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DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA

¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 4, 32-35 * 1Jn 5, 1-6 * Jn 20, 19-31

Con este domingo cerramos la Octava de Pascua, que, como ya dijimos, prolonga el domingo de Resurrección ocho días formando con él un gran domingo. Este domingo recibe el nombre de “domingo In albis”, porque en él dejaban ya sus vestiduras blancas los neófitos que había sido bautizados en el Vigilia Pascual. Finalmente, y por deseo del papa Juan Pablo II, este es el Domingo de la Divina Misericordia.

El evangelio nos sitúa en el Cenáculo, donde los discípulos se han refugiado desconcertados y temerosos de los judíos, después de la Pasión del Señor. Es al atardecer del primer día de la semana, o sea del domingo, y tienen puertas y ventanas atrancadas. De repente se hace presente en medio de ellos el Señor Resucitado. Su saludo no puede ser más tranquilizador: «Paz a vosotros», les dice, a la vez que les enseña las manos y el costado traspasados.

Hemos dicho que el saludo era tranquilizador, porque lo normal hubiera sido echarles en cara su cobardía en los momentos difíciles de la Pasión, cuando todos, menos Juan, le abandonaron. El Señor vuelve a repetir: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». El Señor, no sólo no recrimina a los discípulos su conducta pasada, sino que les da autoridad para perdonar pecados, un poder, sólo reservado al propio Dios.

Esta forma de actuar del Señor pone de manifiesto su corazón misericordioso. Un corazón en el que no cabe el odio o la revancha. Un corazón que, porque ama con locura al pecador, perdona sin limitación alguna nuestros desvaríos e infidelidades. Él sabe que el pecado es el origen del sufrimiento y de la muerte, por eso, da a su Iglesia autoridad para borrarlo, de manera que nosotros, pecadores, nos veamos libres de la esclavitud de la muerte, a la que nos tiene sometidos el pecado.

En la tarde de aquel Domingo de la Resurrección no estaban todos los apóstoles en el Cenáculo, faltaba Tomás, que no da crédito a lo que le dicen sus compañeros cuando afirman haber visto al Señor Resucitado. Es tal su incredulidad, que llega a afirmar: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».

El evangelista nos dice que ocho días después, en las mismas circunstancias del día anterior, pero esta vez con la presencia de Tomás, vuelve a hacerse presente el Señor Resucitado. Después de saludarles deseándoles la paz, como el domingo anterior, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». El discípulo, rendido ante la evidencia, sólo acierta a decir: «¡Señor mío y Dios mío!». El Señor sigue diciendo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Las palabras que el Señor Jesús ha dirigido a Tomás deben llenarnos de gozo, porque en ellas el Señor nos tiene presentes a ti y a mí que, aunque nunca le hemos visto físicamente, por su misericordia, creemos en Él. Así nos lo dice también san Pedro en su primera epístola: «Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no lo veáis…». Somos, pues, unos privilegiados porque nos ha sido dado gratuitamente conocer al Señor para alcanzar nuestra salvación, no sólo al final de nuestra vida, sino en el día a día, cuando el Señor nos da fuerza para afrontar los acontecimientos, muchas veces negativos de nuestra vida, que no podríamos soportar sino fuera porque de verdad vive resucitado en medio de nosotros.

 

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