DOMINGO XV DE TIEMPO ORDINARIO -A-
«Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen»
CITAS BÍBLICAS: Is 55, 10-11 * Rm 8, 18-23 * Mt 13, 1-23
El Señor Jesús propone hoy a los que le siguen una parábola. Se trata de la parábola del Sembrador. Utiliza esta figura porque aquellos que le escuchan conocen muy bien el trabajo del campo.
Dice que al sembrar la semilla una parte cae al borde del camino, otra entre piedras, otra entre zarzas y espinos, y otra, por fin, en tierra fértil. Sucede así, porque el método de siembra que utiliza el sembrador es el de al voleo, muy diferente al que emplean hoy nuestros labradores.
Continúa diciendo que la semilla que cae en el camino solo sirve como alimento de las aves. La que cae en el pedregal germina con rapidez, pero al darle el sol se agosta porque no tiene tierra ni humedad para crecer. La que cae entre espinos germina y crece, pero acaba muriendo porque el zarzal la ahoga. Finalmente, aquella que cae en tierra fértil crece y da a su tiempo fruto abundante.
En contra de lo que solía ser su costumbre, el Señor, en esta ocasión no explica a sus oyentes el significado de la parábola. Por eso, al llegar a casa, sus discípulos le piden con interés que les aclare lo que significa. Él accede y les dice: La semilla que arroja el sembrador es la Palabra del Reino. Aquella que cae al borde del camino representa a los que al escucharla no la entienden. La que cae en terreno pedregoso es la que es aceptada con alegría, pero al no tener raíces sucumbe ante las dificultades o la persecución. La que crece entre espinos representa a aquellos que aceptan la Palabra, pero los problemas de la vida y el afán de las riquezas, acaban ahogándola. Por fin, la de tierra fértil son aquellos que escuchan la Palabra, la entienden y la ponen en práctica.
Hoy, esta parábola ha resonado para todos nosotros, y como Palabra de Dios que es, ha de encontrar cumplimiento. Viene en nuestra ayuda para situarnos y a la vez aclararnos cuál es nuestra postura al escucharla.
En nuestro caso el que arroja la semilla, el que siembra, es el ministro de la Iglesia que, a través de su predicación, especialmente en la homilía, actualiza para nosotros la Palabra de Dios y la aterriza en la asamblea. Sucede, como en la parábola, que no todos aceptan de igual modo la predicación. A unos, porque no escuchan, les pasa por alto y no la entienden. En otros, la Palabra resuena en su interior, se alegran al escucharla, pero al volver a las actividades diarias, por respeto humano, por el qué dirán, pronto la dejan aparcada. Un tercer grupo entiende la Palabra viendo que en ella está la verdad, pero vive inmerso en la barahúnda del mundo preocupado por sus riquezas, de manera que esas preocupaciones impiden a la Palabra dar el fruto adecuado. Finalmente, está el grupo que recibe la Palabra como una buena noticia, la acepta, y como fruto, la Palabra va transformando poco a poco su vida.
Para el creyente, para ti y para mí, no es indiferente encontrase en uno u otro grupo. Hemos de tener en cuenta que cada día necesitamos acrecentar nuestra fe. En la vida se nos presentan problemas graves, enfermedades, dificultades serias en la familia o en el trabajo. Situaciones que somos incapaces de resolver y en las que de poco sirve la ayuda de los demás, y que, por tanto, hemos de afrontar solos. En estos casos, solo la fe puede ayudarnos. Pero no nos confundamos. La fe no crece como fruto de la oración o de la práctica de los sacramentos. La fe solo crece como fruto de la escucha de la Palabra y también de la predicación. ¿Quieres que tu fe crezca? Ponte seriamente a la escucha de la Palabra y pide al Señor que te ayude a llevarla a la práctica.
Tener conocimiento de todo esto nos ha de llevar al agradecimiento. No todo el mundo lo conoce. Son los secretos de los que hablaba el Señor la semana pasada y que quedan confirmados por lo que nos dice hoy: «Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron».
Gracias, pues, Señor, porque sin merecerlo no tienes en tu Iglesia, y no haces partícipes de los secretos que llevan a la verdadera vida.
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