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DOMINGO III DE PASCUA

DOMINGO III DE PASCUA

"QUÉDATE CON NOSOTROS PORQUE ATARDECE Y EL DÍA VA DE CAÍDA"


 

El pasaje del evangelio que hoy la Iglesia nos propone pertenece a san Lucas. Se desarrolla en la tarde del domingo de la resurrección del Señor. Se trata de un hermoso pasaje en el que podemos ver con facilidad reflejada nuestra vida.

 

Dos discípulos del Señor Jesús se dirigen desde Jerusalén a la pequeña aldea de Emaús. Comentan preocupados los acontecimientos que han tenido lugar durante esos días en la ciudad. Otro caminante, el Señor, les alcanza y al verlos tan metidos en la conversación les pregunta: ¿De qué habláis con tanto interés? Ellos le miran extrañados y le dicen: ¡Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado allí estos días? Él les pregunta: ¿Qué? Ellos le explican todo lo sucedido al Maestro de Nazaret y cómo después de crucificado y sepultado, han sucedido una serie de cosas inexplicables. A él nadie lo ha visto, pero lo cierto es que el cuerpo ha desaparecido del sepulcro, sin encontrar para ello una explicación.

 

Dice san Lucas, que a continuación el Señor Jesús les va adoctrinando y les va explicando las profecías que se refieren a Él. Ya cerca de la posada, el Señor, al que todavía no han reconocido, hace ademán de seguir el camino, pero ellos le apremian a quedarse diciéndole: «Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída».

 

Ya en la mesa, lo reconocen en el momento de partir el pan pero él desaparece de su vista. Entonces, admirados exclaman: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y sin dudarlo más vuelven sobre sus pasos y regresan a Jerusalén para contar al resto de discípulos lo que les ha ocurrido en el camino.

 

A muchos de nosotros puede ocurrirnos lo mismo que a estos dos discípulos. Hemos dicho muchas veces que el Señor Jesús no ha ascendido al cielo y se ha despreocupado de nosotros. Eso iría en contra de sus mismas palabras, cuando momentos antes de su ascensión dice a los discípulos: «Y ved que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Él, pues, permanece en medio de nosotros aunque seamos incapaces de verlo. No nos ha abandonado, no se ha desentendido de nosotros. Los discípulos de Emaús se han dado cuenta de quién era a través de dos signos. En primer lugar en la Fracción del Pan y en segundo lugar, ha sido la manera especial de exponerles la Palabra la que ha hecho que su corazón ardiera.

 

Tenemos la certeza de que el Señor camina junto a nosotros, que como a los discípulos del evangelio, nos acompaña en el camino de nuestra vida. Unas veces se acerca a nosotros a través del mendigo, del indigente que nos alarga la mano. Otras veces lo hace a través de ese niño indefenso o de esa mujer de la que nadie se preocupa. El partir el pan del evangelio, encierra el mayor signo de amor del Señor. Parte el pan, parte su cuerpo y se entrega totalmente a nosotros, para que nosotros no tengamos miedo en hacer lo propio. Él sabe que esa entrega nuestra nos proporcionará la experiencia de encontrarnos con Él resucitado. Ese encuentro nos lanzará como los discípulos de Emaús, a anunciar a los que nos rodean que está vivo y resucitado.

 

Otra manera de reconocerle es poniéndonos a la escucha de la Palabra. La palabra proclamada es, como dice la Carta a los Hebreos, como espada de dos filos que penetra hasta el corazón. Es palabra de salvación, palabra que ilumina la vida, que tiene poder para salvar. Palabra que, a diferencia de la nuestra, hace realidad aquello que expresa. No podemos, por tanto, quedar impasibles cuando se proclama, sino ver en ella al mismo Señor Jesús que nos habla, nos adoctrina y a través de ella nos manifiesta su inmenso amor.

 

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