DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO -A-
«EL QUE AMA A SU PADRE O A SU MADRE MÁS QUE A MÍ, NO ES DIGNO DE MÍ»
CITAS BÍBLICAS: 2Re 4, 8-11.14-16ª * Rm 6, 3-4.8-11 * Mt 10, 37-42
Tanto en el evangelio de la semana pasada como en éste, el Señor Jesús nos habla con una claridad meridiana. No se anda con rodeos. No quiere que nos podamos llamar a engaño. Quiere que sepamos qué conlleva la misión para la que nos ha elegido.
Sus palabras tienen hoy una íntima relación con el primero y a la vez principal mandamiento de la Alianza del Sinaí: «Yo soy el único Dios. Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». De ahí que el Señor nos diga hoy en el evangelio: «El que ama a su padre, a su madre, a su hijo o a su hija, más que a mí, no es digno de mí». Dicho de otra manera: el amor que tú y yo profesamos a Dios, ha de estar por encima del amor que sentimos hacia nuestros padres o hacia nuestros hijos.
Esta frase del Señor Jesús podría hacernos considerar que es egoísta por su parte, y a la vez, también podría hacernos pensar que es totalmente imposible cumplirla. Sin embargo, ambas consideraciones son falsas.
El Señor Jesús no es egoísta al decirnos esto. Él, conoce nuestro corazón y sabe qué es lo que puede hacerlo completamente feliz. Él sabe, que el amor humano, el tuyo y el mío, a causa de nuestro pecado, tiene siempre un substrato egoísta. Amamos, sí, pero en el fondo, deseamos ser correspondidos.
No ocurre así cuando nuestro corazón está repleto del amor de Dios. El que tiene en su corazón el amor de Dios no tiene necesidad de nada. No necesita el amor o aprecio del otro para ser feliz, hasta el punto de que es capaz incluso de entregar gratuitamente su vida por amor al otro.
¿Acaso Abraham no amaba con verdadera locura a Isaac cuando estaba dispuesto a ofrecerlo a Dios? O acaso el Niño Jesús perdido en Jerusalén, ¿no amaba a sus padres cuando éstos lo encuentran en el Templo y les reprocha que le hayan estado buscando? El amor de Dios no es excluyente. El amor de Dios en nuestro corazón, es el único que nos posibilita amar a los demás sin pedirles nada a cambio.
Un amor humano desordenado, a nuestra mujer, a nuestro marido, a nuestros padres o a nuestros hijos, puede ser impedimento serio para que amemos a Dios con todo nuestro corazón. Por eso, se entienden perfectamente las palabras del Señor en el evangelio de hoy: «El que ama a su padre, a su madre, a su hijo o a su hija, más que a mí, no es digno de mí». ¿Nos invita el Señor a no amar a los nuestros? Todo lo contrario. El que ama a Dios sobre todo, es él único capaz de amar sin limitación a los suyos.
No solo el amor desordenado a los demás nos impide seguir al Señor. Existe otro amor que es todavía un impedimento mayor: el amor a nuestra propia vida. Nadie está dispuesto a perderla. Todos queremos defenderla. Por eso el Señor, hoy, nos advierte: «El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará». Perder la vida por el Señor es no tener inconveniente en cargar con la cruz de cada día y seguirle. La cruz es signo de salvación y es, a la vez, el único camino que tenemos para salvarnos.
Todos tenemos una o varias cruces en nuestra vida, como consecuencia de nuestra condición de pecadores. Tu carácter, tu físico, tu salud, tu familia, tu trabajo, tus vicios ocultos… todo lo que te hace sufrir y que no puedes soportar, hace presente tu cruz. Esa cruz, unida a Cristo, es llevadera y salva. De lo contrario, aplasta y es motivo de condenación.
0 comentarios