DOMINGO II DE PASCUA
«PAZ A VOSOTROS. RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»
CITAS BÍBLICAS: Hch 2, 41-47 * 1Pe 1, 3-9 * Jn 20, 19-31
Éste segundo domingo, domingo de la octava de Pascua, tiene la misma categoría litúrgica que el Domingo de Resurrección. Para la liturgia de la Iglesia toda la semana siguiente al Domingo de Pascua, forma con él un solo día. Por eso la Palabra de hoy narra en presente el hecho trascendental de la Resurrección del Señor. Veremos, incluso, que en el prefacio de la Misa el presidente dirá que es necesario glorificar siempre al Señor, pero más que nunca «En este día en que Cristo nuestra pascua ha sido inmolado».
Este preámbulo no tiene otra razón de ser, que el invitarnos a que sigamos viviendo en la alegría y el gozo propios de la Pascua, bendiciendo a nuestro Padre-Dios, por el don, por el regalo, que nos ha hecho al resucitar al Señor Jesús de la muerte, y hacernos a la vez partícipes de su resurrección.
Otra particularidad de este domingo hay que buscarla en el deseo de S. Juan Pablo II, que dispuso que se celebrara en él, el Domingo de la Divina Misericordia. No hay otro rasgo que defina mejor a nuestro de Dios, que sus entrañas de misericordia hacia aquellos que, como tú y como yo, son ingratos y viven sus vidas a espaldas de su voluntad. San Juan define a Dios diciendo: «Dios es Amor», pues bien, la manifestación más eminente de este amor, es, sin duda, la misericordia entrañable de su corazón.
Es posible que algunos hayamos vivido o quizá sigamos viviendo nuestra fe, como un conjunto de leyes, exigencias, y normas de obligado cumplimiento para lograr nuestra salvación. Nada más lejos de la realidad. No es esa la voluntad de nuestro Dios. Los mal llamados mandamientos, no son cargas colocadas por Dios sobre nuestras espaldas para al final premiarnos o castigarnos. Los mandamientos, o palabras de vida, son focos de luz que alumbran el sendero de nuestra vida, para que no nos extraviemos. Nuestra naturaleza humana está dañada a causa del pecado de origen. Aunque queremos hacer el bien, nos vemos irremediablemente inclinados hacia el mal. Necesitamos, pues, la luz de la Palabra para discernir lo bueno de lo malo, lo que es agradable a Dios o lo que le entristece.
Esta misericordia de Dios de la que hablamos, queda manifiesta en el evangelio de este segundo domingo de Pascua. Los discípulos se encuentran reunidos al atardecer de este domingo. Están amedrentados por los acontecimientos que acaban de vivir. Tienen miedo de correr la misma suerte que el Maestro. Por eso tienen cerradas puertas y ventanas. De pronto, Jesús aparece en medio de ellos. Sus primeras palabras son: «Paz a vosotros», mientras les muestra las manos taladradas por los clavos y su pecho traspasado por la lanza. «Paz a vosotros, repite. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Hacíamos mención a las entrañas de misericordia del Señor, que ahora quedan patentes en estas primeras palabras del Señor Jesús al encontrase con sus discípulos después de su Pasión y Resurrección. Humanamente son incomprensibles. Lejos de reprocharles su cobardía y de echarles en cara su traición al abandonarlo, les desea la paz. En su corazón no caben el resquemor y la revancha. Es más, a continuación les hace partícipes de un poder reservado únicamente a Dios, el perdón de los pecados. Les dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos».
Esta misericordia se manifiesta de nuevo ocho días después, cuando llama a Tomás, que no había estado presente el domingo anterior, y en vez de recriminarle su incredulidad, le invita a poner su mano en la herida del costado. Tomás, abrumado por tanta bondad, solo acierta a exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!» Éste es tu Dios y mi Dios. Un Dios al que, si le importan nuestros pecados, solo es por el daño que nos acarrean a cada uno de nosotros.
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