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DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

«PAZ A VOSOTROS. RECIBID EL ESPÍRITU SANTO.»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 2, 1-11 * 1 Cor 12, 3b-7. 12-13 * Jn 20, 19-23

Con la solemnidad de Pentecostés finaliza el Tiempo Pascual. Aunque en toda la liturgia cristiana el centro es el Señor Jesús, durante este tiempo hemos contemplado de un modo especial su Resurrección, su victoria sobre la muerte.

El acontecimiento que da plenitud, que completa la obra redentora del Señor, es, sin duda, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. Podríamos decir que La Iglesia con este don del Padre alcanza su mayoría de edad. Decimos esto porque, ciertamente, la Iglesia fue fundada por Jesucristo, pero fue la fuerza del Espíritu Santo la que la puso en marcha.

Dios es el que lleva adelante la Historia de Salvación de la humanidad. Sin embargo, dentro de esa historia, cada una de las Tres Divinas Personas desempeña una función distinta. Procurando no faltar al respeto y explicándolo de una manera un tanto burda, podríamos comparar la Historia de Salvación a una carrera por relevos. El primer tramo abarca lo que llamamos Antiguo Testamento, y el que lleva el testigo es Dios Padre, que hace entrega del mismo al Señor Jesús, Dios Hijo, en lo que llamamos Nuevo Testamento. Finalmente, el atleta que recibe el testigo de manos del Señor Jesús cuando asciende a los cielos, es el Espíritu Santo, que lo conservará hasta la consumación de los siglos teniendo como misión principal la santificación de la Iglesia.

Queremos aclarar que la acción de cada una de las Tres Divinas Personas, su presencia en la Historia de Salvación, no es excluyente, sino que las tres están presentes en los tres tramos de la carrera, aunque el protagonismo esté repartido.

Desde la Ascensión a los cielos del Señor Jesús, todos los acontecimientos de la vida de la Iglesia están impulsados, están llevados a cabo por la acción directa del Espíritu Santo. Nada de lo que sucede en la Iglesia, incluso la acción santificadora de los sacramentos, se podría realizar sin esta presencia del Espíritu Santo. Hemos afirmado en muchas ocasiones que lo que fundamentalmente distingue a un cristiano de otra persona que no lo es, es el amor. Amor que se manifiesta de una manera excelente en el perdón al enemigo y en la misericordia hacia el pecador aceptando sus fallos y errores. Hemos dicho también que manifestar al mundo ese amor sin límites, es la mejor forma de evangelizar, de hacer presente a Dios en la vida de los que nos rodean. Sin embargo, nos encontramos, como san Pablo, con un dilema. Él, lo expresa así: «Mi proceder no lo comprendo. Quiero hacer el bien y es el mal el que se me presenta». También nosotros queremos obrar el bien. Queremos perdonar al que viene a hacernos daño adrede. Queremos amar a aquel que conscientemente nos hace daño. Queremos no tomar en cuenta los insultos y las calumnias, pero, no podemos. No podemos negarnos a nosotros mismos. No podemos, por amor, renunciar a tener la razón. Todo esto es algo que en nosotros va “contra natura”. Pues bien, aquí llega la acción del Espíritu Santo. Lo que para ti y para mí es imposible, se vuelve posible con su ayuda. Nada hay imposible en la vida de fe, que no pueda realizarse con la fuerza del Espíritu Santo.

La presencia del pecado en nuestra vida, ha tenido como consecuencia la aparición de todo tipo de sufrimientos, empezando por la enfermedad y acabando con la muerte. También aquí se manifiesta la acción del Espíritu Santo. Él es fortaleza en nuestra debilidad, consuelo en el sufrimiento y, sobre todo, defensa frente a nuestro enemigo el maligno. Es necesario, pues, que hagamos ocupe en nuestra vida de fe un puesto relevante.


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