LA FILIACIÓN DIVINA
Celebramos hoy la Fiesta del Bautismo del Señor, que nos hace presente al primero y más importante de los sacramentos. Por él, entramos a formar parte de la Iglesia que es el cuerpo místico de Jesucristo. Por él, llegamos a ser hijos adoptivos de Dios. Hemos dicho llegamos a ser, porque el Bautismo siembra en nosotros la semilla de la Fe. Una semilla que convenientemente cuidada y cultivada, llegará a convertirse en una planta adulta que dará abundantes frutos de vida eterna.
El bautismo no actúa en nosotros de una manera mágica. En el bautismo existe el embrión de un hijo de Dios, que necesita crecer y desarrollarse hasta alcanzar la edad adulta, de manera que, como dice San Pablo, sea otro Cristo.
Con frecuencia escuchamos una afirmación que no es del todo cierta. Se dice que todos los hombres son hijos de Dios. Sería más exacto afirmar que todos los hombres son criaturas de Dios. Lo que no puede negarse es que todos los hombres están llamados en Cristo, a ser hijos de Dios.
La filiación divina sólo es real, en tanto en cuanto poseemos en nuestro interior el espíritu de Jesucristo. Dice San Pablo en la carta a los Gálatas: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! “ (Ga 4,6-6).
Para que la filiación divina sea efectiva, es condición previa haber recibido el espíritu del hombre nuevo, el espíritu del resucitado. Esto se hace evidente al comprobar cómo son nuestras obras. Si nuestras obras son las obras de Dios, queda demostrado que el espíritu de su Hijo Jesucristo habita en nosotros. Y ¿cuáles son las obras de Dios? Fundamentalmente, el amor y la misericordia, que quedan manifiestas cuando por el Espíritu que habita en nosotros, somos capaces de perdonar por completo a aquel que gravemente nos hace daño, ya sea terrorista, violador, asesino, ladrón, etc., así actuó en la cruz el que era hijo de Dios por naturaleza y que fundó su Iglesia para que esta manera de actuar, se perpetuara a través de los siglos.
San Juan nos dice en su primera epístola:
“En esto se reconocen
los hijos de Dios y los hijos del Diablo:
todo el que no obra la justicia
no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano”. (1Jn 3-10)
Obrar la justicia no es otra cosa, que obrar como Dios obra, perdonándonos y amándonos siempre, sin ponernos ninguna condición previa.
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