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DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«TODO LO HA HECHO BIEN: HACE OÍR A LOS SORDOS Y HABLAR A LOS MUDOS»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 35, 4-7a * St 2, 1-5 * Mc 7, 31-37

San Marcos en el evangelio de hoy nos narra la curación de un sordo y casi mudo, que presentan al Señor Jesús para que le imponga las manos. El Señor, apartándolo un poco de la gente le mete el dedo en los oídos y luego con un poco de saliva le toca la lengua al tiempo que dice: «Effetá (esto es, “ábrete”)». Al momento a aquel hombre se le abren los oídos, se le suelta la lengua, y empieza a hablar sin dificultad.

A muchos de nosotros, no a todos, cuando nuestros padres nos llevaron a la iglesia para recibir el bautismo, dentro de los ritos que corresponden a este sacramento, se nos realizó un signo que tenía como origen este pasaje del evangelio. El celebrante, después de haber derramado sobre nuestra cabeza las aguas bautismales, con su saliva nos tocó los oídos y la lengua al tiempo que decía: «Effetá, ábrete».

¿Cuál era el significado de este rito que hoy prácticamente está reservado para los catecúmenos que reciben el bautismo siendo ya adultos? Veámoslo. La fe es un don que recibimos del Señor a través de la Iglesia, mediante la escucha de la predicación de la Palabra de Dios. Quiere decir esto que la fe no crece en nosotros porque recemos mucho o hagamos obras de caridad. Estos actos ayudarán a fortalecerla cuando ya la poseamos, pero no pueden darla partiendo de cero. La fe, dice san Pablo en su carta a los Romanos, solo viene a través de la predicación, y la predicación encuentra su origen en la Palabra de Dios.

¿Qué es necesario para recibir la predicación? Sin duda, tener el oído abierto. Y, ¿qué significa tener el oído abierto? Tener el oído abierto significa llegar a descubrir que aquel acontecimiento que narra el evangelio halla cumplimiento, se realiza, en nuestra propia vida. La Palabra proclamada, deja de ser una mera narración de hechos, para convertirse en un espejo donde queda reflejada la vida de aquellos que la escuchan. Ésta es la función de la homilía, como lo son también estos sencillos comentarios que hacemos cada semana de la Palabra del Evangelio.

Tú y yo, comprobamos que la figura del sordo de hoy es nuestra figura, porque oímos sin escuchar, de manera que la Palabra que se proclama no penetra en nuestro corazón, sino que resbala. Que aquel leproso que pide al Señor que lo limpie, somos tú y yo manchados por la lepra del pecado que necesitamos también ser limpiados. Que aquel ciego del camino que gritaba: «Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí», somos también nosotros que estamos ciegos para ver el amor de Dios, y que esa ceguera, nuestro egoísmo, nos impide ver a los demás para poder amarlos. Tener el oído abierto hace, en fin, que al escuchar la Palabra tengamos el firme convencimiento de que es el Señor Jesús el que en ese momento nos está hablando personalmente.

Si logramos, con la ayuda del Señor, tener el oído abierto haciendo nuestra la Palabra proclamada, comprobaremos cómo nuestra fe crece y se fortalece, dando sentido a los acontecimientos buenos y adversos de nuestra vida. Veremos también a través de ellos la voluntad de Dios, que no es otra que nuestra propia salvación. Finalmente, viendo nuestra historia, nuestra vida y la actuación del Señor en ella, podremos exclamar con los discípulos: «Todo lo ha hecho bien».

 

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