DOMINGO II DE CUARESMA -A-
«ÉSTE ES MI HIJO, EL AMADO, MI PREDILECTO. ESCUCHADLE»
CITAS BÍBLICAS: Gén 12, 1-4a * 2Tim 1, 8b-10 * Mt 17, 1-9
El hombre, tú y yo, ha sido creado para una vida feliz disfrutando de la presencia de Dios por toda la eternidad. La irrupción del pecado en la vida del hombre, como nos lo cuenta el Génesis, rompió por completo los planes de Dios. Llamados a vivir en la luz, perdimos la razón de nuestra existencia al separarnos de nuestro Creador.
Nuestra vocación hacia la vida eterna quedó velada. Teníamos ansia de permanencia, pero el pecado hacía que sólo apareciera delante de nosotros la finitud. La vida del hombre se convirtió en un absurdo. Nos sentíamos llamados a una vida en plenitud, pero sólo aparecía delante de nosotros la limitación que desembocaba en la muerte.
Con objeto de sacarnos de este círculo vicioso, Dios-Padre dispuso que su Hijo se encarnara tomando una naturaleza como la nuestra, y rompiera los lazos de la muerte que nos mantenían en la esclavitud. Hoy, en el evangelio, el Señor Jesús manifiesta por unos instantes a Pedro, Santiago y Juan, esa divinidad que está escondida bajo su naturaleza humana. Quiere fortalecer la fe de sus discípulos, preparándolos a los acontecimientos extremos que se les presentarán en Jerusalén.
San Mateo nos narra este pasaje diciendo que el Señor se lleva a sus discípulos a una montaña alta. En ella se transfigura delante de ellos mostrando su rostro radiante como el sol. Al mismo tiempo se hacen presentes Moisés y Elías que empiezan a conversar con él. Pedro, ante aquel espectáculo, sólo puede exclamar: «Señor, ¿qué hermoso es estar aquí!». Aún está hablando cuando una luminosa nube los envuelve y desde dentro se oye una voz que dice: «Éste es mi Hijo, mi amado, mi predilecto. Escuchadle».
Viendo al Señor transfigurado vemos también cuál es la voluntad del Padre sobre nosotros. No hemos sido creados para vivir una vida chata, sin sentido, con sufrimientos y sometida a la muerte, consecuencia de nuestro pecado, como hemos dicho al principio. Hemos sido creados para una vida plena, que es la que nos ha conseguido el Señor Jesús con su Muerte y Resurrección, al reconciliarnos con el Padre. Hemos sido lavados con su sangre, recibiendo una nueva naturaleza, la de hijos de Dios. Por eso, hoy, las palabras que ha pronunciado el Padre sobre el Señor Jesús, han resonado también para nosotros. Tú y yo, unidos a Jesucristo, somos ese hijo amado al que se ha referido el Padre.
De nuestro interior ha de brotar una inmensa gratitud por la obra llevada a cabo por el Señor en nosotros. Nada merecíamos. Por nuestros pecados estábamos destinados a la condenación, pero Dios-Padre, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó en su Hijo Jesús, nos ha vivificado y nos ha devuelto la condición de hijos. No podemos más que exclamar: ¡Bendito sea por siempre su Nombre!
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