DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el evangelio, la salvará».
CITAS BÍBLICAS: Is 50, 5-9ª * St 2, 14-18 * Mc 8, 27-35
La Palabra que nos ofrece la liturgia en este domingo es muy rica, y también muy directa a la hora de aplicarla a nuestra vida. Isaías en la primera lectura nos hace, más de doscientos años antes de Jesucristo, una descripción muy exacta de la figura del Señor Jesús y los sufrimientos que tenía que soportar en su Pasión. La clave para comprender el por qué el Señor es capaz de soportar toda clase de humillaciones, burlas y vejaciones, nos lo dice él mismo: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás».
Tener el oído abierto significa comprender el porqué de los acontecimientos ya sean buenos o adversos. El sufrimiento ciego, por ejemplo, cuando no se conoce el motivo del mismo, nos lleva a la desesperación y con frecuencia nos hace caer en depresión. Sufrir a ciegas va en contra de nuestro propio ser. Nuestro ser se rebela ante el sufrimiento porque no hemos sido creados para sufrir, sino, todo lo contrario, para ser felices.
Aquel que tiene el oído abierto, aquel que conoce la razón del sufrimiento, sufre física o espiritualmente, pero la desesperación no se apodera de él porque conoce a dónde le lleva ese sufrimiento, conoce el fruto que obtendrá a través de él. Es el caso del enorme sufrimiento que la Pasión del Señor le acarrea. Él sabe que el fruto de ese sufrimiento será la salvación de los hombres. Sabe también que ese sufrimiento tendrá un final y, además, experimenta que cuando sufre no está sólo, porque «su Señor le ayuda».
Hay un acontecimiento en la vida de la mujer que aclara de una manera meridiana lo que estamos diciendo. Cuando a una mujer embarazada le llega el momento del parto, el dolor se hace por algunos momentos casi insoportable, sin embargo, se trata de un sufrimiento con sentido, porque da como fruto el nacimiento de un nuevo ser. No sería lo mismo si al final se tratara de un aborto, en este caso estaríamos ante un sufrimiento del que no se obtiene ningún fruto, un sufrimiento sin sentido.
En el evangelio de hoy, el Señor Jesús, después de preguntar a sus discípulos qué piensan sobre su persona, sobre quién es Él, pregunta que, por otra parte, también hoy nos hace a ti y a mí, empieza a instruirles sobre los acontecimientos que va a vivir próximamente en Jerusalén: su pasión, muerte y resurrección. Él sabe que caminar hacia Jerusalén significa caminar hacia el sufrimiento, hacia la muerte en cruz. Tiene muy presente la profecía de Isaías de la primera lectura, pero, sin embargo, no se echa atrás. Por tener el oído abierto, asume totalmente la voluntad del Padre y sabe también con certeza que Él lo sostendrá.
Pedro, intenta disuadirlo, hacerle ver que eso no debe sucederle, pero el Señor lo rechaza con una expresión muy dura: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¿Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Pedro no comprende que el sufrimiento, la persecución y la muerte puedan alcanzar a su Maestro. Quiere decir esto que, para entender el plan del Padre, Pedro no tiene el oído abierto.
El Señor, con objeto de que sus discípulos no vivan en el error con respecto a la misión para la que les prepara el Padre, les dice: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el evangelio, la salvará».
Como es lógico, solo podremos aceptar estas las palabras del Señor Jesús, si tenemos el oído abierto, si conocemos los planes del Padre para salvar a los hombres. Es necesario estar convencidos de que detrás de lo que aparece como sufrimiento y muerte, está la vida eterna, la resurrección. La escucha atenta de la Palabra y el convencimiento de que Dios nos habla a través de ella, abrirá nuestros oídos y nos ayudará a comprender la voluntad del Padre.
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