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DOMINGO VIII DE TIEMPO ORDINARIO -A-

DOMINGO VIII DE TIEMPO ORDINARIO -A-

El Señor en el evangelio de hoy plantea una cuestión de vital importancia para nuestra vida. Todos, a causa del pecado, tenemos puesto nuestro corazón en el dinero. No sabemos vivir sin él. Como nuestro corazón no está repleto del amor de Dios, la seguridad que nos daría en la vida experimentar ese amor, la tenemos que buscar en los bienes materiales y en especial en el dinero.

 

           El Señor eso lo sabe. Sabe hasta qué punto damos culto al ídolo del dinero. Por eso, empieza el evangelio con una afirmación radical: «Nadie puede estar al servicio de dos amos». Si atiende y sirve a uno, no podrá hacer a la vez lo mismo con el otro, por tanto: «No podéis servir a Dios y al dinero». No hay vuelta de hoja. Se podrá hablar más alto, pero no más claro. Esto significa que para servir a Dios, no es lo más importante ser honestos, ser castos, ser honrados, ser piadosos, etc., todas estas actitudes o virtudes son magníficas, pero lo único que impide de verdad servir a Dios, es dar culto al dinero.

 

¿Cuál es nuestra reacción inmediata ante esta afirmación categórica del Señor? Si debo despreocuparme del dinero para servir al Señor, decimos, ¿con qué comeré? ¿Con qué me vestiré? Es el propio Señor Jesús el que responde a nuestra inquietud: «No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir». Esa preocupación es normal que la tengan los paganos, pero esa preocupación no es lógica en la vida de una persona que tiene la certeza de que Dios es su Padre.

 

Recuerdo las palabras que decía hace años un catequista que ya está en el cielo, hablando de este evangelio. Comparaba nuestra actitud, a la de un niño hijo de un padre multimillonario que iba escondiendo en su cuarto mendrugos de pan, por si un día su padre no le daba de comer. Esa es nuestra actitud cuando dudamos del cuidado amoroso de Dios. Nosotros tenemos un Padre, que como dice el Señor en el evangelio, se preocupa de alimentar a los pajarillos y a todas las aves del cielo. Ellos no se preocupan en sembrar, cosechar o guardar en graneros. Ellos viven tranquilos y confiados en que será el Señor el que provea a sus necesidades. ¿Y tú,  te angustias y preocupas por la comida? Tu vida, ¿no vale más que la de mil pajarillos? Solo la duda, ya ofende.

 

También nos agobia el pensar cómo vestirnos. La respuesta también nos la da el Señor. Nos invita a contemplar la hermosura de los lirios del campo. Unas plantas que hoy están y que mañana se marchitan. ¿Te has fijado en la hermosura de sus flores? Nada de lo que hace el hombre se le puede comparar. Dice al respecto el Señor Jesús: «Si Dios así los viste, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?»

 

En esta última frase se encuentra el meollo de la cuestión. ¿Por qué actuamos así? ¿Por qué nos comportamos como el niño rico del ejemplo? ¿Por qué nos empeñamos en dar solución solos, a nuestros problemas? Porque nuestra fe es prácticamente nula. Porque mucho hablar de Dios pero no confiamos en Él. Actuamos como si ese Dios en el que creemos, estuviera tranquilo en el cielo sin interesarse por nosotros. Si nuestros hijos actuaran así, seguro que nos enojarían. Nos sentaría muy mal que obraran de este modo. Menos mal que la paciencia del Señor es infinita. Menos mal que no toma en cuenta nuestra poca confianza en Él.

 

El Señor Jesús termina invitándonos a vivir el día a día. El pasado ya no tiene remedio y el futuro no está en nuestras manos. Vivamos el hoy, con la confianza de que tenemos un Padre que se preocupa de cada uno de nosotros, que nos ama y que nos conoce a cada uno por su nombre.

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