DOMINGO III DE CUARESMA -C-
«SI NO OS CONVERTÍS, TODOS PERECERÉIS DEL MISMO MODO»
CITAS BÍBLICAS: Ex 3, 1-8ª.13-15 * 1Cor 10, 1-6.10-12 * Lc 13, 1-9
Si siempre hemos de estar atentos a lo que el Señor nos dice en el evangelio, en este domingo lo hemos de estar de un modo especial. El Señor, que nos ama y quiere para nosotros una vida mejor, nos habla con palabras muy serias, llamándonos a conversión, porque con frecuencia vemos el pecado de los demás y sus consecuencias, pero no advertimos que también nosotros somos pecadores.
Para evitar caer en el juicio respecto al comportamiento de los demás, en otro tiempo, se nos ponía un ejemplo muy ilustrativo. Se decía que cada uno de nosotros lleva en una alforja a la espalda sus pecados, de modo que nos es difícil verlos. Sin embargo, nos es fácil ver y juzgar los pecados de las alforjas de los demás.
Esto les sucede a los que en este evangelio van a contar al Señor lo ocurrido con los galileos ajusticiados por Pilato. El Señor Jesús los llama a conversión seriamente. Les dice: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo».
Que el Señor nos hable así, ha de ponernos en guardia. Estamos viviendo la Cuaresma. Un tiempo especial de gracia en el que la Iglesia nos da las armas necesarias para que nos convirtamos, para que reconozcamos que nuestro comportamiento en la familia, en el trabajo o en nuestro foro interno, no es precisamente el de un discípulo del Señor. Somos egoístas, ambiciosos, lujuriosos, avaros, etc., nos creemos mejores que los demás y por ello nos tomamos la libertad de juzgar su comportamiento.
Es cierto que tener delante, no a la espalda, nuestras miserias y pecados, no ha de ser motivo de desilusión, pues eso es, precisamente, adonde quiere llevarnos el demonio, haciéndonos dudar del amor de Dios. Por el contrario, reconocer nuestras miserias, limitaciones, pecados y nuestra impotencia para obrar el bien, ha de llevarnos a volver nuestro rostro al Señor, eso es convertirse, pidiéndole que aquello que para nosotros es imposible, lo lleve Él a término por su gracia.
Nuestra vida de fe puede verse reflejada en la parábola de la higuera plantada en la viña, que el Señor cita en este evangelio. El propietario, figura de Dios-Padre, ha buscado en ella fruto durante tres años consecutivos sin encontrarlo. Cansado, dice al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala». El viñador, responde: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas».
Esta higuera es figura de tu vida y de mi vida. A pesar de los muchos dones y de los cuidados que hemos recibido de parte del Señor, nuestra naturaleza, dañada por el pecado, es estéril en buenas obras. Nos ocurre lo que dice san Pablo, «querer el bien lo tenemos a nuestro alcance, pero no el realizarlo». Sin embargo, no debemos desmayar. Tenemos junto a nosotros al Viñador, al Señor Jesús, que intercede continuamente por nosotros ante el Padre. Él, que conoce nuestra debilidad, nos da alimento a través de su Palabra y de los sacramentos, para que nuestra débil fe crezca y se fortalezca, a fin de que en nuestra vida podamos dar abundantes frutos de vida eterna.
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