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LA SALVACIÓN ¿CUÁNDO?

LA SALVACIÓN ¿CUÁNDO?

          José-Miguel Rubert Aymerich

 

LA SALVACIÓN ¿CUÁNDO?

 

El apóstol san Pablo en su primera carta a Timoteo (2, 4) afirma: “Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

LA SALVACIÓN Y LA LEY

Cuando se habla de la salvación, para la mayoría de los creyentes se hace presente la salvación final, la del último día. Todos refieren este término a la salvación eterna. Si preguntamos, además, qué es necesario para lograr esta salvación, muchos responderán que es necesario cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios. De este modo vemos como establecen una íntima relación entre la Ley y la salvación, de manera que para salvarse es necesario esforzarse para poner en práctica los Mandamientos de la Ley.

Nosotros nos preguntamos, ¿fue esa la intención del Señor cuando en el Sinaí entregó a Moisés las tablas de piedra con los diez mandamientos grabados? Hay motivos para pensar que no. En primer lugar, para el pueblo hebreo, las Tablas no contenían mandamientos, sino que eran palabras de vida. Ha sido nuestra mentalidad occidental influenciada por el Derecho Romano, la que ha transformado las palabras de vida en leyes de obligado cumplimiento. 

¿Por qué Dios ha entregado estas palabras de vida a los hombres? La razón es muy sencilla. Cada uno de nosotros por el estigma del pecado de origen, nos vemos inclinados sin remedio hacia el mal. No ignoramos lo que es el bien, pero estamos incapacitados para llevarlo a la práctica. Esta circunstancia la expresa san Pablo de una manera magistral en el capítulo 7 de la Carta a los Romanos. Dice así: «Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo» (Rm 7,14-18)

Ante esta situación, el Señor viene en nuestra ayuda y nos muestra con las diez palabras de vida, cuál es el camino de la felicidad. Nos hace ver también cómo vivir de espaldas a estas palabras, conduce irremediablemente a la muerte. Como nuestra sabiduría es limitada, y nuestra libertad a causa del pecado está disminuida, necesitamos que la sabiduría divina nos dé a conocer el camino para desenvolvernos en la vida. Por otra parte, el maligno, enemigo acérrimo de Dios, padre de la mentira y mucho más inteligente que nosotros, no pudiendo hacerle a él directamente ningún daño, busca dañar a la criatura que Dios tanto ama, al hombre. Lo vemos en el capítulo 12 de Apocalipsis: «Entonces (el dragón) despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús». (Ap 12,17) Es necesario, pues, que el Señor alumbre mediante su Ley el camino de oscuridad de nuestra vida. El salmo 119 lo pone de manifiesto cuando dice: «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi sendero».

Ahora podemos preguntarnos, ¿Es la salvación consecuencia del cumplimiento de la Ley? De ninguna manera. El hombre, como hemos visto en la carta a los Romanos,  se encuentra con el dilema de que, aun sabiendo que en el cumplimiento de la ley está la vida, conoce por experiencia su incapacidad para observarla. ¿Por qué, podemos preguntarnos, se da esta circunstancia? ¿Cómo es posible que Dios promulgue una ley que desborda por completo la capacidad del hombre para cumplirla? La respuesta nos la da san Pablo en su carta a los Romanos: «Nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado» (Rm 3, 20). De esto se deduce que Dios no promulgó la ley para que el hombre la cumpliera, sino para que viendo su incapacidad, el hombre tuviera que recurrir necesariamente a Él. Si el hombre se pudiera justificar por la ley, la salvación dejaría de ser gratuita. Dios no podría manifestar al hombre su amor y su infinita misericordia. Precisamente por esto leemos en la carta a los Romanos que: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia». (Rm 11,32)

En resumen, a través de la ley conocemos la verdad. Ella es la que impide que el maligno nos haga caer en el error, mostrándonos caminos falsos de felicidad. Ella al mismo tiempo, nos da conocimiento de nuestro pecado y nuestra debilidad, y hace que tengamos que recurrir a Aquel que no se escandaliza de nuestras flaquezas, sino que está siempre dispuesto a mirarnos con ojos de misericordia.

Siendo la ley un rasgo del amor de Dios, un regalo que conduce a descubrir nuestro pecado y la necesidad que tenemos de ser salvados, durante muchos siglos los cristianos han pretendido con su cumplimiento hacerse acreedores de la salvación. De regalo, la ley ha pasado a ser maldición, convirtiéndose en una losa insoportable o un corsé que aprisiona la vida. La expresión “vivir en gracia” ha atormentado a muchos cristianos de buena voluntad durante gran parte su vida. No llegaron a descubrir que vivir en gracia era vivir en la gratuidad, teniendo la certeza de que Dios no se escandalizaba de ninguno de sus pecados. Vivir reconociendo sin miedo sus limitaciones y pecados, pero teniendo a la vez la certeza de que Dios es Padre, que, como dice el salmo 32, «Ha formado el corazón del hombre y comprende todas sus acciones». No llegaron a descubrir a Dios como al padre del Hijo Pródigo, que respeta hasta el extremo su libertad y permanece noche y día vigilante, con los brazos abiertos a la espera de su regreso. Y a su llegada no sale de su boca ni un solo reproche, todo lo contrario, ni siquiera deja que el hijo le presente sus excusas.

Ese es nuestro Dios, el Dios que nos ha revelado el Señor Jesús. Un Dios, que si alguna limitación tiene, es la de ser incapaz de odiar. La de ser incapaz de sentir rencor hacia su criatura. Un Dios que como dice san Pablo en la primera carta a Timoteo,  «Es nuestro Salvador, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4)

Esta certeza del amor de Dios y su perdón, no debe llevarnos de ninguna manera a pecar, pensando que todo está perdonado. Ciertamente, todo está perdonado, pero quien obra así pensando aquello de “ancha es Castilla”, no ha descubierto que el pecado no es algo bueno  que la ley nos prohíbe realizar, sino todo lo contrario, la ley nos advierte, nos pone en guardia, ante una acción que irremediablemente nos acarreará un daño.

LA SALVACIÓN, ¿PARA CUÁNDO?

Pero, esta salvación, ¿para cuándo? Podemos afirmar que hay dos momentos bien definidos en que se realiza  la salvación. Por una parte, y es por la que tanto han tenido que sufrir muchos cristianos, está la salvación que tendrá lugar para cada hombre después de la muerte y que un día culminará con el Juicio Universal.

Dios ha creado al hombre y después del don de la vida, el mayor regalo que ha podido hacerle es la libertad. Dios creó al hombre por amor y dispuso que solo en el amor, alcanzara la felicidad y la plenitud. Esta felicidad y esa plenitud radicaba en que el hombre, experimentado en su corazón el amor Dios, pudiera, en primer lugar, corresponder a es amor amando a su Creador con todo su ser, y a la vez pudiera también amar a sus semejantes. Crearlo a su imagen y semejanza, era crearlo libre y con capacidad de amar. Lo hizo libre, para que el hombre no se viera obligado a amarle a la fuerza, sino que correspondiera a su amor libremente.

La historia ya la conocemos. La felicidad del hombre provocó la envidia del maligno, que siendo incapaz de hacerle daño a su Creador, y conociendo al mismo tiempo el amor que éste sentía hacia su criatura, consiguió a través de la mentira, romper los lazos de amor que les unían. Había aparecido el mal, el pecado, en el mundo.

La acción del hombre y el mal uso de su libertad, dio al traste con la obra que Dios había diseñado para su criatura. Sin embargo, dice san Pablo, «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». El hombre estaba perdido, había saboreado la muerte, pero el amor de Dios hacia él, no había menguado en nada. Dios-Padre diseñó de inmediato un plan de salvación, que únicamente Él era capaz de concebir. Era necesario destruir el pecado y como consecuencia a la muerte que éste había engendrado. Para destruir la muerte era necesario penetrar en ella para de nuevo volver a la vida. Solo Dios tenía el poder de lograr esta victoria sobre la muerte, pero para ello era necesario revestirse previamente de una naturaleza mortal.

La Segunda Persona de la Trinidad, el Señor Jesús, es el que asumió la tarea de redimir al hombre del pecado y liberarlo de las ataduras de la muerte. Esa era la voluntad del Padre. Encarnado en el seno de María Virgen, se rebajó hasta el punto de hacer semejantes a la criatura y al Creador. Al revestirse de la naturaleza humana aceptó pasar por lo que es inherente a esa naturaleza humana. Quiso experimentar en su cuerpo todo aquello que es propio de la vida de un hombre: alegrías, sufrimientos, enfermedades, cansancio, hambre, sed… nada de lo que tú y yo experimentamos cada día, fue extraño para él. Solo en un aspecto fue totalmente distinto: no conoció lo que era el pecado.

Vino al mundo con una misión exclusiva: dar conocimiento al hombre del amor de Dios, a pesar de que aquel le rechace mil veces por el pecado. Vino a decirnos a nosotros, pecadores, que El Padre no toma en cuenta nuestras infidelidades y pecados, sino que nos ama tiernamente en nuestra debilidad. Que Él, ama con locura al pecador y odia intensamente al pecado, porque nos hace daño a nosotros que somos sus hijos.  Como el pecado es un veneno que mata, san Pablo dice que es «el aguijón de la muerte», por eso Él vino a librarnos de ese veneno cargándolo sobre su ser, y aceptando que ese veneno lo llevara a la muerte.  

 La vida del hombre en el mundo ni es un castigo ni es un destierro. Dios al crearnos deseaba que nuestra vida terrena fuera una vida feliz, anticipo de aquella que nos reservaba por toda la eternidad en su presencia. Hemos sido nosotros los que al apartarnos de Él, aquello que estaba concebido como un edén, lo hemos convertido en un valle de lágrimas. Cuando Dios desaparece de nuestra vida por el pecado, en vez de regirnos por el amor, es el egoísmo el que nos impulsa a buscar todo aquello que sea capaz de llenar el hueco que el amor de Dios ha dejado en el corazón.

Nuestro corazón ha sido creado para amar, siendo la fuente de este amor el mismo amor que Dios ha sembrado en él. Al desaparecer por el pecado el amor de Dios, la insatisfacción impulsa al hombre a buscar sustitutos al amor perdido. Los afectos, las riquezas, el poder, el sexo como fin y no como medio, etc., son los ídolos a los que el hombre pide la vida sin lograr alcanzarla, porque lo único que puede devolver al hombre la felicidad es tener de nuevo en su corazón el amor de Dios. San Agustín, que ha tenido experiencia de esta situación, exclama en el libro de las Confesiones: «Señor, nos ha hecho para ti y nuestro corazón no hallará descanso mientras no descanse en ti».

Ahora podemos preguntarnos: ¿Ha pretendido el Señor al darnos la ley restaurar el orden primero? ¿Es la ley la que nos ha de salvar de la situación en que nos hemos quedado después del pecado? No, la ley no está puesta para que con su cumplimiento logremos alcanzar la salvación. Ya hemos visto lo que dice san Pablo al respecto: «Nadie será justificado ante Él, por las obras de la ley».

La ley era necesaria, porque el hombre había perdido por completo el norte a causa del pecado. Vivía desorientado y solo se regía por su egoísmo. Había perdido la razón de su existencia. La ley pretendía que la vida de los hombres no fuera semejante a la de las fieras, que se devoran entre ellas pretendiendo dominar unas sobre otras. La ley quería arrojar luz en la existencia del hombre que vivía en las tinieblas, por haber expulsado a Dios de su vida. La ley no era un fin, la ley era un medio.

La ley cumple también un cometido muy importante en la vida del hombre: le da conocimiento del pecado, lo dice san Pablo en la carta a los Romanos. Le ayuda, pues, a verse pecador y al propio tiempo le hace comprender el origen del sufrimiento y de la muerte en el mundo. Hoy mucha gente, ante acontecimientos negativos de la vida del hombre, enfermedades, sufrimientos de todo tipo, abusos a inocentes, guerras, extorsiones, etc., se interroga o blasfema de Dios como si él fuera el responsable de esas desgracias. No comprenden que el origen de esos males hay que buscarlo en la ambición y el egoísmo del hombre. Es el pecado el que convierte al hombre en enemigo del hombre. El sufrimiento y la muerte no son castigos de Dios, son el peaje que el hombre debe pagar a causa de su pecado.

De esta situación es de la que el hombre necesita ser salvado en este mundo en primer lugar. Dios nos ha dado a través de Jesucristo conocimiento de la verdad, de manera que la fe en Él nos hace recuperar el sentido profundo de nuestra existencia. Abre ante nosotros la esperanza y nos anticipa ya aquí, la vida eterna. La vida terrena del hombre deja de ser un fin, para convertirse en un medio, un camino, que nos conduce a la vida eterna. Es decir, la salvación que Dios Padre nos ha concedido en su querido Hijo, no es solo aplicable a la salvación última, a la salvación del final de los tiempos. La salvación del Señor Jesús es una salvación actual, que podemos experimentar en el día a día. Hoy, para mí, es esa la salvación útil, la que me importa.

Ciertamente, no hemos de perder de vista la salvación eterna. Ella ha de estar presente en el horizonte de nuestra vida, pero es hoy, precisamente hoy, cuando yo necesito del poder del Señor para ser salvo. Si hoy, en los sufrimientos y avatares de la vida, experimento que está presente, que está vivo y resucitado, que camina junto a mí, y que como a Pedro me hace andar por encima de las aguas turbulentas, no me cabrá la menor duda de que también en el momento final y decisivo de mi vida, estará a mi lado para salvarme.

Experimentar ya ahora esta salvación es fruto de la fe, y san Pablo añadirá, independientemente de las obras de la ley. Pero ¿de qué fe estamos hablando? Por supuesto, no se trata de una fe meramente intelectual. No se trata de decir que creemos en Dios. Santiago dice que «también los demonios creen en Dios y tiemblan» (St 2, 19) Esa fe intelectual no es mala, pero no salva de nada. La única fe que salva es aquella que nace de la experiencia del encuentro personal con el Señor Resucitado. ¿Has experimentado en alguna ocasión la auténtica impotencia, la angustia, el ver el cielo totalmente cerrado, el no tener un asidero a dónde cogerte, y al invocar el nombre, el poder, del Señor Jesús, comprobar que lo humanamente imposible, se ha hecho de momento posible? ¿Has vivido esta experiencia? ¿Qué sacas en conclusión? Sin duda alguna te sirve para comprobar que el Señor Jesús está vivo, que está resucitado y que siempre está cercano a ti. Ésta es la fe experimental, ésta es la fe que salva. Este acontecimiento, este encuentro con el Señor, te impulsará a hacerlo presente en tu vida en otras muchas ocasiones, haciendo que crezca y se fortalezca tu fe.

Esta fe es la que produce obras de vida eterna, porque, ¿es posible que tú después de encontrarte con el Señor sigas enemistado con tu hermano, o sigas negando tu ayuda al que te tiende la mano? Imposible. Si has experimentado lo bueno que el Señor ha sido contigo, sin duda, encontrarás fuerzas para serlo tú también con tu hermano.  Estas son las obras de la fe a las que alude Santiago en su carta cuando dice: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?» (St 2, 14).

Todos estos hechos vividos, estos acontecimientos en los que se ha hecho presente el Señor, son prueba y hacen presente su salvación, hoy. Son los que transforman este valle de lágrimas fruto del pecado, en un esperanzado peregrinaje hacia la casa del Padre.

Es lamentable que personas creyentes que se consideran cristianas, vivan su vida solo en función de la salvación última, desaprovechando la oportunidad de experimentar la presencia real del Señor Resucitado, siempre dispuesto a actuar en sus vidas si se le invoca.

Si vivimos atormentados pensando en nuestra salvación o condenación última, es porque no hemos descubierto en Dios la figura de nuestro Padre, o porque todavía tenemos el convencimiento de que esa salvación depende de nuestro esfuerzo. “Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4).

Me atrevo a decir que nuestra salvación no está en las manos de Dios, sino en las nuestras. Me explico. Dios ya nos ha dado todo aquello que como padre podía darnos. Nos ha entregado a su Hijo, que en su Pasión Muerte y Resurrección, ha ganado para todos los hombres la salvación. Dice san Pablo: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? » (Rm 8,32-34ª)

Dios-Padre, pues, ya ha hecho por nosotros todo aquello que podía hacer. Ahora nos toca a nosotros aceptar o no, la salvación que nos ofrece. Decíamos al hablar del don de la libertad que el Señor nos había dado, que lo que pretendía era que fuéramos libres a la hora de amarlo. Del mismo modo, también en el tema de la salvación continúa respetando nuestra libertad. Dice san Agustín: «Aquel que te creó sin ti, no te salvará sin ti». El que no te pidió permiso para crearte, no te salvará a la fuerza. O sea que, la salvación que nos ha ganado el Señor Jesús es universal, pero siempre queda supeditada a que cada uno de nosotros la aceptemos.

Dios es nuestro Padre, no es un monstruo. No se complace en ponernos las cosas difíciles. Su voluntad es que nadie se pierda. Se conforma con que nosotros en su presencia reconozcamos nuestra pequeñez y nuestra indignidad, para de lo pequeño hacer algo grande y hacer digno lo indigno. Su complacencia radica en elevarnos de meras criaturas a la categoría de hijos de Dios, pero eso sí, siempre respetando nuestra libertad.

Aquellos que con su ayuda han vivido según su voluntad, han obtenido como ganancia vivir la vida terrena con sabor a eternidad. Han adelantado en cierto modo el cielo y han sido sus colaboradores, al arrojar luz sobre la vida de los demás. Han sido la sal que el mundo necesitaba y con su presencia han hecho presente la figura de Dios-Padre a todos los hombres, y han hecho que la salvación del Señor Jesús fuera universal, conocida por todos.

Finalmente, la condición que el Señor pone a todos los hombres para que les alcance la salvación última, es que la deseen con todo su corazón.

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