DOMINGO II DE CUARESMA -C-
«ÉSTE ES MI HIJO, EL ESCOGIDO; ESCUCHADLO»
CITAS BÍBLICAS: Gén 15, 5-12. 17-18 * Flp 3, 17—4-1 * Lc 9, 28b-36
Tenemos el peligro de considerar nuestra presencia en este mundo de una manera meramente humana. Podemos pensar que, como todo ser viviente, nacemos, crecemos, nos reproducimos y finalmente morimos. Pensar así nos llevaría a valorar nuestra existencia comparándola con la de cualquier ser viviente, animal o planta.
Esta manera de enfocar nuestra vida tiene lugar, cuando eliminamos de ella la trascendencia. Es decir, cuando la contemplamos de tejas abajo. Cuando borramos de nuestra existencia la figura del Dios creador. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Tenemos nuestro origen en Dios y hacia Él caminamos. Dirá san Pablo, «en Él vivimos nos movemos y existimos.»
Somos seres trascendentes, o sea, seres llamados a una vida eterna. A una vida muy superior a la que experimentamos cada día. A una vida que, citamos de nuevo a san Pablo, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman.»
Precisamente hoy, en el evangelio, el Señor Jesús quiere que tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, sean testigos de esa vida superior, de esa felicidad sin límites, que Dios preparó para el hombre cuando lo hizo aparecer sobre la tierra. Para eso, sube con ellos a un monte alto y en su presencia se transfigura, se transforma, es decir, permite que los tres contemplen su condición divina.
Junto a Jesús transfigurado, aparecen, por una parte, Moisés, que representa la Ley, y por otra Elías como representación de los profetas, significando que, en Él, alcanzan su plenitud tanto la Ley como los profetas. Dice el evangelista que los tres conversan sobre la cercana muerte que va a consumar en Jerusalén. Jesús desea preparar a sus discípulos para que no ignoren cuál es su principal misión en este mundo. Quiere que estén al corriente de que, para llevar a cabo la salvación de los hombres, es necesario pasar primero por la ignominia de la Pasión.
La sensación que viven los tres discípulos es sumamente placentera, hasta el punto de hacer exclamar a Pedro: «Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». San Lucas añade: «No sabía lo que decía».
Todavía está hablando cuando una nube los envuelve, y de dentro de la nube se oye una voz que dice: «Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadlo». Es la voz del Padre que confirma de este modo que aquel al que ellos siguen, es el Hijo de Dios.
Esta frase del Padre dirigida a Jesús en aquel momento, ha de llenarnos hoy de gozo y agradecimiento, a nosotros que, por el Bautismo y unidos a Jesucristo, hemos recibido la filiación divina. El Padre, hoy, a ti y a mí, nos ha dicho que somos sus hijos escogidos. Por tanto, como dice san Pablo a los filipenses, «somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos la venida de un Salvador: Nuestro hermano mayor, el Señor Jesús. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición divina».
Hoy, pues, en la Transfiguración del Señor, el Padre nos muestra lo que un día será nuestra propia transfiguración. «Este ser corruptible, en palabras de san Pablo, se revestirá de incorruptibilidad y este ser mortal se revestirá de inmortalidad».
Estemos agradecidos por tanto a Dios, porque se ha complacido en nosotros, pobres y pecadores, y nos ha elegido en su Hijo Jesucristo para ser sus hijos, sin que por nuestra parte hayamos hecho merecimiento alguno.
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