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DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD -C-

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD -C-

«GLORIA AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO»

 

CITAS BÍBLICAS: Prov 8, 22-31 * Rm 5, 1-5 * Jn 16, 12-15 

En este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad. Se trata del misterio que contempla la misma esencia de nuestro Dios. Intentar penetrar en este misterio es totalmente imposible para nuestra limitada inteligencia. Bástenos recordar el pasaje de la vida de un gran teólogo y a la vez un gran santo: san Agustín. Nos cuentan que un día, paseando por la orilla del mar enfrascado en esclarecer el misterio de la Trinidad, contempló a un niño que se afanaba haciendo continuos viajes al mar, intentando con una concha llenar un pequeño pozo que había excavado en la arena.

El santo no pudo resistir la curiosidad y le preguntó qué pretendía hacer. El niño le contestó: Quiero meter en el pozo toda el agua del mar. Eso es imposible, repuso el santo. La respuesta del niño dejó pasmado a Agustín: Más imposible resulta con tu inteligencia penetrar en el misterio de la Trinidad. Y desapareció.

Nosotros ni tenemos la inteligencia de san Agustín, ni podemos ni queremos en modo alguno desentrañar este admirable misterio. Lo que sí que podemos hacer, es comprobar cuáles son las obras que cada una de las divinas personas, ha llevado y continúa llevando a cabo en nuestra vida.

Nuestro origen, el de nuestra vida, es sin duda la persona de Dios-Padre. Desde toda la eternidad pensó de una manera individual en cada uno de nosotros. Nos amó intensamente y ese amor fue el origen de nuestra existencia. Nuestros padres colaboraron con esa voluntad creadora del Padre, y el resultado fuimos tú y yo.

El Señor nos creó para que tuviéramos por toda la eternidad una vida feliz a su lado. Sin embargo, no supimos valorar ese deseo y, haciendo mal uso de nuestra libertad, lo sacamos fuera de nuestra existencia. A pesar de nuestra infidelidad, Él, no dejó nunca de amarnos y dispuso que fuera su propio Hijo el que tomando una naturaleza igual a la nuestra, viniera en nuestra ayuda para sacarnos del pecado y de la muerte. De ahí que, para nosotros, la segunda Persona de la Santísima Trinidad sea nuestro Salvador. Aquel que, con su Pasión, Muerte y Resurrección, nos devolvió la categoría de hijos de Dios que nos había arrebatado el pecado.

Todos nosotros estamos llamados a la santidad. ¿Por qué? podemos preguntarnos. Porque Dios es santo. Dios, que es la misma santidad, quiere que también nosotros seamos santos. Así lo expresa en la Escritura: «Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo». El encargado de hacer realidad esa santidad en nosotros es el Espíritu Santo. Él, penetrando en nuestro interior, nos empuja, respetando siempre nuestra libertad, hacia el bien. Él, nos da la garantía de que somos hijos de Dios. Él, está siempre pronto a ayudarnos en todas las dificultades de la vida. Es para nosotros, fortaleza en la debilidad, consuelo en la tristeza, defensa frente a las tentaciones del maligno. Él, como dice el Apóstol, realiza en nosotros el querer y el obrar. Nada bueno llevamos a cabo en nuestra vida que no tenga su origen en el Espíritu Santo.

A pesar de la ingente obra que lleva adelante el Espíritu Santo en la Iglesia, ha sido hasta hace poco “el gran desconocido”. Hasta el Concilio Vaticano II, tanto en la liturgia como en la vida corriente de la Iglesia, eran el Padre y el Hijo los que acaparaban toda nuestra atención. Exagerando un poco podríamos decir que sólo se hacía referencia al Espíritu Santo de pasada. Sin embargo, y como ya hemos expuesto, es de Él, de quien depende toda la vida de la Iglesia. Sin su acción no se podría aplicar la obra redentora del Señor Jesús.

Finalmente decir que, el Espíritu Santo, Persona de la Trinidad engendrada por el amor entre el Padre y el Hijo, es el que, derramando ese amor en nosotros, hace posible la recomendación del Señor: «Amaos como yo os he amado»   


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