DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«SEÑOR, SOLO TÚ TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA»
CITAS BÍBLICAS: Jos 24 1, 2a.15-17.18b * Ef 5, 21-32 * Jn 6, 61-70
Con este domingo llegamos al final del discurso del Pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaúm. Todo el discurso es la respuesta que el Señor ha dado a aquellos que ha alimentado hasta saciarse con los cinco panes de cebada y los dos peces, y que precisamente le siguen por esto. El Señor les ha dicho: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura… el que os dará el Hijo del Hombre». Ellos no acaban de entender a qué pan se refiere, por eso el Señor les dice con toda claridad: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed.
Más adelante, con el fin de disipar toda duda y dejando claro que está hablando de su propia persona, les dice: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo… Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida».
La reacción de aquellos que siguen al Señor Jesús al escuchar estas palabras no nos ha de extrañar. Probablemente es la misma que hubiéramos adoptado nosotros en su lugar, ya que chocan frontalmente con lo que nos dice nuestra razón. ¿Es posible, pensamos, que esté hablando en serio? ¿Cómo nos propone comer su carne y beber su sangre? El Maestro desvaría. Sin embargo, Jesús insiste una y otra vez. Sus palabras son claras y no cabe buscar otras interpretaciones.
Esta es, pues, la situación que nos presenta el evangelio de hoy. Gente escandalizada que exclama: «Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?». Conociendo Jesús las críticas de sus propios discípulos les dice: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes?... Por eso he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Está claro, pues, que seguir al Señor Jesús no es fruto de un acto de nuestra voluntad. La elección parte siempre de Dios. Por nuestra parte lo único que podemos hacer es aceptarla o rechazarla.
San Juan dice que, a partir de entonces, muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Es la misma reacción que nosotros adoptamos a veces ante lo que podemos llamar la radicalidad del Evangelio. El Evangelio dice: ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian, coge tus bienes y dáselos a los pobres… y nosotros decimos, hacer esto no es justo. ¿Cómo perdonar a un asesino y no hacer justicia? ¿Cómo deshacerme de mis bienes si son fruto del trabajo honesto de toda mi vida? etc. En todas estas situaciones nos miramos a nosotros mismos. No miramos a Aquel que nos habla. No tenemos fe en su Palabra.
Para los discípulos que le abandonan no han sido suficientes todos los signos, los milagros que han presenciado y que han salido de las manos del Señor. Hacen prevalecer su razón, y su razón les dice que es imposible alimentarse con la carne y con la sangre del Señor.
Ante esta situación el Señor dice a sus Apóstoles: «¿También vosotros queréis marcharos? Pedro, haciéndose eco del sentir del resto de sus compañeros, le contesta: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios».
Hoy esa pregunta nos la hace el Señor a nosotros que podemos sentir tentaciones de vivir nuestra vida al margen del Evangelio. Son muchos los años que llevamos en la Iglesia, y viendo a los de fuera podemos pensar que son felices sin tener necesidad de tanto cumplimiento. Sin embargo, si tenemos ocasión de experimentar qué clase de felicidad nos ofrece el mundo, nos daremos cuenta que es solo un espejismo, que es grande el sufrimiento de la gente, porque no han tenido la suerte de conocer lo que es sentirse querido de verdad, amados por el Señor. Por eso, también nosotros podemos hacer nuestras las palabras de Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».
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