DOMINGO VI DE PASCUA
«SI ME AMÁIS GUARDARÉIS MIS MANDAMIENTOS»
Una de las formas o actitudes que adoptamos en la vida para demostrar nuestro amor o nuestro aprecio hacia otra persona, consiste en hacer aquello que a ella le agrada. Esto se ve con claridad en la relación entre los esposos, los novios, los padres e hijos o entre los verdaderos amigos. Precisamente por esto, hoy, el Señor, empieza el evangelio diciendo a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos».
Podemos preguntarnos por qué el Señor Jesús hace esta observación a los discípulos, a la vez que hoy, nos la hace a nosotros. ¿Por qué el Señor nos invita a guardar sus mandamientos? ¿Necesita para algo nuestra obediencia? Evidentemente, no. Nuestra obediencia o nuestra desobediencia, no le afectan para nada, ni le añaden ni le quitan gloria. Lo que pasa es que como siente hacia nosotros un amor inmenso, sabe que nuestra felicidad estriba en cumplir su voluntad siendo dóciles a sus indicaciones. Dicho de otro modo, con sus mandamientos nos está mostrando el único camino que conduce a la verdadera felicidad.
Por otra parte, el Señor sabe de nuestra imposibilidad material de cumplir aquello que nos manda. Sabe que por el pecado estamos tarados y que para cumplir sus mandamientos no basta con que nosotros lo queramos. Necesitamos su ayuda, pero Él se marcha, por eso nos promete el envío del Paráclito, del Defensor, del Espíritu de la Verdad. Necesitamos a alguien que por un lado nos dé fuerzas para obrar el bien, y que por otro lado nos defienda del enemigo que no solo nos empuja hacia el mal, sino que además, cuando caemos, nos echa en cara nuestra debilidad y nuestro pecado, para hacernos dudar del perdón de Dios.
La misión del maligno es sembrar en nosotros el desasosiego. Es hacernos ver que no servimos para esto, porque en cada una de nuestras confesiones, repetimos una y otra vez los mismos pecados. Nuestro deseo de no volver a pecar, de no caer en las mismas debilidades, solo dura unas pocas horas o a lo sumo unos cuantos días. Somos reincidentes. Tropezamos una y otra vez con la misma piedra, sin que seamos capaces de enmendar nuestra conducta. Esta situación la aprovecha el demonio para decirnos que es tonto que nos resistamos. Para qué continuar dándole vueltas. Dejémonos de mandamientos y obligaciones, y dediquémonos a vivir la vida sin complicarnos demasiado la existencia.
La misión del Espíritu Santo es la contraria. Cada vez que caemos, cada vez que pecamos, nos susurra al oído: no te preocupes, no pasa nada. Yo te quiero. Yo amo al pecador y nunca nunca, lo rechazo. ¡Ánimo! Lo importante no es la caída, sino el levantarte y continuar el camino. Yo estoy a tu lado para ayudarte. No desmayes, confía en mí.
El Señor, que ha anunciado a sus discípulos su inminente partida, sabe que están tristes, por eso les dice: «No os dejaré desamparados, volveré. El mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo». Estas son palabras consoladoras. Aunque el Señor se va, no quiere dejarnos huérfanos, por eso nos promete que estará junto a nosotros hasta el fin de los tiempos. El mundo no lo verá porque tiene los ojos cegados por la ambición, el dinero, el sexo, el poder, etc., pero nosotros sí lo veremos, sí que constataremos su presencia y su ayuda en los acontecimientos buenos, y en aquellos que el mundo considera adversos.
Que nuestra oración diaria sea la de aquellos discípulos que, camino de Emaús, apremian al Señor diciéndole: «Quédate con nosotros porque atardece y día va de caída».
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