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DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO  -C-

«GUARDAOS DE TODA CLASE DE CODICIA...»

 

CITAS BÍBLICAS: Ecl 1, 2; 2, 21-23 * Col 3, 1-5. 9-11 * Lc 12, 13-21

Hoy el evangelio se centra en un tema que nos afecta a todos. Trata de las riquezas. Nosotros, que por el pecado hemos abandonado a Dios, ponemos las más de las veces nuestra seguridad en el dinero. Quizá nos parezca exagerado decir que pedimos la vida al dinero, a las riquezas, pero sin embargo no hay nada más cierto. Cuando el amor de  Dios desaparece del corazón del hombre, deja un hueco que hay que llenar necesariamente. El hombre, tú y yo, necesita encontrar la seguridad, la razón última de la vida, que ha perdido al pecar y al separarse de Dios.

Cuando en el corazón del hombre rebosa el amor de Dios, todo lo que le rodea, en particular las riquezas y las cosas materiales, pierde por completo su importancia. Nada hace falta, nada es indispensable. El amor de Dios cubre por completo todas las necesidades del hombre, ya sean de orden material o espiritual. Dirá santa Teresa al respecto: «…Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta».

El pasaje del evangelio de hoy nos hará ver hasta qué punto las riquezas dominan nuestras vidas. Un hombre se presenta ante el Señor pidiéndole que interceda ante su hermano para que reparta con él la herencia. La petición es, sin duda, justa. El hermano se ha apoderado de la herencia de los padres dejándole a él en la miseria. El Señor, que lee los corazones de los hombres, se limita a responderle: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dirigiéndose a la gente dice:  «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

¿Qué es lo que ha visto el Señor en este asunto para que responda de esta manera? Es muy fácil adivinarlo. Los dos hermanos tienen por dios al dinero. El que se ha quedado con la herencia, por amor al dinero, no ha tenido inconveniente en dejar a su hermano hundido en la miseria. Y a aquel que pide justicia al Señor, no le ha importado, por amor al dinero, acusar a su hermano públicamente de ser un ladrón, por haberle robado la herencia. Ha sido la codicia, por encima del amor fraterno, la que ha movido a estos hermanos a actuar buscando cada uno su propio interés.

La parábola que a continuación propone el Señor a los que le escuchan, pone de manifiesto cómo nosotros hacemos cálculos con nuestra vida, cuando no tenemos la menor certeza de lo que nos puede ocurrir, tan solo unos minutos después. El hombre de la parábola se afana al comprobar el enorme volumen de la cosecha que van a dar sus campos. Trabaja día y noche derribando sus viejos graneros y construyendo unos nuevos. Tiene la mirada puesta en la cosecha que espera pensando disfrutar de sus riquezas. La verdad es que actúa como un necio y un insensato. Hace planes con algo que no está en sus manos: la vida. Pretende tenerla asegurada por sus bienes, sin darse cuenta que la puede perder en un instante.

¡A cuántas personas que conocemos e incluso a nosotros mismos nos pasa esto! En vez de vivir el día a día disfrutando de lo que el Señor nos regala, vivimos proyectados en un futuro que no sabemos si podremos disfrutar. Cuánto afán de ahorrar para el mañana, quizá pasando hoy estrecheces, cuando no tenemos la certeza de llegar a vivir ese futuro. Quien así vive, ni disfruta del presente ni tampoco llega a disfrutar el futuro.

Todo esto nos ocurre porque aunque decimos que Dios es nuestro Padre, nuestra confianza en él dista mucho de ser la de un niño pequeño, que tiene la certeza de que su padre nunca le fallará. Somos los hijos de un hombre riquísimo que nos vamos guardando mendrugos de pan, por si un día nuestro padre nos falla. 


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