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DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -A-

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -A-

«LO QUE ATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ ATADO EN EL CIELO...»

 

CITAS BÍBLICAS: Ez 33, 7-9 * Rm 13, 8-10 * Mt 18, 15-20

El distintivo de todo cristiano, o sea, aquello que lo distingue de otra persona que no lo es, es el amor, y la virtud en la que se manifiesta el amor es la caridad. El Señor dice en el evangelio de san Juan: «Amaos como yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos».

Con frecuencia se confunde el amor con la afectividad. El amor se da gratuitamente sin esperar correspondencia o compensación. La afectividad, sin embargo, espera siempre ser correspondida por el otro o la otra. El amor obra con entera libertad, mientras que la afectividad actúa siempre condicionada por la reacción que pueda tener la otra persona, procurando no perder su aprecio. Resumiendo, el amor actúa libremente, mientras que la afectividad está siempre condicionada a la reacción del otro.

Traemos a colación todo esto porque hay una faceta del amor o la caridad, que no se entiende siempre en su justa medida. Nos estamos refiriendo a la llamada corrección fraterna. Hoy el Señor, en el evangelio, nos enseña a practicarla. Amar o practicar la caridad con el otro, no implica aceptar en silencio sus errores o sus caprichos. Practicar la caridad implica corregir al otro poniéndolo en la verdad. Si no lo hacemos, nos hacemos cómplices de sus errores o del mal que pueda llevar a cabo. Callar, en estos casos, significa amarle poco.

Corregir al otro no significa quererlo menos. Corregirlo con amor es la demostración de que se le quiere de verdad, sin condicionamientos. Dice el Señor en la Escritura: «Yo, a quien amo, corrijo y reprendo». Corregir al otro, es ayudarle a entrar en la verdad. Lo que ocurre es que con la verdad en la mano podemos hundirlo, y ésta, no es precisamente, la finalidad de la corrección. Si corregimos con amor, tendrá la prueba de que nuestra intención no es hacerle daño. Por eso hoy el Señor nos dice que el primer paso que hemos de dar, es hablar de buenas maneras con el hermano en privado. Corregir en público supone con frecuencia humillarlo delante de los demás, y esta humillación hay que evitarla.

Si el hermano persiste en el error y no corrige su comportamiento y el asunto es grave, hay que apercibirlo delante de dos o tres testigos, para después hacerlo, si es preciso, delante de la comunidad. Lo que sería intolerable es que, por una caridad mal entendida, nosotros calláramos.

La corrección fraterna en la vida del cristiano es fundamental hasta el punto de hacer cargar sobre nuestra conciencia, si callamos, el pecado del hermano. Así se lo dice el Señor al profeta Ezequiel: «Si tú no hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti». Esto significa que, ante el mal, el cristiano no pude volver la cabeza y mirar hacia otro lado. Esta actitud, desde luego, va más allá de lo que es la corrección fraterna, pero está en relación con la elección que El Señor ha hecho sobre nosotros, para que seamos en esta generación testigos de la verdad, como él lo fue en su vida terrena.

A continuación, el Señor, para hacer presente hasta qué punto se identifica con su Iglesia, y con sus discípulos, dice: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo».

Cristo es la Iglesia y la Iglesia es el mismo Cristo, por eso nos dice también: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Con esto nos hace ver que, si importante es la oración personal, mucho más lo es la oración comunitaria por tener la certeza de la presencia del mismo Cristo en medio de los que oran.


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