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DOMINGO II DE CUARESMA -A-

DOMINGO II DE CUARESMA  -A-

«ESTE ES MI HIJO, EL AMADO, MI PREDILECTO. ESCUCHADLE»

 

CITAS BÍBLICAS: Gn 12, 1-4a * 2Tm 1, 8b-10 * Mt 17, 1-9

El Evangelio de san Mateo nos narra hoy la transfiguración del Señor. Nos dice que el Señor Jesús sube a un monte alto acompañado de Pedro, Santiago y Juan, y que, ya en la cima su cuerpo se transfigura. Su rostro aparece resplandeciente como el sol y sus vestidos adquieren una blancura semejante a la de la luz. A su lado aparecen dos personajes, Moisés y Elías, que se ponen a conversar con él.

Pedro, fuera de sí, ante la contemplación de esta visión, exclama: «Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!». De momento, una nube luminosa los cubre con su sombra y una voz desde la nube dice: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle». Los discípulos amedrentados caen de bruces, pero unos instantes después todo vuelve a la normalidad.

Dos cuestiones podemos plantearnos ante este pasaje del evangelio. En primer lugar podemos preguntarnos el porqué de esta transfiguración. Jesús camina con sus discípulos y se dirige a Jerusalén. Va a consumar su Pascua. Los discípulos no ven en él a un Mesías que viene a perdonar los pecados, más bien ven a un Mesías-caudillo, que va a librar a Israel del domino de los romanos. Van a ser tan difíciles y tan amargos los acontecimientos que les esperan, que el Señor quiere de este modo fortalecer su fe en él. Por otra parte, al mostrarles por un momento su gloria, les hace partícipes de aquello que tiene reservado a los suyos, a sus discípulos. Es tal el placer que experimenta Pedro al contemplar por un instante al Señor Jesús en su gloria, que ya no desea nada más: «Hagamos tres tiendas, dirá. ¡Qué hermoso es estar aquí!» San Pablo, que ha tenido la experiencia de ser arrebatado al cielo, dirá también: «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman».

Tú y yo, sin merecerlo, somos afortunados. Es cierto que vivimos atados a un cuerpo mortal, que por el pecado está sujeto al sufrimiento y a la muerte, pero el Señor ha preparado para nosotros una vida eterna plenamente feliz. Dios no nos ha creado para sufrir y finalmente morir. Nos ha creado para llegar a ser sus hijos unidos a Jesucristo. Las palabras del Padre en la montaña: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle», sonaron en aquel momento referidas a Jesucristo. El Padre confirmó delante de los discípulos que Aquel era su Hijo amado, pero hoy esas mismas palabras han resonado para ti y para mí. Tú y yo somos esos hijos amados del Señor. Por el Bautismo hemos recibido la filiación divina. Somos hijos de Dios, porque el espíritu de Cristo resucitado habita en nosotros, y se dirige al Padre llamándolo “Abba” “Papá”.

A pesar de que todo esto es cierto, es necesario que el embrión de hijo de Dios que la Iglesia nos entregó en el Bautismo crezca, como lo hace cualquier embrión en el seno de la madre, y se desarrolle hasta la alcanzar la madurez para poder dar como fruto obras de vida eterna. Sabremos que ciertamente somos hijos de Dios, cuando seamos capaces de hacer las obras de Jesucristo. Y, ¿cuáles son las obras de Jesucristo? Fundamentalmente dos: el perdón a los que nos hagan daño sin razón, y el amor a nuestros enemigos. El seno en el que creceremos es el seno de la Iglesia, que es madre y que a través del cordón umbilical nos mantendrá unidos a Jesucristo. Quiere decir esto que fuera de la Iglesia nunca llegaremos a ser hijos de Dios. Hoy el Señor ha dicho en la montaña: «Escuchadle». Nosotros creceremos en la fe poniéndonos a la escucha de la Palabra que es el mismo Cristo, y que como alimento nos da nuestra Madre la Iglesia.

 


 


 

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