SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO -C-
«TOMAD Y COMED, ESTO ES MI CUERPO»
CITAS BÍBLICAS: Gén 14, 18-20 * 1Cor 11, 13-26 * Lc 9, 11b-17
Después de celebrar el misterio de la Stma. Trinidad, la Iglesia trae a nuestra consideración un acontecimiento primordial para nuestra vida de fe. Muchos fueron los milagros que llevó a cabo el Señor Jesús durante su vida mortal, sin embargo ninguno de ellos puede compararse al que hoy nos hace presente la liturgia.
San Juan nos dice en su evangelio: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Nosotros podemos preguntarnos ¿cómo amó el Señor hasta el extremo a los suyos? Dos son fundamentalmente las pruebas que nos dio de su inmenso amor. En primer lugar, el hecho de entregarse a la muerte cargando con la cruz y sufriendo una pasión ignominiosa, para librarnos a nosotros de las consecuencias de nuestro pecado, es sin duda prueba fehaciente de hasta qué punto nos amaba.
Otra prueba inmensa de su amor podemos constatarla en el hecho de querer quedarse entre nosotros, bajo las especies de pan y vino. Él sabía que su partida era inminente, sin embargo, deseaba al mismo tiempo permanecer en medio de nosotros. Se resistía a dejar a su esposa, la Iglesia, sola en el mundo. Por eso, en la Última Cena, lleva a cabo el mayor milagro de todos los que realizó en su vida pública. Un milagro de tal dimensión, que supera con mucho al que llevó a cabo el Padre, cuando creó el universo. Hizo que aquel pan que tenía en la mano y que aquel vino que llenaba su copa, se convirtieran por su poder en su propia Carne y Sangre.
El Señor había dicho en la sinagoga de Cafarnaúm: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día». Hoy hace posible que nosotros, pecadores que no merecemos nada, podamos alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre. Quiere hacerlo porque está al corriente de nuestra debilidad. Sabe que somos incapaces de seguirle con solo nuestras fuerzas, por eso se convierte para nosotros en alimento de vida.
Estamos llamados por nuestra vocación cristiana a actualizar la figura y la obra del Señor en esta generación. Él desea hacer de nosotros otros cristos, por eso se nos ofrece como alimento, a fin de que nos vayamos transformando paulatinamente en sus propios miembros.
La Eucaristía se ha venido llamando el Pan de los Ángeles, pero esta denominación es errónea. A los ángeles no les está permitido alimentarse con este manjar. Tampoco es el Pan de los fuertes. Todo lo contrario, la Eucaristía es el Pan de los débiles, el Pan de aquellos que no pueden, que están sin fuerzas a la hora de la batalla diaria contra el mal. Por eso es en nosotros en quienes pensó el Señor, que cada día palpamos nuestra impotencia para obrar el bien.
Quizá no somos capaces de valorar el inmenso don, la gracia extraordinaria que supone tener en nuestras manos al Hijo de Dios, con su cuerpo y con su sangre cada vez que nos disponemos a comulgar. ¿Qué mérito hemos hecho para que esto sea así? Ninguno. Es el premio que el Señor nos concede por nuestros muchos pecados. Al obrar así, es su deseo que también nosotros, con su poder, hagamos lo mismo por aquellos que nos rodean sin distinción alguna. Es necesario que para su salvación, tú y yo, nos dejemos comer por ellos. Esta es nuestra misión como miembros del Cuerpo de Cristo. Aunque la obra parece imposible, no lo es, porque es el mismo señor Jesús el que la lleva a cabo obrando desde nuestro interior. Dejémosle obrar y comprobaremos que la auténtica felicidad consiste en poderse dar a los demás sin condiciones.
0 comentarios