DOMINGO II DE PASCUA - DE LA DIVINA MISERICORDIA
«PAZ A VOSOTROS... RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»
CITAS BÍBLICAS: Hch 5, 12-16 * Ap 1, 9-11a.12-13.17-19 * Jn 20, 19-31
El evangelio de hoy nos sitúa en la tarde del domingo de la Resurrección del Señor. Los discípulos están reunidos en una casa, probablemente en el Cenáculo, con las puertas cerradas. Están conmocionados por todos los acontecimientos que han vivido en los días anteriores y tienen miedo a los judíos.
Aunque las mujeres y María Magdalena afirman haber visto al Señor Resucitado, el resto de discípulos no acaban de dar crédito a esta noticia. De repente, y sin necesidad de abrir ninguna puerta, aparece Jesús en medio y les saluda diciendo: «Paz a vosotros». A continuación les muestra sus manos y el costado como muestra de que efectivamente se trata de él. Ellos, dice el evangelista, se llenan de alegría al ver al Señor. Éste repite de nuevo su saludo: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Exhala su aliento sobre ellos y prosigue diciendo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Queremos destacar de este pasaje la actitud que adopta el Señor Jesús respecto a sus discípulos. De ocupar su lugar, con toda seguridad nuestra reacción hubiera sido totalmente distinta. No hubiéramos resistido echarles en cara su cobardía al haberlo abandonado, sin intentar siquiera defenderlo ante los judíos. Pedro, el gran amigo, no se ha ruborizado al negar que le conocía, ante una simple criada. El resto, han huido como ratas cuando está a punto de hundirse el barco. Solo su Madre, unas cuantas mujeres y Juan han, estado con él al pie de la cruz.
Por suerte para los discípulos y también para nosotros, la actitud del Señor es totalmente distinta. En su corazón no cabe la revancha. Su corazón todo misericordia, se pone en el lugar de aquellos pobres hombres y comprende que el miedo ha podido más que el amor. Por eso, no les reprocha nada. Al contrario, les da el regalo del Espíritu Santo, haciéndoles partícipes de un don que es exclusivo de Dios: el perdón de los pecados. Deja en sus manos atar y desatar, perdonar y retener. ¡Podemos imaginar amor más grande!
Tú y yo, que nos llamamos cristianos, tenemos la misión de hacer presente en este mundo el perdón de Dios. ¿Cómo se enterarán tus familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, e incluso tus enemigos de que Dios les perdona? Si tú, que te llamas discípulo de Aquel que es todo misericordia, usas con ellos de misericordia, y en vez de exigirles les perdonas de corazón. Como ves, grande es nuestra responsabilidad. El Señor quiere que a través de nosotros hagamos visible su perdón, a aquellos que nos rodean. Nada podemos objetar a esta voluntad del Señor, porque hemos sido testigos una y mil veces de la misericordia que Él ha tenido de nosotros, cada vez que hemos pecado. Si el Señor te ha perdonado, haz tú lo mismo.
En la segunda parte del evangelio, san Juan nos dice que en esta primera aparición del Señor faltaba uno de los apóstoles, Tomás, que se niega a aceptar el testimonio de sus compañeros cuando le dicen que han visto al Señor resucitado.
Ocho días después vuelve a visitarles Jesús estando Tomás entre ellos. Tampoco hay para el incrédulo ningún reproche. El Señor le muestra sus manos y su costado con las señales de los clavos y la lanzada. Tomás exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dice: «¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».
Alegrémonos porque, sin duda, el Señor estaba pensando en nosotros y en tantos otros que han seguido sus huellas, sin haberle visto personalmente.
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