Padre. Quizá nos sea un poco difícil entender esto, porque estamos acostumbrados a considerar las palabras como meros sonidos, que no están formados por ninguna clase de materia. Las palabras son algo etéreo, que como dice la sabiduría popular, es algo que se lleva el viento.
No sucede lo mismo con la Palabra de Dios. La Palabra de Dios tiene una fuerza tal, que ella misma es el origen de la Segunda Persona de la Trinidad: el Hijo. El Hijo es una persona distinta al Padre y a la vez Dios como Él. La Palabra de Dios, distinta de la nuestra, es una palabra potente que tiene la fuerza de hacer realidad aquello que dice. De manera que fue suficiente que Dios dijera en el principio: Hágase la luz, para que la luz apareciese.
Hoy, san Juan, en su evangelio, nos dará a conocer cómo esa Palabra eterna del Padre, por designio del mismo Dios, vino al mundo tomando una naturaleza humana. La palabra era la luz, y apareció en el mundo que estaba sumido en las tinieblas del pecado. Ella era la vida y venía a dar la vida a aquellos que, por haberse separado de Dios, vivían en sombras de muerte. Sin embargo, la tiniebla no la recibió, sino que la rechazó. Ella, que era la luz verdadera, vino al mundo que había sido hecho por ella, pero el mundo no la conoció.
San Juan continúa diciendo algo muy importante: «La Palabra vino a su casa, y los suyos no la recibieron». Sin duda, en el momento en que hablaba el evangelista, esta afirmación hacía referencia al pueblo hebreo. Durante siglos, el Señor, a través de los profetas, había estado anunciando la llegada de un salvador, de un Mesías que vendría a restaurar el orden primero, destruyendo el pecado y devolviendo al hombre la filiación divina. Sin embargo, cuando ese Mesías apareció en el mundo, los suyos, los de su casa, no lo recibieron, lo rechazaron.
Esta palabra de Dios, que es siempre viva y actual, no se refiere hoy al pueblo de Israel, sino que se ha proclamado para nosotros. También hoy la sociedad vive inmersa en las tinieblas, porque ha dado la espalda a Dios. Nos sucede lo que dice san Juan en otra parte de su evangelio: «Vino la luz, pero los hombres amaron más las tinieblas, porque no querían que quedara al descubierto su pecado». Hoy somos nosotros, tú y yo, los que tenemos el peligro de rechazar la luz, para que no queden al descubierto nuestras miserias.
El evangelio sigue diciendo algo que, para nosotros, para los que formamos el nuevo Israel, es transcendental. La Palabra tiene la fuerza de transformar la vida de aquellos que la reciben, porque dice san Juan que: «A los que la reciben les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre… porque no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.»
Es una gran noticia saber, que Dios-Padre tiene para nosotros designios de amor y misericordia, porque su Palabra, luz del mundo, hecha carne, habita entre nosotros, camina junto a nosotros, destruyendo las sombras de la muerte y dándonos testimonio de su amor.
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