DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO -A-
«SI UNO QUIERE SALVAR SU VIDA, LA PERDERÁ»
CITAS BÍBLICAS: Jer 20, 7-9 * Rm 12, 1-2 * Mt 16, 21-27
El pasaje que hoy nos propone la Iglesia es continuación del que se proclamó la semana pasada. En aquella ocasión, Pedro, a la pregunta del Señor quién decís vosotros que soy yo, respondía diciendo: «Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Recordemos que la respuesta del Señor a esta confesión de fe de Pedro, fue darle a conocer la elección que hacía sobre su persona, y la primacía que le otorgaba para ser la piedra sobre la que Él había dispuesto construir su Iglesia.
En el evangelio de hoy, el Señor Jesús, habla con claridad a sus discípulos anunciándoles los acontecimientos que van a vivir en Jerusalén, y en los que, por parte de los sumos sacerdotes y letrados, va a ser apresado y ejecutado, para resucitar al tercer día. No quiere que ignoren estos hechos y les prepara de este modo a ser testigos de su pasión y resurrección.
Pedro, atento a lo que dice el Maestro, lo coge aparte y le increpa diciendo que eso es imposible. Que nada de lo que les dice debe suceder. La reacción del Señor es inmediata: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios». El Señor en este momento no ve en Pedro al discípulo, al amigo querido. Ve en él la figura de Satanás que intenta impedir que cumpla la voluntad del Padre.
Esta situación se repite con frecuencia en nuestra vida. Hemos sido elegidos por el Señor como sus discípulos, y Él ha puesto en nuestras manos una misión importante: Hacerle presente en esta generación para que su salvación alcance a todos los que nos rodean. Esta misión tiene prioridad sobre todo, sobre nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros amigos y sobre nuestra propia vida. Sin embargo, cuántas veces los lazos familiares, afectivos o de trabajo, cuántas veces los intereses particulares, hacen que pospongamos la misión restando importancia a aquello que la tiene de verdad. No olvidemos que cuando esto sucede es el diablo el que nos mete un gol, consiguiendo frenar la expansión del Reino de Dios.
Las palabras que el Señor nos dice a continuación refrendan todo lo que afirmamos: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?».
¿Qué significa cargar con la cruz? Nuestra cruz es nuestra vida de cada día, nuestro carácter, nuestros defectos y manías, nuestras deficiencias. También es el carácter y las manías de tus hijos, de tu mujer, y de tus amigos que te toca soportar; las enfermedades que sufres o que sufren los tuyos, los problemas familiares o laborales, etc. Tu cruz es todo aquello que piensas que te hace infeliz. Estas cruces son fruto de nuestro pecado. Cuando Dios creó al hombre no cargó sobre él ninguna cruz. Han sido tus pecados y los míos los que, al apartarnos de Dios, han hecho que apareciera el sufrimiento en nuestra vida. Nadie, por tanto, está exento de la cruz y nadie es capaz de cargar con ella con sus propias fuerzas.
Si la cruz es algo que nos pesa y que no podemos soportar, ¿por qué el Señor nos pide que carguemos con ella? Sencillamente, porque es en nuestra debilidad, en nuestras flaquezas, en nuestra impotencia, donde se manifestará su poder ayudándonos a llevarla. De manera que, sin cruz, no hay salvación.
El Señor también nos invita a no defender nuestra vida, a estar dispuestos a perderla por Él. La vida sin el Señor no sirve para nada. Es inútil aferrarnos a ella. Sólo en Él, encontraremos su verdadero sentido.
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