DOMINGO X DE TIEMPO ORDINARIO -C-
«¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»
CITAS BÍBLICAS: 1Re 17, 17-24 * Gál 1, 11-19 * Lc 7, 11-17
La devoción popular quiere ver en el Señor Jesús un ser con unas cualidades fantásticas y un poder extraordinario, ya que en Él se une la naturaleza divina con la naturaleza humana. Sin embargo, nosotros hemos afirmado en muchas ocasiones que, aunque era Dios, el Señor Jesús se despojó por completo de la naturaleza divina, es decir, que al verlo, solo destacaba la naturaleza humana. Aunque Dios, era auténticamente un hombre como tú y como yo. No sólo era un hombre verdadero, sino un hombre “como los demás”, que participaba de las debilidades de la condición humana, excepto en el pecado.
Decimos esto, porque hoy lo vemos acercarse a la ciudad de Naín, cuando sacan a enterrar a un joven hijo único de su madre que era viuda. La escena es ciertamente desgarradora. La madre hecha un mar de lágrimas, camina a duras penas cogida al féretro de su hijo. La acompaña en su dolor una gran multitud. Al Señor se le hace un nudo en la garganta y siente como se le comprime el corazón ante el sufrimiento de aquella mujer. Aunque nadie le ha pedido nada, no pude contenerse y se acerca a la comitiva y dice a la madre: «No llores». Los que llevan el féretro se detienen. Él acercándose al ataúd, dice: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» Ante el asombro general el joven se incorpora, y Él, tomándolo de la mano, se lo entrega a su madre.
Si somos sinceros, comprobaremos que esta escena también tiene que ver con nuestra vida. No hemos de tener miedo en aceptar que con frecuencia ocupamos el lugar del joven que sacan a enterrar. Aparentemente estamos vivos, nos movemos y nos relacionamos con los demás, sin embargo en nuestro interior estamos muertos a causa de nuestros pecados. De la misma manera que aquel joven era incapaz de hacer nada, también nosotros nos vemos incapacitados para obrar el bien. ¿Cuántas veces hemos comprobado que queriendo perdonar a un hijo, a un familiar, a un amigo o conocido, sentimos en nuestro interior una mano que nos oprime y que nos impide perdonar de corazón? Pues mira, el que guarda rencor, el que no perdona, el que dice “perdono pero no olvido”, el que busca su vida sin que le importen demasiado los problemas de los demás, demuestra que no hay amor en su vida, que solo hay egoísmo. Y si el amor es la vida, aquel vive encerrado en uno mismo, está, aunque no lo acepte, viviendo en la muerte.
Además del egoísmo y del rencor, tenemos otros pecados que nos amargan la vida. Para unos será tener demasiado amor al dinero, para otros será comprobar como el cuerpo, en particular el sexo, los esclaviza y nunca se sienten satisfechos. Otros tienen vicios ocultos que intentan esconder, porque, de conocerse, les harían avergonzarse delante de los demás, etc. Esta es más o menos nuestra situación. Sin embargo, reconocer que somos muertos ambulantes, es ya el primer paso para encontrar solución a nuestra vida.
También para nosotros pasa hoy el Señor Jesús. Él, de la misma manera que se apiadó de aquel joven y de la amargura de su madre, está pendiente de todos nuestros sufrimientos. Él nos ama con verdadera locura y quiere la felicidad y la vida para cada uno de nosotros. Por eso hoy nos dirige las mismas palabras que al joven: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» Juan, María, Francisco, José o Lola, a ti te lo digo, levántate. Abandona esa vida de pecado que solo te produce sufrimiento. Tú y yo, no podemos, pero Él es la Vida, es el vencedor de la muerte y está dispuesto a cogernos de la mano y a sacarnos de nuestra tumba, de nuestras muertes de cada día. Sólo hace falta que tú creas en su poder, que te dejes abrazar por su misericordia, que no tengas vergüenza de gritarle, de pedirle ayuda. Ten por cierto que, como dice la Escritura, «Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará». No tengas miedo y haz tú la prueba.
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