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SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI -C-

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI -C-

«ESTO ES MI CUERPO QUE SE ENTREGA POR VOSOTROS»

 

CITAS BIBLICAS: Gén 14, 19-20 * 1Cor 11, 23-26 * Lc 9, 11b-17

Hemos dicho repetidamente que si pudiéramos imaginar una materia de la que estuviera hecho Dios, esa materia sería el amor. Así lo afirma repetidamente san Juan en su primera carta cuando dice: «Dios es amor». Ahora bien, para que ese amor que es Dios se manifieste, hacen falta, por lo menos, dos personas. Tuvimos ocasión de hablar de ello la semana pasada al contemplar el misterio de la Santísima Trinidad: Dios-Padre es el Creador, su Palabra tiene tal entidad y tal fuerza que engendra a la Segunda Persona: El Hijo, y finalmente, el amor surgido entre el Padre y el Hijo es de tal intensidad, que es el origen de la tercera Persona: el Espíritu Santo.

El amor que desde toda la eternidad ha mostrado Dios por el hombre es un amor esponsal. Dios es el esposo y cada uno de nosotros somos la esposa. Este amor ha quedado plenamente de manifiesto cuando el Señor Jesús tomando una naturaleza como la nuestra, se ha entregado totalmente por cada uno de nosotros. Dirá san Juan: «Nos amó hasta el extremo». O sea, se entregó por ti y por mí, sin reserva alguna.

El impulso del Amado es permanecer continuamente al lado de la amada. Ya lo puso de relieve en el Libro de los Proverbios cuando dijo: «Mi delicia es estar con los hijos de los hombres». Por eso, el Señor Jesús antes de partir hacia el cielo pone de manifiesto este deseo diciendo: «Me voy, pero volveré», y en otra ocasión: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

Esta presencia continua del Señor podría considerarse como una presencia espiritual, sin embargo, el amor del Señor hacia ti y hacia mí es tan grande que, no contento con estar junto a nosotros en espíritu, decidió quedarse a nuestro lado de una forma mucho más real, física, podríamos decir. Lo hizo a través del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Es precisamente eso, lo que celebramos en esta solemnidad.

Conocemos cómo en la Última Cena el Señor Jesús llevó a cabo el milagro más grande de toda su vida. Mucho más grande que la propia resurrección de Lázaro. Tomó pan, dio gracias, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Hizo lo mismo al terminar la cena con la copa de vino diciendo: «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados». Finalmente añadió: «Haced esto en conmemoración mía». Con este mandato quedaba claro que el milagro que acababa de realizar, no era algo puntual, sino que era su deseo que sus discípulos continuaran realizándolo en su poder, a través de todos los siglos.

Al Señor, que es nuestro Esposo, para quedarse con nosotros, no sólo le movía el deseo de permanecer junto a su amada, sino que, conociendo nuestra debilidad y a la vez el poder del maligno, quiso que su Carne y su Sangre fueran para nosotros verdaderos alimentos que nos fortalecieran ante las dificultades. Quiso que fueran nuestro viático, o sea, el alimento necesario para recorrer el camino de nuestra vida hasta alcanzar la meta del cielo.

Como vemos, el amor de Dios se ha desbordado totalmente sobre su criatura. Nada de esto merecemos. Todo lo recibimos por pura gracia. Somos afortunados al poder alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Algo que no pueden hacer ni los mismos ángeles. Por eso de nuestro corazón ha de brotar un gran agradecimiento hacia el Señor, y a la vez, aprovechándonos de su cercanía, pedirle que nos ayude a ser de verdad su esposa fiel.

 

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