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EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

«ADORAMOS, ¡OH CRISTO! TU SANTA CRUZ»

 

CITAS BÍBLICAS: Num 21, 4b-9 * Flp 2, 6-11 * Jn 3, 13-17 

Como la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz coincide este año con el domingo XXIV de tiempo ordinario, la liturgia de la Iglesia celebra hoy esta fiesta del Señor.

 Cristo en la Cruz es, como dice san Pablo, «escándalo para los judíos y necedad para los gentiles». Cristo en la Cruz abandonado por todos. Sólo, hasta el extremo de sentirse abandonado por su mismo Padre, es, para los llamados, (para nosotros), siguiendo las palabras de san Pablo, lo mismo para judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.

Esto es precisamente lo que celebra la Iglesia en este día. La victoria de la Cruz. Pero no una victoria abstracta y etérea, una victoria real, porque en esa Cruz quedó destruido el pecado y con el pecado la muerte.

Para el mundo, la cruz es algo de lo que hay que huir. Es algo que hay que evitar a toda costa. La cruz destruye. La cruz aplasta. De la cruz no puede deducirse nada bueno. Así piensa el mundo, por eso no entiende ni acepta que el cristiano vea en ella, el amor de Dios-Padre hacia su criatura. Tener iluminada la cruz, conocer su significado, saber las razones por las que aparece en la vida, no es algo a lo que se pueda llegar con nuestra inteligencia. Todo lo que la cruz representa en nuestra vida lo sabemos por la revelación. La mente del hombre no es capaz de descubrir que algo que destruye, que muchas veces lleva a la desesperación, que es insoportable, sea el camino que conduce a la felicidad y la paz. Ocurre lo mismo cuando se piensa en la muerte. Si no se nos revela, ¿cómo podemos deducir que la muerte es puerta que se abre a la vida en plenitud?

Tanto para el cristiano como para el que no lo es, la cruz es una realidad ineludible. La aceptemos, la rechacemos o huyamos de ella, está siempre presente en la vida del hombre. Lo queramos o no, no podemos escapar de la enfermedad, del sufrimiento, de los problemas familiares, laborales, económicos o de convivencia. Las cosas no son casi nunca como nosotros las desearíamos. Los de fuera achacan estos problemas al azar, a la mala suerte o al destino. El cristiano, por el contrario, conoce cuál es el origen del mal, de las injusticias, de los atropellos. El cristiano sabe que ha sido el pecado del hombre, el tuyo y el mío, el que ha roto el plan de Dios y como consecuencia ha hecho que el mal apareciera en el mundo. El cristiano sabe que, si en su vida no apareciera la cruz no tendría salvación y no podría tener experiencia de la presencia continua de Dios y de su poder. Por eso, el cristiano no teme a la cruz, porque sabe que el Señor está vivo y resucitado, que como en el camino a Emaús está siempre a su lado dispuesto a echarle una mano para que, a diferencia de lo que sucede en el mundo, aquello que a todos aplasta, se transforme para él en cruz gloriosa en donde experimente el inmenso amor de Dios.

El cristiano, decíamos antes, ante la cruz no se resigna, sino que la acepta como un regalo del Señor. El cristiano sabe por experiencia, que la cruz no es losa que aplasta, sino que es cauce que lleva al encuentro con el Señor. El cristiano sabe que cuando se encuentra con acontecimientos imposibles de asumir, que le desbordan por completo, que superan con creces todas sus fuerzas, al invocar al Señor, se abren caminos insospechados que le permiten poder caminar sobre aguas encrespadas, como Pedro, cuando camina sobre el mar con los ojos puestos en el Señor Jesús.

Nuestras cruces, en contra de lo que se afirma con frecuencia, no tienen su origen en la voluntad de Dios. Es erróneo decir que los acontecimientos negativos de nuestra vida, enfermedades, accidentes, problemas familiares, e incluso la muerte, tienen su origen en la voluntad de Dios. Estamos atribuyendo a Dios algo de lo que no es responsable. Lo que afirmamos lo corrobora el Libro de la Sabiduría cuando dice: «Porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera». El origen de nuestras cruces lo hemos de buscar en el pecado. Ha sido el hombre, tú y yo, el que, al apartarse de Dios por el pecado, se ha encontrado con el sufrimiento, la enfermedad, y como consecuencia con la muerte.

Queremos hacer notar que, aunque el origen de la cruz en nuestra vida no es Dios, sino el pecado, el Señor la permite y la utiliza como medio para hacernos conocer su amor. Tú y yo ante la cruz nos encontramos impotentes porque es superior a nuestras fuerzas, pero es esa situación de impotencia la que utiliza el Señor para manifestarse, para hacernos experimentar que, con Él, con su ayuda no hay nada imposible. Que aquello que nos desborda, enfermedad, accidente, problema familiar, o incluso la muerte, se convierte en un camino de vida. La cruz, que para el hombre es signo de muerte, se convierte para el cristiano, con la ayuda del Señor, en cruz gloriosa. No es de extrañar que los primeros cristianos cada vez que contemplaban la cruz, vieran en ella el rostro radiante del Padre y su inmensa misericordia para con el hombre.

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