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DOMINGO V DE PASCUA -B-

DOMINGO V DE PASCUA -B-

«EL QUE PERMANECE EN MÍ Y YO EN ÉL ÉSE DA FRUTO ABUNDANTE»

 

CITAS BÍBLICAS: Hch 9, 26-31 * 1Jn 3, 18-24 * Jn 15, 1-8

La semana pasada decíamos que el Señor Jesús en su predicación, recurre a figuras que son muy familiares a aquellos que le escuchan. Unas veces, haciendo referencia al origen del pueblo, un pueblo de pastores, le gusta encarnar la figura del pastor preocupado por la vida de su rebaño. En otras, como en esta semana, se compara con la vid y sus sarmientos. Lo hace diciendo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto». Todos los que escuchan entienden este lenguaje. Saben que, cuando después del invierno las cepas empiezan a brotar, aparecen sarmientos nuevos, largos, que no tienen fruto, mientras que hay otros, más pequeños, que ya muestran lo que con el tiempo llegarán a ser racimos de uva. El viñador corta los sarmientos estériles para que no quiten fuerza a la planta, y al mismo tiempo limpia aquellos que tienen fruto.

Sucede que cuando un sarmiento es cortado de la vid, se seca y muere, porque para que un sarmiento llegue a dar fruto es indispensable que se mantenga unido a la vid. Por eso el Señor dice: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada». Quiere decir esto que, en nuestra vida, y en particular en nuestra vida de fe, es imposible que hagamos nada bueno, si no vivimos unidos al Señor Jesús. No podemos actuar como francotiradores. El sarmiento vive, porque estando unido a la vid, recibe de ella la savia, el alimento que le permite crecer y dar fruto abundante. Del mismo modo nuestra vida únicamente tendrá sentido si está unida a Jesucristo. Nosotros, sólo por nuestra cuenta, somos incapaces de obrar el bien. Nuestro hombre viejo, dañado por el pecado, no puede amar de verdad, no puede darse al otro, porque el egoísmo se lo impide. Para darme al otro, he de renunciar a mi propio yo, y eso para mí es totalmente imposible.

Esta situación es la que padece todo hombre que viene al mundo. Su vida, la tuya y la mía, es por completo un contrasentido. Lo expresa muy bien san Pablo en su Carta a los Romanos: «Mi proceder no lo comprendo. Querer el bien lo tengo a mi alcance, más no el realizarlo. Quiero hacer el bien y es el mal el que se me presenta». Esta lucha es la que padecemos todos los hombres, y es la razón de nuestra insatisfacción. He sido creado para ser feliz, pero, por más que me esfuerce, no puedo lograrlo.

Hoy, el Señor Jesús, viene a nuestro encuentro dispuesto a ayudarnos a resolver este conflicto interno. Él es el único capaz de cambiar nuestro corazón, de manera que, unidos a Él, que es la vid, nosotros, los sarmientos, encontremos el sentido a la vida y podamos dar fruto abundante.

El evangelio, al final, nos descubre la condición indispensable para que aquello que necesitamos para ser felices, podamos obtenerlo con toda seguridad. Dice así: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará».

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