DOMINGO II DE CUARESMA
«ESTE ES MI HIJO, EL AMADO, MI PREDILECTO»
Todo hombre, a pesar de que los agnósticos o los ateos lo pongan en duda, lleva sembrada en su corazón una semilla de eternidad. Todos tenemos ansia de permanencia. Nuestra naturaleza se resiste a aceptar volver a la nada sin más. Prueba de ello es esa conocida frase de que todo hombre ha de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Tres cosas tras de las cuales se esconde ese deseo íntimo de permanecer aun después de la muerte. ¿Somos acaso como los animales? De ninguna manera. Ellos no poseen, como nosotros, una inteligencia racional y no pueden tener consciencia de ese deseo de que la vida no termine aquí para siempre.
En el evangelio de hoy vemos al Señor Jesús transfigurado, mostrando su naturaleza divina oculta bajo la naturaleza humana. Detrás de lo que pueden captar los sentidos, hay una realidad que desborda por completo lo que puede observarse a simple vista. A través de esta transfiguración, el Señor nos permite ver aquello a lo que está destinado nuestro cuerpo mortal, aquello para lo que hemos sido creados.
No somos seres abocados a la extinción. De ser así, Dios nos habría hecho un flaco favor al crearnos. Nuestra vida sería un absurdo si después de unos años disfrutando de la vida y de todo lo creado, tuviéramos que volver, como los animales, a la nada. Somos criaturas de Dios y estamos llamados a ser elevados a la categoría de hijos de Dios. Las palabras que hoy dice el Padre: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo», se dijeron entonces referidas al Señor Jesús, pero hoy han resonado aquí para cada uno de nosotros.
Tú y yo, somos hoy ese hijo amado del Padre en el que Él se complace. Tú y yo, a través de la redención llevada a cabo por el Señor Jesús en su Pascua, hemos sido adoptados por el Padre como hijos, con los mismos derechos que los hijos naturales. Hoy, vivimos esta adopción de manera precaria, porque esa adopción filial descansa en una naturaleza humana débil y herida por el pecado. San Juan en su primera epístola nos dice: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».
San Juan dice que no se ha manifestado lo que seremos. Efectivamente, esta naturaleza mortal de la que estamos revestidos, esconde una realidad muy distinta que es la que hoy nos da a conocer el Señor Jesús en su transfiguración. Seremos, ha dicho san Juan, semejantes a él. San Pablo dice también en su primera carta a los Corintios, que seremos transformados. Seremos semejantes a lo que hoy vemos en la figura del Señor Jesús. A esto estamos llamados, y para esto hemos sido creados.
Hoy vivimos en esperanza desando que el Señor realice en nosotros esta obra que, por supuesto, ni merecemos ni depende de nuestro esfuerzo. Todo lo contrario, es un don gratuito, un don que se nos regala independientemente de las obras de la ley.
Por nuestra parte, lo único que debemos hacer es ser dóciles y dejarnos modelar por el Señor, como la vasija en manos del alfarero. Hemos de aprender de María y decirle al Padre que estamos de acuerdo con el plan que ha diseñado para nuestra vida. Que se haga en nosotros según su voluntad. Y su voluntad no es otra que la felicidad plena, aquella que nada ni nadie en el mundo nos podrá dar.
En esta Cuaresma caminamos hacia la Pascua. Hacia la victoria del señor Jesús sobre la muerte, que con su resurrección transformará también nuestros cuerpos mortales en cuerpos gloriosos, semejantes al suyo.
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