DOMINGO II DE PASCUA - DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA
«PAZ A VOSOTROS. RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»
Terminamos con este domingo la Octava de Pascua. Han sido ocho días, que la Iglesia ha considerado como uno solo, en que hemos estado celebrando la victoria del Señor Jesús sobre la muerte.
Quizá no acabamos de ser conscientes de lo que significa este acontecimiento, en el que el Señor, venciendo las ataduras de la muerte, resucita glorioso después de estar tres días en el sepulcro.
La valoración que hagamos del hecho de la resurrección del Señor, está directamente relacionado con la convicción personal que tengamos del grado de esclavitud en el que vivimos a causa de nuestros pecados. ¿Sientes sinceramente que vives sometido al dominio del pecado y de la muerte, o más bien te encuentras cómodo en tu situación y no necesitas que nadie te libere? Según la respuesta que demos a esta pregunta, daremos más o menos importancia al acontecimiento primordial de la historia, por el que el Señor Jesús, rompiendo las ataduras de la muerte, resucita victorioso para ya nunca más morir.
La muerte y resurrección del Señor están íntimamente relacionadas con el pecado. La noche de Pascua cantábamos: “Sin el pecado de Adán, Cristo, no nos habría rescatado. ¡Oh feliz culpa que mereció tan grande Redentor!...” Ese pecado, como dice san Pablo, es el que nos hace penetrar en la muerte. Es el que nos ata, el que impide que seamos felices. Si en tu vida experimentas que eso es así, anhelarás que Cristo venza a la muerte y que te haga partícipe de su resurrección. La resurrección del Señor dejará de ser para ti un acontecimiento histórico, para convertirse en un hecho real que afecta directamente a tu vida.
En la primera aparición a los discípulos que hoy nos narra san Juan, se pone de manifiesto la razón última de la Pasión y Resurrección del Señor. Se ha hecho uno de nosotros, ha cargado con la cruz, ha muerto en ella y ha resucitado del sepulcro, para traernos la paz. Él es nuestra paz. Una paz de la que no podemos disfrutar si nos encontramos bajo el dominio del pecado y de la muerte. Por eso, lo primero que hace el Señor es hacer partícipes de su poder como Dios a sus discípulos, dándoles autoridad para perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Quizá no acabamos de ser conscientes de que todo el mal que existe en el mundo, abusos de los poderosos, mal reparto de las riquezas, enfrentamientos entre naciones, razas, grupos sociales y hasta a nivel familiar, tienen su origen en el pecado. Él es el que mata en nosotros el amor de Dios y nos hace caer en el más grande egoísmo. Erradicar el pecado y con él el mal en el mundo es imposible. Pero el Señor sabe que el mejor antídoto contra el veneno del pecado es el perdón. Eso es lo que nos ha ofrecido desde la Cruz. Su corazón misericordioso atravesado por la lanza del soldado es testigo del perdón sin condiciones que nos otorga. Prueba de ello son las primeras palabras que hoy dirige a sus discípulos: «Paz a vosotros». No son palabras de reproche. Son las palabras de amor y comprensión que sus discípulos, y también tú y yo, necesitan escuchar de sus labios.
Sin duda, para beneficiarnos de ese perdón, es condición indispensable reconocer delante de él nuestras miserias. Pero no temamos, Él es el único que nos ama tal y como somos, y es incapaz de escandalizarse de nuestros defectos. Lo único que quiere es devolvernos la paz que nos ha arrebatado el pecado.
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