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DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«GUARDAOS DE TODA CODICIA...»

 

CITAS BÍBLICAS: Ecle 1, 2; 2, 21-23 * Col 3, 1-5.9-11 * Lc 12, 13-21

El evangelio de hoy está centrado en un tema que quizá es el motor de toda la actividad humana. Se trata de nuestra relación con las riquezas y por tanto con el dinero.

San Lucas nos presenta la siguiente escena. Un hombre se acerca a Jesús para hacerle una petición: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia». No es difícil adivinar el problema que tiene este hombre. Su hermano se ha apoderado de toda la herencia de su padre y lo ha dejado a él en la miseria. Visto así, es lógico que pensemos que solo exige aquello que en justicia le pertenece. Por tanto, podemos pensar que la petición que hace a Jesús es del todo justa.

Hemos de darnos cuenta de que nuestro juicio sobre este particular se basa en las apariencias. No es esa la visión del Señor. El Señor ve mucho más allá porque penetra el corazón del hombre y, por tanto, no aprueba el comportamiento de ninguno de los dos hermanos. Es consciente de que los dos se mueven por un amor desmedido a las riquezas. El primero de ellos no ha tenido inconveniente en dejar a su hermano en la miseria, porque por encima de los lazos de sangre está su amor al dinero. Al segundo, por la misma razón, no le importa en dejar a su hermano en evidencia delante de todos acusándole de ladrón.

El Señor Jesús aprovecha la ocasión y tomando pie de estos acontecimientos dice a la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Luego, para aclarar más aún el tema, les propone una parábola.

Un hombre rico, previendo que su cosecha va a ser extraordinaria hasta el punto de no poder almacenarla en sus graneros, decide derribarlos y construir otros nuevos de mayor capacidad. Su deseo es poder decirse a sí mismo contemplando sus riquezas: “Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años. Come, bebe, y date buena vida”. Pero Dios le dice: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?»

No está lejos de nosotros el comportamiento de estos dos hermanos. Ya hemos dicho al principio que el motor que mueve la vida del hombre, no es otro que el gran aprecio que tiene a los bienes materiales, representados fundamentalmente por el dinero. También nosotros, aunque no siempre lo reconozcamos, nos movemos por el interés.

La razón de este comportamiento es evidente. Desterrado de nuestro corazón por el pecado el amor de Dios, único capaz de satisfacer nuestras ansias de felicidad, pretendemos llenar el hueco que ha dejado mediante las riquezas y los bienes materiales. Lo que ocurre, y esto hemos de considerarlo como una gracia del Señor, es que nada hay capaz de sustituir al amor de Dios. Todo son sucedáneos incapaces de llenarnos plenamente y que, cuando por fin los conseguimos, en vez de satisfacernos, provocan un deseo incontrolable de conseguir muchas más. Así se explica que aquellos que logran tener grandes fortunas, no se conformen con ellas y sientan un desmedido afán y una gran avidez en hacerlas crecer continuamente. Ese es el castigo que llevan consigo para el hombre las riquezas. Una continua insatisfacción y la evidencia de que, como dice el Señor en otro lugar, la vida y la felicidad no están aseguradas por las riquezas.

No seamos, por tanto, necios. Disfrutemos de los bienes que el Señor nos concede y no dejemos que nuestro corazón se apegue a ellos. La mejor forma de conseguirlo consiste en compartirlos generosamente, ya que es mucho mayor la felicidad que se alcanza cuando se da, que cuando se recibe.


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