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LA MISERICORDIA DE DIOS Y LA SALVACIÓN

LA MISERICORDIA DE DIOS Y LA SALVACIÓN

LA MISERICORDIA DE DIOS Y LA SALVACIÓN

 

Según san Pablo es voluntad de Dios que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por la educación que hemos recibido, en particular las personas mayores, tenemos un concepto distorsionado del hecho de nuestra salvación. Hemos recibido una educación que ha puesto desde siempre el acento en nuestro propio esfuerzo. Éramos nosotros los que a base de esforzarnos teníamos que lograr salvarnos.

Con esta manera de pensar, lo que debería ser una virtud, el santo temor de Dios, lo hemos transformado en miedo a Dios. Esta actitud es radicalmente opuesta a lo que el Señor desea de nosotros. Si trasladamos nuestra relación con Dios, a la relación humana de un padre con su hijo, comprenderemos lo absurdo que sería que un hijo sintiera pánico o sintiera miedo ante la presencia de su padre. Pues, exactamente esa es la sensación que tiene el Señor cuando nosotros en vez de dirigirnos a él como Padre, sólo tememos su reprensión o castigo.

El amor es misma esencia de Dios. Nosotros, podemos preguntarnos ¿cuál es la manifestación más eminente de ese amor? Sin duda alguna, la misericordia. Dios tiene corazón de padre y entrañas de madre. Ama a su criatura, a ti y a mí, con una intensidad rayana en la locura. Nada de lo que nosotros hagamos le es indiferente. Nada de lo que nosotros hagamos puede provocar en Él ningún escándalo. Dice el salmo 32: «Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones».

Si esto es así, ¿cómo puedo pensar, ni remotamente, que Dios desee castigarme? Me hizo libre para que le ame libremente, y al mismo tiempo lo hizo con la certeza de que usando mal mi libertad le sería infiel. Así se comprenden las palabras de san Pablo en la epístola a los Romanos: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia». No me hizo pecador, pero dándome la libertad tenía la certeza de que caería en los lazos del pecado, y de esta forma podría mostrarme su misericordia, perdonando sin límite todas mis faltas.

El hecho de nuestra salvación es pura misericordia de Dios. Nada hemos hecho y nada es posible hacer para merecerla. Ningún mérito tenemos ni podemos presentar. No depende de nosotros. Los únicos méritos que podemos aplicarnos, son los que ha ganado para nosotros el Señor Jesús, muriendo en la Cruz y resucitando para nuestra justificación.

Llegados a este punto podemos preguntarnos: Si esto es así, ¿dónde queda la condenación? La respuesta es evidente. El infierno existe y por lo tanto la condenación es posible. Sin embargo, también es cierto que Dios no condena a nadie. Dios, como buen padre, aconseja y reprende a sus hijos. Lo hace porque les ama y porque desea su salvación, pero nunca lo hace hasta el extremo de forzar su voluntad. Somos tú y yo los que voluntariamente elegimos la condenación. La condenación es la máxima expresión de nuestra libertad, y al mismo tiempo es expresión del amor de Dios, que de ningún modo violentará jamás nuestra libertad.

Llegados a este punto podríamos preguntarnos a qué salvación nos estamos refiriendo, sin duda a la salvación final, a la del último día. Sin embargo hay que tener en cuenta que existe otra salvación, la del día a día. De ésta, hablaremos D. m. en otra ocasión.


 

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