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DIMINGO XV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DIMINGO XV DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?»

 

CITAS BÍBLICAS: Dt 30, 10-14 * Col 1, 15-20 * Lc 10, 25-37

Nos dice el evangelista san Lucas que un letrado, queriendo poner al Señor a prueba, le hace una pregunta primordial: «Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Por toda respuesta, el Señor Jesús, sabiendo que tiene delante a un conocedor de la Ley, le hace a su vez otra pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees?» El letrado, sin dudar, responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.» La respuesta del Señor no se hace esperar: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida»

Vemos, pues, que, por voluntad de Dios, tu felicidad y la mía, se apoyan en dos pivotes: el amor a Dios y el amor al prójimo. Dos pivotes que son indispensables para conseguir el objetivo y que son, a la vez, complementarios, ya que no puede darse el uno sin el otro. Es imposible amar con todo el corazón a Dios y no hacer lo mismo con el prójimo. De la misma manera, todo aquel que ame al prójimo como a sí mismo, es imposible que no ame a Dios con todo el corazón. El amor al prójimo, al que ves, como dice san Juan en su primera carta, lleva necesariamente al amor a Dios, al que no ves. De la misma manera el amor a Dios da como fruto el amor al prójimo.

En amar al Señor con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo, radica la razón de nuestra propia existencia. Hemos sido creados por Dios por amor, para experimentar su amor y a la vez poder amarle con todo nuestro ser. En esto se basa tu felicidad y la mía.

El amor es algo que no puede darse cuando sólo existe una persona. Queremos decir que para que pueda darse el amor son necesarias por lo menos dos personas. Por eso el Señor no nos creó como seres individualistas, sino que nos hizo seres sociales. Quiso que su amor, el amor que tú y yo experimentamos en el corazón, lo compartiéramos con los demás. Por eso, si quieres saber hasta qué punto amas a Dios, fíjate primero si amas a tu prójimo. San Juan expresa esto con una gran sabiduría, cuando en su primera carta afirma: «Quien dice “yo amo a Dios” y odia a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, cómo puede amar a Dios a quien no ve».,   

El evangelio continúa diciendo que, el letrado, queriendo aparecer como justo, pregunta al Señor: «¿Y quién es mi prójimo?» Para responder adecuadamente a esta pregunta, el Señor le expone la parábola del Buen Samaritano y al final le pregunta: ¿Quién de los tres, el levita, el sacerdote o el samaritano, se portó como prójimo de aquel que había caído en manos de los bandidos? El letrado responde: «El que practicó la misericordia con él». Dícele entonces Jesús: «Anda, haz tú lo mismo».

Hoy, es a nosotros a los que el Señor Jesús dice: «Anda, haz tú lo mismo», muestra también tú, misericordia hacia tu prójimo. Seguramente también te preguntes ¿a quién debo considerar mi prójimo? ¿A mi mujer, a mis hijos, a mis familiares y amigos, a mis vecinos…? Fíjate que el samaritano de la parábola no conocía para nada a aquel hombre al que prestaba su ayuda. Es más, el que había caído en manos de los bandidos era su enemigo, ya que los samaritanos, por motivos de religión, consideran enemigos a los judíos. Esta situación, sin embargo, no fue motivo para negarle su ayuda mostrando misericordia hacia él. Está claro, pues, que tu prójimo, es todo aquel que, conocido o desconocido, y en cualquier circunstancia, necesita de tu ayuda en un momento dado. Aquella frase que dice: “Haz siempre el bien, sin mirar a quien”, está claro que resume perfectamente cuál ha de ser nuestro comportamiento con los demás.


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