LA DIVINA MISERICORDIA
Este segundo domingo de Pascua, por deseo de Juan Pablo II, nos hace presente de un modo singular la Misericordia de Dios. De ahí que él quiso que se denominara Domingo de la Divina Misericordia.
Nos encontramos celebrando durante este año por deseo del Papa Francisco, el Jubileo de la Misericordia. Estos dos pontífices han querido poner por encima de todos los atributos de Dios, su misericordia entrañable, su amor hacia todos aquellos que, como nosotros, nos apartamos de Él, buscando la felicidad en las cosas del mundo.
Hemos tenido ocasión de bucear en el corazón de Dios a través de la Parábola de Hijo Pródigo, y del pasaje de la mujer adúltera. En los dos casos, el Señor ha dejado claro que por encima de la ley está su misericordia. Es una suerte para nosotros tener un Dios así. De lo contrario ni para ti ni para mí, habría salvación posible.
Dios nos ama tiernamente. Su corazón es como el de una madre siempre dispuesta a dar la vida por su hijo. Cuando Dios observa nuestra conducta errada nunca piensa en el castigo. Hablando en lenguaje humano diríamos que Dios sufre por nuestras veleidades. Le sabe mal vernos padecer por habernos apartado de Él. Él, como buen Padre, aborrece todo aquello que nos hace sufrir, es decir aborrece el pecado que nos trae sufrimiento e infelicidad.
Dios, dice la Escritura, no hace acepción de personas, pero le ocurre algo parecido a nosotros. Nosotros, como padres, no nos preocupamos demasiado de los hijos dóciles que no nos producen problemas. Sin embargo tenemos puesta nuestra mirada en aquellos que son más rebeldes. Aquellos que se ponen en peligros más graves, nos preocupan mucho más. Dios ama a todos por igual. Sin embargo, haciendo un símil con la forma de comportarse de un padre en la tierra, tiene sus ojos puestos de un modo especial, en aquellos de nosotros que andamos más errados. Él, sin duda, amaba al hijo mayor de la parábola, pero su corazón estaba lejos acompañando a aquel hijo rebelde, que sufría por haberse apartado de su lado.
El amor de Dios, su misericordia por cada uno de nosotros, alcanza su culmen cuando decide, como dice la liturgia, entregar al Hijo a la muerte, para salvar al esclavo. Si Dios no ha dudado en entregar la vida de su Hijo por ti y por mí, ¿cómo podemos pensar que quiera castigarnos condenándonos para toda la eternidad? Eso es del todo imposible. Lo que ocurre es que nuestra necedad llega a tal extremo, que usando mal nuestra libertad, elegimos la condenación eterna en lugar de la salvación. Pero ten seguro que eso ocurre contra la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres se salven.
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