DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
«HA RESUCITADO DEL SEPULCRO NUESTRO SALVADOR»
Después de cuarenta días de preparación con abundante Palabra de Dios, poniendo los signos de la limosna, la oración, y el ayuno, ante el Señor, llegamos, por fin, al día más grande de la historia de la creación. La muerte ha tenido que doblegarse ante la Vida y ha sido destruida. El yugo que oprimía irremediablemente al hombre y que lo tenía esclavo de la muerte ha sido roto. La creación entera celebra hoy, la victoria de la Vida.
La historia de la humanidad gira entorno a este acontecimiento: Cristo, muerto en la Cruz cargado con todas las iniquidades de los hombres y sepultado, ha resucitado del sepulcro venciendo las ataduras de la muerte. Es la gran noticia que durante innumerables siglos ha deseado escuchar todo hombre.
Antes de la Resurrección del Señor, nuestra situación como hombres era totalmente anómala. Se daba el absurdo de que habiendo sido creados para vivir felices eternamente, lo que cada día saboreábamos era la finitud y la muerte. La vida del hombre se había convertido en un sinsentido, y lo peor era que nos encontrábamos totalmente impotentes para cambiar esta realidad. Nosotros, que amamos como un don maravilloso nuestra libertad, estábamos sumidos en la esclavitud del pecado, sin poder librarnos de él.
Ante esta realidad, podemos proclamar con la Escritura que la misericordia de Dios es eterna. Dios-Padre, puso en marcha desde el principio un plan para sacarnos de la muerte que habíamos ganado con nuestro pecado, enviando al mundo a su único Hijo, el único capaz de destruir nuestra muerte y devolvernos la vida. Lo hemos visto durante estos días, despreciado, abofeteado, con el cuerpo destrozado por los latigazos, coronado de espinas y derramando en la Cruz hasta la última gota de su sangre. Ha sido la mayor muestra de amor que nadie haya podido dar jamás. Y todo, para que tú y yo no recibiéramos el castigo que merecían nuestros pecados.
Hoy celebramos que Dios-Padre lo ha resucitado, lo ha exaltado y le ha dado el Nombre sobre todo nombre. Ha querido de esta manera que nosotros no carguemos con la culpa de haber llevado a la muerte a un inocente. Además, y para más abundamiento, nos ha regalado su victoria para que también nosotros podamos resucitar con Él.
Al decir que la muerte ha sido vencida, no pensemos únicamente en nuestra muerte física, que también, sino en la muerte de cada día. Aquella que nos amarga la vida continuamente y que nos hace infelices. Qué muerte es ésta, preguntas. La que nos produce todo sufrimiento que no somos capaces de evitar. La enfermedad, los problemas laborales, paro incluido; los enfrentamientos familiares, los juicios que, sin razón, hacen los demás de nosotros; los problemas económicos que con frecuencia nos quitan el sueño; la esclavitud a esos vicios inconfesables que solo cada uno conoce; la adicción al sexo, al juego o a las drogas. En fin, todo aquello que no está bajo control y frente a lo que nos encontramos impotentes. Esa es en verdad la muerte que nos aplasta cada día y que, a unos los hace caer en depresión, a otros los empuja al suicidio y a todos nos hace infelices.
El Señor, con su resurrección, destruye también esas muertes y nos concede la paz interior. Él solo quiere que nosotros lo invoquemos, que le pidamos a gritos, si hace falta, que nos ayude. El Padre le ha dado todo poder. Acudamos a él con humildad, reconociendo nuestra impotencia y nuestra debilidad. Si lo hacemos así no quedaremos confundidos, porque Él, se complace en ayudarnos.
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