DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«EL QUE COME MI CARNE Y BEBE MI SANGRE, HABITA EN MÍ Y YO EN ÉL»
CITAS BÍBLICAS: Prov 9, 1-6 * Ef 5, 15-20 * Jn 51-59
El pasaje del evangelio de esta semana continúa centrado en el Discurso del Pan de Vida en la Sinagoga de Cafarnaúm. Da comienzo con las mismas palabras que el Señor Jesús pronunciaba al terminar el evangelio del pasado domingo: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Esta afirmación desconcierta y a la vez escandaliza a sus oyentes. «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Si difícil era aceptar que había bajado del cielo, mucho más lo era entender que tenían que comer su carne.
Jesús, en vez de dar explicaciones para que entiendan lo que dice, insiste en lo que ha afirmado: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».
Para aquellas gentes, no es que sea difícil entender lo que afirma el Señor, es que es imposible por completo. Para nosotros es diferente. Nosotros sabemos que, por habernos apartado de Dios al pecar, vivimos inmersos en la muerte. Hemos rechazado al que es origen de la vida y por tanto el fruto cosechado ha sido saborear lo que es la muerte. Sabemos también que, por nosotros mismos, por nuestro esfuerzo, no podemos liberarnos de la muerte. Por eso, Dios Padre, en su infinita sabiduría, ha concebido un plan para salvarnos: darnos como alimento la carne y la sangre de su propio Hijo. Comer la carne del Señor y beber su sangre, significa tener dentro de nosotros un espíritu de vida, el espíritu del Señor Jesús, que, al resucitar, ha resultado vencedor de la muerte, y nos ha hecho partícipes a nosotros de su victoria.
Al comer la carne del Señor y al beber su sangre, se lleva a cabo dentro de nosotros como una simbiosis. Así lo afirma el Señor Jesús cuando dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él». Dicho de otro modo, comulgar el cuerpo y la sangre del Señor, hace que tú y yo, pecadores que no tenemos remedio, formemos con el Señor Jesús un todo. De manera que tú y yo habitamos en Él, y Él en nosotros.
Concebir un plan de salvación así es fruto de la inmensa misericordia que Dios-Padre siente hacia nosotros, sus criaturas. Su amor hacia ti y hacia mí alcanza tal magnitud, que no duda en convertir la carne y la sangre de su Hijo en alimento que nos fortalezca y nos comunique la inmortalidad. Así lo dice hoy el Señor Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».
Ni tú ni yo merecíamos tan gran regalo. Por nuestro pecado estábamos condenados a vivir esclavos de la muerte. Sin embargo, Dios no podía tolerar que, en toda la obra de la creación, al final prevalecieran las fuerzas del mal. Por eso, con la Pascua, pasión, muerte y resurrección de su Hijo, destruyó nuestro pecado, y con él, el dominio de la muerte en el mundo. De nuestro interior ha de brotar, por tanto, un profundo agradecimiento al Señor que, gratuitamente, nos salva y nos concede la posibilidad de poder vivir felices en su presencia por toda la eternidad.
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