DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
«¡ALELUYA! CRISTO HA RESUCITADO»
CITAS BÍBLICAS: Hch 10, 34a.37-43 * Col 3, 1-4 * Jn 20, 1-9
Celebramos en este día, Domingo de Pascua de Resurrección, el acontecimiento más importante, no sólo de carácter religioso, sino el más importante en toda la historia de la creación. El Señor Jesús, Hijo de Dios, por su propia virtud y poder, rompe las ataduras de la muerte y sale victorioso del sepulcro.
La resurrección del Señor tiene lugar en la noche, poco antes del alba. La noche hace presente la situación del hombre, la tuya y la mía, separados de Dios e inmersos en el pecado. Nosotros, que por el pecado nos hemos apartado de Dios, vivimos en las tinieblas. Dios es la luz, Dios es el amor, y nosotros, como dice san Juan en su evangelio, hemos elegido las tinieblas para que nuestras miserias no se manifiesten. Al rechazar la luz vivimos en la oscuridad. Al rechazar a Dios que es el Amor verdadero, nos hemos encerrado en nuestro egoísmo. Cada uno buscamos únicamente nuestro propio interés, porque somos incapaces de negarnos a nosotros mismos en favor de los demás. Pues, en esta situación de oscuridad y tinieblas brilla hoy la luz esplendente del Señor Resucitado. Viene a sacarnos de ese egoísmo, de esa ceguera que, con frecuencia, nos impide ver al que tenemos al lado.
Al apartarnos de Dios, del que hemos salido, constatamos que nuestra vida no tiene sentido alguno. Si he sido creado para una felicidad auténtica y compruebo que me es imposible alcanzarla, me pregunto, ¿qué sentido tiene mi vida? ¿Yo para qué vivo?
Este panorama que hemos esbozado no es una entelequia, es pura realidad, aunque tú y yo procuramos emborracharnos con las cosas del mundo para no pensar en ello. Pero, Dios-Padre en ningún momento ha renunciado a que tú y yo alcancemos la felicidad plena para la que habíamos si creados. Tu pecado y el mío, que han echado al traste el plan de Dios, tienen, sin embargo, una consecuencia positiva. Por ese pecado, por esa rebeldía, el Hijo de Dios se encarnó, sufrió la pasión, murió y finalmente resucitó. Era necesario, pues, el pecado de Adán, para que Cristo nos rescatara de la muerte. Lo dice la Iglesia en el Pregón Pascual: «Sin el pecado de Adán, Cristo no nos hubiera rescatado. ¡Oh feliz culpa, que mereció tan grande Redentor!».
Este Redentor es el que, llevado a la tumba por el veneno de nuestros pecados, hoy resucita triunfante de la muerte y nos arrastra con Él hacia la vida eterna. Ya no somos condenados muerte, ya no somos esclavos de nuestros pecados y de nuestros vicios. Cristo ha roto el cerco de muerte que nos oprimía y que nos impedía ser de verdad felices, cargando sobre sí toda la inmundicia de la humanidad.
Cristo, con su resurrección, nos da también la posibilidad de recuperar la filiación divina que perdimos al apartarnos de Dios. Hoy, si lo deseas, el Señor hará en ti una nueva creación. Serás de verdad un hombre nuevo en el que residirá el Espíritu de Jesucristo. Esta transformación, este cambio, es el que realiza en nosotros el Bautismo, cuando, puestos en manos de la Iglesia, el embrión de fe que recibimos el día en que nos bautizaron, se desarrolla y da abundante fruto. Depende de nosotros, de nuestra libertad, que esta transformación llegue a feliz término.
Si de verdad somos conscientes de la situación que nos ha producido vivir separados de Dios, y de las consecuencias que nos ha acarreado el pecado, hoy exultaremos agradecidos y bendeciremos al Señor, por el inmenso don que nos ha proporcionado la victoria de Cristo sobre la muerte.
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