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DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXVII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

«SI TUVIÉRAIS FE COMO UN GRANITO DE MOSTAZA...» 

 

CITAS BÍBLICAS: Hab 1, 2-3;2, 2-4 * Tim 1, 6-8;13-14 * Lc 17, 5-10

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Los apóstoles acuden al Señor para decirle: «Auméntanos la fe». La respuesta del Señor Jesús no puede ser más clara: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar».

 ¿Qué nos da a entender esta respuesta del Señor? Si sus palabras son ciertas, y desde luego lo son, lo primero que se nos ocurre pensar es que la fe es un don muy escaso. ¿Cuántos de nosotros, que somos creyentes y acudimos regularmente a la iglesia, somos capaces por el tamaño de nuestra fe de mover montañas, o a hacer, como dice hoy el evangelio, que una morera se arranque y se plante en el mar? ¿Quién de nosotros tiene la fe suficiente como para hacer esto? Me atrevo a decir que nadie.

Antes de nada, será interesante reflexionar sobre lo que nosotros entendemos por fe. Para muchos la fe es creer en lo que no se ve. Los que aprendimos el Catecismo para la primera comunión, recordaremos que decíamos que “la fe es creer en todas las verdades que manda la santa Madre Iglesia.” Sucede que estas definiciones hablan de una fe meramente intelectual. Una fe que reside en la cabeza, en la inteligencia, y no salva de nada. Es una fe que no sirve para afrontar los momentos difíciles de la vida. Nos preguntamos ¿es mala esta clase de fe? Ni mucho menos, es muchísimo mejor que ser ateo y no creer en nada.

La fe de la que habla el Señor en el evangelio es otra cosa. Es una fe vivencial. Una fe capaz de mover la montaña que supone para una joven madre de familia numerosa, quedarse sin marido, sola y sin recursos.

Es la fe que da fuerzas para continuar viviendo sin caer en la desesperación, a aquella persona que le diagnostican un cáncer terminal que la llevará a la tumba en escasos meses. La fe de estas personas no está basada en cosas aprendidas de memoria, sino que nace de la certeza de que existe un Dios que es Padre, que nunca abandonará a su suerte a ninguno de sus hijos.

 La fe que salva es la de tener la experiencia en la vida del encuentro con el Señor Resucitado. Cristo no solo está en el cielo. Cristo está, como Él lo dijo, continuamente entre nosotros, camina junto a nosotros. Conoce nuestros sufrimientos y nuestros desánimos. Haber experimentado su presencia y su poder en los momentos difíciles de la vida, cuando la ayuda de los demás es inútil, es lo que nos da fuerzas para continuar viviendo esta vida sin perder la esperanza. A esa fe se refiere el Señor en el evangelio. Esa es la fe que mueve montañas y que es capaz de plantar una morera en el mar.

Esta fe es un don, un regalo gratuito del Señor que no podemos conseguir con nuestro esfuerzo, y que sólo se obtiene a través de la escucha de la Palabra de Dios y la predicación de la Iglesia. Si descubrimos con humildad que no tenemos fe, podemos pedir al Señor en la oración que nos la conceda.

La segunda parte del evangelio nos hace presente la misión a la que como discípulos nos llama el Señor. Somos los trabajadores de su campo, que es la familia, la sociedad, el mundo. Él nos ha regalado los medios, las herramientas. Nos ha dado la vida, la inteligencia, la salud, los bienes materiales, etc. Nada de lo que tenemos nos pertenece. Todo es suyo. Por eso nada podemos exigir al terminar nuestra tarea. Una tarea que no hubiéramos podido completar sin su ayuda. Entonces, si de nada podemos presumir, es lógico que con humildad hagamos nuestra la última frase del evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

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