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DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«¡OH DIOS!, TEN COMPASIÓN DE ESTE PECADOR» 

 

CITAS BÍBLICAS: Eclo 35, 12-14. 16-19ª * 2Tim 4, 6-8.16-19ª * Lc 18, 9-14

No hace muchos domingos los discípulos pedían al Señor que les enseñase a orar. Lo hizo dándoles a conocer la oración del Padrenuestro. Durante las últimas semanas han sido varios los evangelios que han tratado de la oración. El Señor, mediante parábolas, nos ha ido adoctrinando sobre la forma en que debemos orar. La semana pasada nos decía que había que orar con insistencia, con machaconería, diríamos nosotros. También vimos la importancia de que en el momento de orar tengamos la certeza de que el Señor puede ayudarnos en aquello que le pedimos, o sea que nuestra oración ha de ser hecha con fe y con confianza.

En la parábola del evangelio de hoy, el Señor nos habla de la actitud con la que debemos acercarnos a la oración. Por eso nos pone la parábola del publicano y el fariseo, que son los dos protagonistas que aparecen en la narración. Por una parte, aparece el fariseo. Aprovechamos la ocasión para aclarar que los fariseos, en contra de lo que pensamos en muchas ocasiones, no eran malas personas, sino que eran devotos que hacían del cumplimiento de la Ley el objetivo de su vida.

El otro protagonista es el publicano. ¿Quiénes eran los publicanos? Unas personas para las que, en opinión del pueblo, no había salvación. ¿Por qué podéis preguntaros? Porque su trabajo consistía en recaudar los impuestos que Roma, la opresora, cargaba sobre los hombros de los judíos. Y no solo eso, sino que, como contaban con la protección de los romanos, al cobrar los impuestos los aumentaban considerablemente en beneficio propio. Resumiendo, eran ladrones que se dedicaban a robar a su propio pueblo para enriquecerse. No es de extrañar que fueran personas odiadas y aborrecidas por todos.

En la parábola, aparece el fariseo plantado en medio del templo presentando su oración al Señor, dándole gracias y enumerando todos sus méritos. Él, no es como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como el miserable publicano que se encuentra en la puerta. Ayuna dos veces por semana y paga todos sus diezmos. Queremos aclarar, que nada de lo que dice el fariseo es falso. Es cierto que cumple con todo lo que está diciendo.

Por otro lado, a la puerta del templo, sin atreverse a entrar, se halla el publicano postrado en el suelo, dándose golpes de pecho y repitiendo una y otra vez: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

El Señor Jesús termina la parábola diciendo: «Os digo que éste, el publicano, bajó a su casa justificado y aquel, el fariseo, no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Se cumple, así, lo que dice el salmo: «Dios mira de lejos al soberbio y se complace en el humilde».

Dios no soporta al soberbio porque en su vida no cabe la misericordia. Es exigente con los demás y la dureza de su corazón le impide experimentar el amor y la gratuidad de los dones de Dios. No quiere deber nada a nadie. Quiere salvarse mediante su esfuerzo. Para estas personas, la salvación que nos ha otorgado el Señor en la Cruz, no sirve para nada.

No ocurre lo mismo con el publicano, que, reconociendo su miseria, su pecado y su pobreza delante del Señor, hace que el corazón de Dios se derrita como la manteca, porque es un corazón en el que no cabe ni el odio ni el reproche, solo cabe el amor y la misericordia.

Ésta ha de ser nuestra actitud en la oración, la del publicano. Humillémonos ante el Señor y no tengamos miedo de reconocer nuestra inutilidad y nuestro pecado. Hagamos nuestra su oración: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

 

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