DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«EL REINO DE LOS CIELOS SE PARECE A UN GRANO DE MOSTAZA...»
CITAS BÍBLICAS: Ez 17, 22-24 * 2Cor 5, 6-10 * Mc 4, 26-34
El Señor Jesús se ha encarnado, se ha hecho hombre, para salvarnos de la muerte y del pecado, instaurando en este mundo el Reino de Dios. Lo que el hombre, tú y yo, había destruido por el pecado cambiando el edén creado por Dios, en un valle de lágrimas, viene a restaurarlo haciendo de nuevo presente en el mundo el Reino de Dios. No es de extrañar, por eso, que muchas de las parábolas que emplea en su predicación, hagan referencia a ese Reino, que es desconocido para los que le escuchan.
El evangelio nos trae hoy dos de esas parábolas. La de la semilla que el labrador siembra en la tierra y la del grano de mostaza. Para que se comprendan mejor esas parábolas, es necesario hacer una aclaración sobre lo que es hoy para nosotros el Reino de Dios. El Reino de Dios no es un ente abstracto. No es algo difícil de contemplar. El Reino de Dios que el Señor Jesús ha instaurado en este mundo, no es otro que la Iglesia. La Iglesia es, pues, el Reino de Dios presente en este mundo.
En la primera parábola vemos al sembrador que arroja la semilla sobre la tierra. Dice el Señor que, aunque el labrador duerma de noche o se levante por la mañana, «la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo». Lo mismo sucede en la Iglesia. La semilla, la Palabra de Dios, que la Iglesia siembra a través de la predicación, tiene, como el grano de trigo, un potencial interior enorme que la hace crecer en aquel que la recibe, hasta llegar a dar fruto abundante. Este potencial de la semilla es totalmente independiente de la mano de aquel que la siembra. No importa ni quién ni cómo proclame la Palabra. Ella lleva en sí misma la fuerza para que el que la reciba pueda dar abundante fruto.
Sin embargo, este proceso no sucede de manera automática. Del mismo modo que la semilla necesita que una tierra fértil la acoja, así también la Palabra. De ahí la importancia que tiene para nosotros escuchar la Palabra abriendo nuestro corazón, para que encuentre en él, como la semilla, una tierra ávida dispuesta a acogerla. De no ser así, todo se quedará en palabras que el viento se lleva.
La otra parábola, la del grano de mostaza, no sólo encontró cumplimiento en tiempos de Jesús, sino que se ha venido cumpliendo a través de toda la historia, en la vida de la Iglesia. El grano de mostaza, dice el Señor, es la semilla más pequeña, pero una vez sembrada crece y se desarrolla hasta convertirse en una planta frondosa, donde los pájaros encuentran sitio para colocar sus nidos. Lo mismo ha sucedido siempre en toda la historia de la salvación, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Dios, como dice san Pablo, ha elegido siempre a lo necio a lo pequeño del mundo, para confundir a los sabios.
Significa esto que todas las empresas divinas como, órdenes religiosas, congregaciones, manifestaciones sobrenaturales, apariciones, etc., han tenido su origen en personas humildes e insignificantes, a las que, con frecuencia, se ha perseguido, para posteriormente crecer como la semilla de mostaza, hasta dar grandes frutos. Dios ha sido muy celoso de su gloria, dejando claro que cada una de estas obras, eran realizadas por su voluntad y poder.
El ejemplo más destacado de lo que estamos diciendo lo tenemos en el origen de la propia Iglesia. El Señor Jesús, a la hora de fundarla, a quién eligió. Eligió a unos humildes pescadores incultos, a un cobrador de impuestos, pecador y rechazado por el pueblo por su ofició, etc. Con este material inició su andadura la Iglesia. Fue la fuerza del Espíritu Santo la que hizo que, como la semilla o como el grano de mostaza, creciera convirtiéndose en un árbol frondoso cuyas ramas cubren la superficie de la tierra, quedando patente, que la obra es totalmente de Dios.
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