DOMINGO II DE CUARESMA -B-
«ÉSTE ES MI HIJO AMADO; ESCUCHADLO»
CITAS BÍBLICAS: Gen 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18 * Rom 8, 31b-34 * Mc 9, 2-10
Hay una serie de preguntas que necesariamente debemos hacernos, si no queremos que nuestra vida sea semejante a la de cualquier animal. Decimos esto, porque los animales, a pesar de la desmesurada importancia que se les está dando en la actualidad, nunca se han preguntado: ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿De Dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es la razón última de mi existencia?...
No tener respuesta a estas preguntas supone para nosotros tener una existencia semejante a la de los hongos o la de las setas. Aparecen de la noche a la mañana, tienen una vida efímera y desaparecen sin dejar rastro.
La diferencia fundamental entre tu vida y la mía y la de los animales y las plantas, estriba, en que tú y yo, no sólo vivimos, sino que tenemos consciencia de que vivimos. Sabemos que vivimos. Esta particularidad hace que sea mucho más grave no tener respuesta a las preguntas que hemos formulado, pues, salvo que no tengamos sentimientos, desconocerlas puede ser origen de grandes sufrimientos. Nosotros, a pesar de lo que afirman los nihilistas, nacemos teniendo sembrado en nuestro interior una ansia de permanencia, un deseo de eternidad, que de no ser satisfecho produce en nuestro interior frustración e insatisfacción, potenciando a la vez nuestro egoísmo.
La palabra del evangelio de hoy viene a arrojar luz sobre la razón última de nuestra existencia. Vemos al Señor Jesús con Pedro, Santiago y Juan en la cima del monte Tabor. Delante de sus discípulos se transfigura mostrándoles su naturaleza divina, oculta hasta aquel momento. Sólo el hecho de ver al Señor transfigurado junto a Moisés y Elías, provoca en ellos tal felicidad, que Pedro, tomando la palabra exclama: «Maestro. ¡Qué bien se está aquí!». Aún está hablando cuando una nube los envuelve y una voz desde el interior afirma: «Éste es mi Hijo amado: escuchadlo».
Nosotros, a diferencia de las setas, como hemos dicho, no hemos aparecido en el mundo por generación espontánea. Somos fruto de la voluntad de Dios que, pensando en nosotros desde toda la eternidad, y amándonos a cada uno entrañablemente, nos ha dado la vida. Lo ha hecho para hacernos partícipes de su inmensa felicidad, depositando en nosotros su amor y dándonos a la vez capacidad para amarle. Además, para que no lo amáramos a la fuerza, nos ha regalado la libertad. Don, que hemos utilizado mal apartándonos de él. Su amor, sin embargo, ha llegado al extremo de entregar a la muerte a su propio Hijo, para restaurar lo que nuestro pecado había destruido.
Hoy, en el monte, en su propio Hijo, ha querido testimoniar públicamente su amor hacia nosotros exclamando: «Éste es mi Hijo amado». A ti y a mí, pecadores e ingratos, lavados por la sangre de su Hijo, nos llama hoy sus hijos amados. Ésta es la razón última de nuestra existencia. De Él salimos y hacia Él caminamos, y por sus entrañas de misericordia, estamos llamados a disfrutar de su presencia por toda la eternidad.
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